Tuareg Alberto Vázquez-Figueroa Los tuareg constituyen un pueblo altivo cuyo código moral difiere del de los árabes. Auténticos hijos del desierto, los tuareg no tienen rival en cuanto a sobrevivir en las condiciones más adversas. El noble inmouchar Gacel Sayah, protagonista de esta novela, es amo absoluto de una infinita extensión de desierto. Cierto día llegan al campamento dos fugitivos procedentes del norte, y el inmouchar, fiel a las multiseculares y sagradas leyes de la hospitalidad, los acoge. Sin embargo, Gacel ignora que esas mismas leyes le arrastrarán a una aventura mortal… Una apasionante epopeya que es a la vez un canto a uno de los pueblos más singulares del mundo. Alberto Vázquez-Figueroa Tuareg A mi padre «Alá es Grande. Alabado sea». — Hace ya muchos años, cuando yo era joven y mis piernas me llevaban durante largas jornadas sobre la arena y la piedra sin sentir cansancio, ocurrió que en cierta ocasión me dijeron que había enfermado mi hermano menor, y aunque tres días de camino separaban mi «jaima» de la suya, pudo más el amor que por él sentía, que la pereza, y emprendí la marcha sin temor, pues como he dicho, era joven y fuerte y nada espantaba mi ánimo. — Había llegado el anochecer del segundo día cuando encontré un campo de muy elevadas dunas, a media jornada de marcha de la tumba del Santón Omar Ibrahím, y subí a una de ellas intentando avistar un lugar habitado en el que pedir hospitalidad, pero sucedió que no distinguí ninguno, y decidí por tanto detenerme allí y pasar la noche guardado del viento. — Muy alta debiera haber estado la luna — si para mi desgracia no hubiera querido Alá que fuera aquella noche sin ella—, cuando me despertó un grito tan inhumano que me dejó sin ánimo, e hizo que me acurrucase presa del pánico. — Así estaba cuando de nuevo llegó el tan espantoso alarido, y a éste siguieron quejas y lamentaciones en tal número, que pensé que un alma que sufría en el infierno lograba atravesar la tierra con sus aullidos. — Pero he aquí que de improviso sentí que escarbaban en la arena y al poco aquel ruido cesó para aparecer más allá, y de esta forma lo advertí sucesivamente en cinco o seis lugares diversos, mientras los desgarradores lamentos continuaban, y a mí el miedo me mantenía encogido y tembloroso. — No acabaron aquí mis tribulaciones porque al instante escuché una respiración fatigosa, me tiraron puñados de arena a la cara, y que mis antepasados me perdonen si confieso que experimenté un miedo tan atroz que di un salto y eché a correr como si el mismísimo «Saitan», el demonio apedreado, me persiguiese. Y fue así que mis piernas no se detuvieron hasta que el sol me alumbró, y no quedaba a mis espaldas la menor señal de las grandes dunas. — Llegué, pues, a casa de mi hermano, y quiso Alá que se encontrase muy mejorado, de tal forma que pudo escuchar la historia de mi noche de terror, y al contarla al amor de la lumbre, tal como ahora os la estoy contando, un vecino me dio la explicación a lo que me había ocurrido, y me contó lo que su padre le había contado: — Y dijo así: — Alá es grande. Alabado sea. — Ocurrió, y de esto hace muchos años, que dos poderosas familias, los Zayed y los Atman, se odiaban de tal modo que la sangre de unos y de otros había sido vertida en tantas ocasiones que sus vestiduras e incluso su ganado, podrían haberse teñido de rojo de por vida. Y sucedió que habiendo sido un joven Atman el último caído, estaban éstos ansiosos de venganza. — Ocurría también que entre las dunas donde tú dormiste, no lejos de la tumba del Santón Omar Ibrahím, acampaba una «jaima» de los Zayed, pero en ella habían muerto ya todos los hombres y tan sólo se encontraba habitada por una madre y su hijo, que vivían tranquilos, ya que incluso para aquellas familias que tanto se odiaban, atacar a una mujer seguía siendo algo indigno. — Pero ocurrió que una noche aparecieron sus enemigos, y tras maniatar a la pobre madre que gemía y lloraba, se llevaron al pequeño con el propósito de enterrarlo vivo en una de las dunas. — Fuertes eran las ligaduras, pero sabido es que nada es más fuerte que el amor de madre, y la mujer logró romperlas, pero cuando salió al exterior ya todos se habían ido, y no distinguió más que un infinito número de altas dunas, por lo que se lanzó de una a otra escarbando aquí y allá, gimiendo y llamando, sabiendo que su hijo se asfixiaba por momentos y ella era la única que podía salvarlo. — Y así le sorprendió el alba. — Y así siguió un día, y otro, y otro, porque la Misericordia de Alá le había concedido el bien de la locura para que de este modo sufriera menos al no comprender cuánta maldad existe en los hombres. — Y nunca más volvió a saberse de aquella infortunada mujer, y cuentan que de noche su espíritu vaga por las dunas no lejos de la tumba del Santón Omar Ibrahím, y aún continúa con su búsqueda y sus lamentaciones, y cierto debe ser, ya que tu, que allí dormiste sin saberlo, te encontraste con ella. — Alabado sea Alá, el Misericordioso, que te permitió salir con bien y continuar tu viaje, y que ahora te reúnas aquí, con nosotros, al amor del fuego. — Alabado sea. Al concluir su relato, el anciano suspiró profundamente volviéndose a los más jóvenes, aquellos que escuchaban por primera vez la antigua historia dijo: — Ved cómo el odio y las luchas entre familias a nada conducen más que al miedo, la locura y la muerte y cierto es que en los muchos años que combatí junto a los míos contra nuestros eternos enemigos del Norte, los Ibn-Azíz, jamás vi nada bueno que lo justificase, porque las rapiñas de unos con las rapiñas de otros se pagan y los muertos de cada bando no tienen precio, sino que como una van arrastrando nuevos muertos, y las «jaimas» se quedan vacías de brazos fuertes y los hijos crecen sin la voz del padre. Durante unos minutos nadie habló pues se hacía necesario meditar sobre las enseñanzas que contenía la historia que el anciano Suílem acababa de contar, y no hubiera resultado correcto olvidarlas al instante pues para eso no valía la pena molestar a un hombre tan venerable, que perdía horas de sueño y se fatigaba por ellos. Al fin, Gacel, que había escuchado ya docenas de veces aquel viejo relato, indicó con un gesto de las manos que era hora de que todos se retiraran a dormir, y se alejó solo, como cada noche, a comprobar que el ganado había sido recogido, los esclavos habían cumplido sus instrucciones, su familia descansaba en paz, y reinaba el orden en su pequeño imperio constituido por cuatro tiendas de pelo de camello, media docena de «sheribas» de cañas entretejidas, un pozo, nueve palmeras y un puñado de cabras y camellos. Luego, también como cada noche, ascendió despacio hasta la alta y dura duna que protegía su campamento de los vientos del Este, y contempló a la luz de la Luna los restos de ese imperio: una infinita extensión de desierto, días y días de marcha a través de arenas, rocas, montañas y pedregales en los que él, Gacel Sayah, reinaba con dominio absoluto, pues era el único «inmouchar» allí establecido, y era, también, dueño del único pozo conocido. Le gustaba sentarse sobre aquella cima, a dar gracias a Alá por las mil bendiciones que a menudo arrojaba sobre su cabeza: la hermosa familia que le había proporcionado, la salud de sus esclavos, el buen estado de los animales, los frutos de sus palmeras, y el supremo bien de haberlo hecho nacer noble dentro de los nobles del poderoso pueblo del Kel-Talgimus, el «Pueblo del Velo», los indomables «imohag», a los que el resto de los mortales conocían por el apelativo de tuareg. Nada había al Sur, al Este, al Norte, o al Oeste: nada que marcase límite a la influencia de Gacel «el Cazador», que había ido alejándose poco a poco de los centros habitados, para establecerse en el más lejano confín de los desiertos, allí donde podía sentirse por completo a solas con sus animales salvajes, addax fugitivos que acechaban durante días en la llanura; muflones de las altas montañas aisladas entre grandes mares de arena; asnos salvajes, jabalíes, gacelas, e infinitas bandadas de aves migradoras. Había huido Gacel del avance de la civilización, de la influencia de los invasores y del exterminio indiscriminado a las bestias de las arenas, y sabida era, en toda la extensión del Sáhara, que la hospitalidad de Gacel Sayah no tenía igual de Tombuctú a las orillas del Nilo, aunque su furia solía abatirse sobre las caravanas de esclavos, y los «cazadores locos» que osaban adentrarse en su territorio. — Mi padre me enseñó — decía no matar más que a una gacela aunque la manada huya y cueste luego tres días alcanzarla. Yo me repongo en tres días de marcha, pero nadie devuelve la vida a una gacela muerta inútilmente. Gacel fue testigo de cómo los «franceses» extinguieron a los antílopes del Norte, a los muflones de la mayor parte del Atlas, y a los hermosos addax de la «hamada», al otro lado de la gran «sekia» que fuera miles de años atrás río caudaloso, y por ello había elegido aquel rincón de llanuras pedregosas, arenas infinitas y montañas hirientes, a catorce días de marcha de El-Akab, porque nadie más que él ambicionaba la más inhóspita de las tierras del más inhóspito de los desiertos. Habían quedado definitivamente atrás los tiempos gloriosos en los que los tuareg asaltaban caravanas o atacaban aullando a los militares franceses, y habían pasado igualmente los días de rapiña, lucha y muerte corriendo como el viento por la llanura, orgullosos de su sobrenombre de «bandoleros del desierto» y «amos» de las arenas del Sáhara desde el sur del Atlas a las orillas del Chad. Se olvidaron también las guerras fratricidas y las algaradas de las que los ancianos guardaban tan grata y lejana memoria, y aquellos eran los años del ocaso de la raza «imohag» porque algunos de sus más valientes guerreros conducían camiones para un patrón «francés», servían en el Ejército regular, o vendían telas y sandalias a turistas de chillonas camisas. El día que su primo Suleimán abandonó el desierto para vivir en la ciudad, decidido a transportar ladrillos hora tras hora, sucio de cemento y cal a cambio de dinero, Gacel comprendió que tenía que huir y convertirse en el último de los tuareg solitarios. Y allí estaba, y con él su familia, y gracias daba a Alá mil y una veces, pues en todos aquellos años — tantos que ya había incluso perdido la cuenta ni una sola noche, allá, a solas en lo alto de su duna, se arrepintió de la decisión tomada. El mundo había vivido en este tiempo extraños acontecimientos de los que le llegaban muy confusos rumores a través de esporádicos viajeros, y se alegró de no haberlos visto de cerca, pues las viejas noticias hablaban de muerte y guerra; de odio y hambre de grandes cambios cada vez más acelerados; cambios de los que nadie parecía sentirse satisfecho y que no auguraban nada bueno tampoco para nadie. Una noche, sentado allí mismo, contemplando las estrellas que tantas veces les guiaron por los caminos del desierto, descubrió de pronto una nueva, fulgurante y veloz, que surcaba el cielo, decidida y constante, sin el vuelo alocado y fugaz de las estrellas errantes que caían de pronto a la nada. Se le heló por primera vez de terror la sangre, pues nada existía en su memoria ni en la memoria de sus antepasados, la tradición, o las leyendas, que hablara de una estrella así, que regresaba siguiendo idéntica ruta noche tras noche, y a la que se unieron en años sucesivos otras muchas hasta constituir una auténtica jauría corredora que venía a turbar la antigua paz de los cielos. Qué significado tenían, jamás pudo saberlo. Ni él, ni el anciano Suílem, padre de casi todos sus esclavos, tan viejo, que su abuelo lo había comprado, ya hombre, en Senegal: «— Nunca corrieron las estrellas como locas por los cielos, amo — dijo—. Nunca, y eso puede significar que el fin de los siglos se aproxima». Preguntó a un viajero que no supo darle respuesta. Preguntó a un segundo, que aventuró dudoso: «— Creo que es cosa de los „franceses“. Pero no quiso admitirlo, porque aunque mucho oyera hablar de los adelantos de los franceses, no los creía tan locos como para perder su tiempo en llenar aún más de estrellas el cielo». «Debe tratarse de una señal divina — se dijo—. La forma con que Alá quiere indicarnos algo, pero… ¿qué?» Trató de buscar una respuesta en el Corán pero el Corán no hacía mención a estrellas fugaces de matemática precisión, y con el tiempo se habituó a ellas y a su paso, lo cual no quería decir que las olvidase. En el límpido aire del desierto, en la oscuridad de una tierra sin una sola luz en cientos de kilómetros a la redonda, se tenía la impresión de que las estrellas descendían hasta casi rozar la arena, y Gacel extendía a menudo la mano como si realmente pudiera tocar con las puntas de sus dedos las parpadeantes luces. Dejaba pasar así un largo rato, a solas con sus pensamientos, y descendía luego sin prisas para echar una última ojeada al ganado y al campamento y retirarse a descansar al comprobar que, ni hienas hambrientas, ni astutos chacales amenazaban su pequeño mundo. A la puerta de su tienda, la mayor y más confortable del campamento, se detenía unos instantes a escuchar. Si el viento no había comenzado aún a llorar, el silencio llegaba a ser tan denso, que incluso hacía daño en los oídos. Gacel amaba ese silencio. Cada amanecer el anciano Suílem o uno de sus nietos ensillaba el dromedario predilecto de su amo, el «inmouchar» Gacel, y lo dejaba esperando a la puerta de su tienda. Cada amanecer, el targuí tomaba su rifle, subía a lomos de su blanco mehari de largas patas y se alejaba hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales en busca de la caza. Gacel amaba a su dromedario todo cuanto un hombre del desierto es capaz de amar a un animal del que tan a menudo depende su vida, y secretamente, cuando nadie podía oírle, le hablaba en voz alta como si entendiera, llamándole «R.Orab, el Cuervo», burlándose de su blanquísimo pelo que se confundía a menudo con la arena convirtiéndole en invisible cuando tenía una alta duna a sus espaldas. No existía mehari más veloz ni resistente a este lado de Tamanrasset, y un rico comerciante, dueño de una caravana de más de trescientos animales, ofreció cambiárselo por cinco de los que él quisiera elegir, pero no aceptó. Gacel sabía que si algún día, por cualquier razón, algo le ocurría en una de sus solitarias andanzas, «R.Orab» sería el único camello de este mundo capaz de llevarle de regreso al campamento en la más oscura noche. Con frecuencia solía dormirse, mecido por su balanceo y vencido por el cansancio, y más de una vez su familia lo recogió a la entrada de su «jaima» metiéndole en la cama. Los «franceses» aseguraban que los camellos eran animales estúpidos, crueles y vengativos que tan sólo obedecían a gritos y golpes, pero un auténtico «imohag» sabia que un buen dromedario del desierto, en especial un mehari pura sangre, cuidado y enseñado, podía llegar a ser tan inteligente y fiel como un perro y, desde luego, mil veces más útil en la tierra de la arena y el viento. Los franceses trataban a todos los dromedarios por igual en todas las épocas del año, sin comprender que en sus meses de celo las bestias se volvían irritables y peligrosas, en especial si el calor aumentaba con los vientos del Este, y por eso los franceses nunca fueron buenos jinetes del desierto, y jamás pudieron dominar a los tuareg, que en los tiempos de luchas y algaradas, les derrotaron siempre, pese a su mayor número y su mejor armamento. Luego, los franceses dominaron los oasis y los pozos, fortificaron con sus cañones y sus ametralladoras los escasos puntos de agua de la llanura, y los jinetes libres e indomables, los «Hijos del Viento», tuvieron que rendirse a lo que, desde el comienzo de los siglos, había sido su enemigo: la sed. Pero los franceses no se sentían orgullosos por haber vencido al «Pueblo del Velo», porque, en realidad, no llegaron a derrotarlo en guerra abierta, y ni sus negros senegaleses, ni sus camiones, ni aun sus tanques, fueron de utilidad en un desierto que los tuareg y sus meharis dominaban, de punta a punta. Los tuareg eran pocos y dispersos, mientras los soldados llegaban de la metrópoli o las colonias como nubes de langosta, hasta que amaneció un día en que ni un camello ni un hombre, ni una mujer, ni un niño pudo beber en el Sáhara, sin permiso de Francia. Ese día, los «imohag», cansados de ver morir a sus familias, depusieron las armas. Desde ese momento fueron un pueblo condenado al olvido; una «nación» que no tenía razón alguna de existir puesto que las razones de esa existencia: la guerra y la libertad, habían desaparecido. Aún quedaban familias dispersas, como la de Gacel, perdidas en confines del desierto, pero ya no estaban compuestas por grupos de guerreros orgullosos y altivos, sino por hombres que continuaban rebelándose interiormente, sabiendo a ciencia cierta que jamás volverían a ser el temido «Pueblo del Velo», «de la Espada» o «de la Lanza». Sin embargo, los «imohag» continuaban siendo dueños del desierto, desde la «hamada» al «erg» o a las altas montañas batidas por el viento, pues el verdadero desierto no eran los pozos en él desperdigados, sino los miles de kilómetros cuadrados que los circundaban, y lejos del agua no existían franceses, «áscaris» senegaleses, ni aun beduinos, pues estos últimos, conocedores también de las arenas y los pedregales, transitaban tan sólo por las pistas, de pozo a pozo, de pueblo a pueblo, temerosos de las grandes extensiones desconocidas. Únicamente los tuareg, y en especial los tuareg solitarios, afrontaban sin miedo a la «tierra vacía», aquella que no era más que una mancha blanca en los mapas, donde la temperatura hacía hervir la sangre en los mediodías calurosos, no crecía ni el más leñoso de los arbustos, e incluso las aves migradoras las esquivaban en sus vuelos a cientos de metros de altura. Gacel había atravesado dos veces en su vida una de esas manchas de «tierra vacía». La primera fue un reto cuando quiso demostrar que era un digno descendiente del legendario Turki, y la segunda, ya hombre, cuando quiso demostrarse a sí mismo que seguía siendo digno de aquel Gacel capaz de arriesgar la vida en sus años mozos. El infierno de sol y calor; el horno desolado y enloquecedor, ejercían una extraña fascinación sobre Gacel; fascinación que nació una noche, muchos años atrás, cuando al amor de la lumbre oyó hablar por primera vez de «la gran caravana» y sus setecientos hombres y dos mil camellos tragados por una «mancha blanca» sin que ni uno solo de esos hombres o bestias regresara jamás. Se dirigía de Gao a Trípoli y estaba considerada como la mayor caravana que los ricos mercaderes «haussas» organizaron nunca, guiada por los más expertos conocedores del desierto, transportando a lomos de elegidos meharis una auténtica fortuna en marfil, ébano, oro y piedras preciosas. Un lejano tío de Gacel, del que él llevaba el nombre, la custodiaba con sus hombres, y también se perdió para siempre, como si jamás hubieran existido; como si hubiera sido sólo un sueño. Muchos fueron los que en los años siguientes se lanzaron a la loca aventura de reencontrar sus huellas con la vana esperanza de apoderarse de unas riquezas que, según la ley no escrita, pertenecían a quien fuera capaz de arrebatárselas a las arenas, pero las arenas guardaron bien su secreto. La arena era capaz, por sí sola, de ahogar bajo su manto ciudades, fortalezas, oasis, hombres y camellos, y debió llegar, violenta e inesperada, transportada en brazos de su aliado, el viento, para abatirse sobre los viajeros, atraparlos y convertirlos en una duna más entre los millones de dunas del «erg». Cuántos murieron después persiguiendo el sueño de la mística caravana perdida, nadie podía decirlo, y los ancianos no se cansaban de rogar a los jóvenes que desistieran en tan loco intento: «— Lo que el desierto quiere para sí, es del desierto — decían—. Alá proteja al que trate de arrebatarle su presa…» Gacel ambicionaba tan sólo desvelar su misterio; la razón por la que tantas bestias y tantos hombres desaparecieron sin dejar rastro, y cuando se encontró por primera vez en el corazón de una de las «tierras vacías», lo comprendió, pues se podría pensar que no setecientos, sino siete millones de seres humanos se diluirían fácilmente en aquel abismo horizontal del que lo extraño era que alguien, no importaba quien, saliera con vida. Gacel salió. Por dos veces. Pero «imohags» como él no había muchos y por ello el «Pueblo del Velo» respetaba a Gacel «el Cazador, inmouchar» solitario que dominaba territorios que ningún otro pretendió nunca dominar. Aparecieron ante su «jaima» una mañana. El anciano se encontraba en las puertas mismas de la muerte y el joven, que le había transportado a hombros los dos últimos días, apenas pudo susurrar unas palabras antes de caer sin sentido. Ordenó que acondicionaran para ellos la mejor de las tiendas y sus esclavos y sus hijos los atendieron día y noche en una desesperada batalla por conseguir, contra toda lógica, que continuasen en el mundo de los vivos. Sin camellos, sin agua, sin guías, y no perteneciendo a una raza del desierto parecía un milagro de los Cielos que hubieran logrado sobrevivir al pesado y denso «sirocco» de los últimos días. Llevaban, por lo que pudo comprender, más de una semana vagando sin rumbo por entre las dunas y los pedregales, y no supieron decir de dónde venían, quiénes eran, ni hacia dónde se encaminaban. Era como si hubieran caído de pronto en una de aquellas estrellas fugitivas y Gacel los visitó mañana y tarde, intrigado por su aspecto de hombres de ciudad, sus ropas, tan inadecuadas para recorrer el desierto, y las incomprensibles frases que pronunciaban entre sueños en un árabe, tan puro, y educado, que el targuí no conseguía apenas descifrar. Por fin, al atardecer del tercer día, encontró despierto al más joven, que inmediatamente quiso saber si se encontraban muy lejos aún de la frontera. Gacel le miró con sorpresa: — ¿Frontera? — repitió—. ¿Qué frontera? El desierto no tiene fronteras… Al menos, ninguna que yo conozca. — Sin embargo — insistió el otro—, tiene que existir una frontera. Está por aquí, en alguna parte… — Los franceses no necesitan fronteras. — Le hizo notar—. Dominan el Sáhara de punta a punta. El desconocido se irguió sobre el codo y le observó con asombro. — ¿Franceses? — inquirió—. Los franceses se fueron hace años… Ahora somos independientes — añadió—. El desierto está formado por países libres e independientes. ¿Es que no lo sabías? Gacel meditó unos instantes. Alguien, alguna vez, le había hablado de que, muy al Norte, se estaba librando una guerra en la que los árabes pretendían sacudirse el yugo de los «rumis», pero no prestó atención al hecho, pues esa guerra venía librándose desde que su abuelo tenía memoria. Para él ser independiente era vagar a solas por su territorio y nadie se había molestado en venir a comunicarle que pertenecía a un nuevo país. Negó con un gesto: — No. No lo sabía — admitió confuso—. Ni sabía tampoco que existiera una frontera. ¿Quién es capaz de trazar una frontera en el desierto? — ¿Quién evita que el viento lleve la arena de un lado a otro? ¿Quién impedirá que los hombres la atraviesen…? — Los soldados. Le miró con asombro. — ¿Soldados? No hay suficientes soldados en el mundo para proteger una frontera en el desierto… Y los soldados le temen. — Sonrió levemente bajo el velo que le ocultaba el rostro que jamás descubría cuando se encontraba ante extraños—. Únicamente nosotros, los «imohag», no tememos al desierto. Aquí, los soldados son como agua derramada: la arena se los traga. El joven quiso decir algo, pero el targuí advirtió que se encontraba fatigado, y le obligó a recostarse en los almohadones: — No te esfuerces — rogó—. Estás débil. Mañana hablaremos, y quizá tu amigo se encuentre mejor. — Se volvió a mirar al anciano, y por primera vez advirtió que no debía ser tan viejo como había imaginado en un principio, aunque sus cabellos eran blancos y ralos, y su rostro aparecía surcado de profundas arrugas—. ¿Quién es? — inquirió. El otro dudó unos instantes. Cerró los ojos y musitó quedamente: — Un sabio. Investiga la historia de nuestros antepasados más remotos. Nos dirigíamos a Dajbadel cuando nuestro camión se averió. — Dajbadel está muy lejos… — le hizo notar Gacel, pero se había sumido en un sueño profundo—. Muy, muy lejos hacia el Sur… Nunca llegué hasta allí. Salió sin hacer ruido, y ya al aire libre experimentó una sensación de vacío en el estómago; como un presentimiento que nunca antes le había asaltado. Algo en aquellos dos hombres aparentemente inofensivos, le inquietaba. No iban armados ni su aspecto hacía temer peligro alguno, pero un hálito de miedo flotaba en torno suyo, y era miedo el que él percibía. — …«Investiga la historia de nuestros antepasados…» — había dicho el joven, pero el rostro del otro aparecía marcado por huellas de un sufrimiento tan profundo, que no podían haberse dibujado tan sólo en una semana de hambre y sed en el desierto. Miró a la noche que llegaba y trató de buscar en ella respuesta a sus preguntas. Su espíritu de targuí y las milenarias tradiciones del desierto, le gritaban que había obrado correctamente al acoger su techo a los viajeros, pues el sentido de la hospitalidad constituía el primer mandamiento de la ley no escrita en los «imohag», pero su instinto de hombre acostumbrado a guiarse por los presentimientos, y el sexto sentido que le había librado tantas veces de la muerte, le susurraban que estaba corriendo un gran riesgo, y los recién llegados ponían en peligro la paz que tanto esfuerzo le había costado conseguir. Laila surgió a su lado, y sus ojos se alegraron ante la dulce presencia y la portentosa belleza adolescente de la mujer-niña de piel oscura a la que había convertido en su esposa aun en contra de la opinión de los ancianos, que no veían correcto que un «inmouchar» de tan noble alcurnia se uniese legalmente a un miembro de la despreciable casta de los esclavos «akli». Ella tomó asiento a su lado le miró de frente con sus inmensos ojos negros, siempre llenos de vida y de reflejos escondidos, e inquirió suavemente: — Te preocupan esos hombres, ¿no es cierto? — No ellos… — replicó pensativo—. Sino algo que los acompaña como una sombra o un olor. — Vienen de lejos. Y todo lo que viene de lejos te perturba, porque mi abuela predijo que no morirías en el desierto. — Extendió la mano tímidamente hasta rozar la suya—. Mi abuela se equivocaba con frecuencia — añadió—. Cuando nací, me auguró un tétrico futuro, y, sin embargo, me casé con un noble, casi un príncipe. Sonrió con ternura: — Recuerdo cuando naciste — dijo—. No puede hacer mucho más de quince años… Tu futuro aún no ha comenzado… Le apenó haberla entristecido, porque la amaba, y aunque un «imohag» no debía mostrarse demasiado tierno con las mujeres, era la madre del último de sus hijos, por lo que abrió a su vez la mano para tomar la de ella. — Tal vez tengas razón y la vieja Khaltoum se equivocara — señaló—. Nadie puede obligarme a abandonar el desierto y morir lejos. Permanecieron largo rato contemplando en silencio la noche, y advirtió que la sensación de paz le invadía nuevamente. Cierto era que la negra Khaltoum predijo con un año de anticipación la enfermedad que llevaría a su padre a la tumba, y predijo también la gran sequía que agotó los pozos, dejó sin una brizna de hierba el desierto y mató de sed a cientos de animales acostumbrados desde siempre a la sed y la sequía, pero cierto era, también, que, con frecuencia, la vieja esclava hablaba por hablar, y sus visiones parecían más fruto de su mente senil, que auténticas premoniciones. — ¿Qué existe al otro lado del desierto? — inquirió Laila al cabo de ese largo silencio—. Nunca fui más allá de las montañas de Huaila. — Gente — fue la respuesta—. Mucha gente. Gacel meditó recordando su experiencia en El-Akab y los oasis del Norte, y movió la cabeza negativamente—. Les gusta amontonarse en espacios diminutos o en casas estrechas y malolientes, gritando y alborotando sin razón, robándose y engañándose como bestias que no saben vivir más que en manada. — ¿Por qué…? Hubiera querido dar una respuesta porque le enorgullecía la admiración que Laila sentía por él, pero no conocía esa respuesta. El era un «imohag» nacido y criado en la soledad de los grandes espacios vacíos, y en su mente, por más que lo intentara, no cabía la idea del hacinamiento, y el voluntario gregarismo a que parecían tan aficionados los hombres y mujeres de otras tribus. Gacel acogía con gusto a los visitantes y amaba reunirse en torno a la hoguera, a contar viejas historias y comentar las pequeñas incidencias de la vida cotidiana, pero luego, cuando las brasas se consumían y el negro camello que transportaba a lomos el sueño, cruzaba silencioso e invisible el campamento, cada cual se apartaba a su distante tienda, a vivir su vida a solas, a respirar profundo, a gozar del silencio. En el Sáhara cada hombre tenía el tiempo, la paz, y la atmósfera necesarios para encontrarse a sí mismo, mirar hacia la lejanía o hacia su interior, estudiar la Naturaleza que le rodeaba, y meditar sobre cuanto no conocía más que a través de los libros sagrados. Pero allá, en las ciudades, en los pueblos, e incluso en los minúsculos villorrios beréberes, no había paz, ni tiempo, ni espacio, y todo era un aturdirse con ruidos y problemas ajenos; con voces y riñas de extraños, y se tenía la impresión de que resultaba mucho más importante lo que le ocurriera a los demás, que lo que pudiera ocurrirle a uno mismo. — No lo sé… — admitió al fin de mala gana—. Nunca pude descubrir por qué les gusta actuar de ese modo, amontonarse, y vivir pendientes los unos de los otros. No lo sé… — repitió. Y tampoco encontré a nadie que lo supiera con exactitud. La muchacha le observó largo rato, quizás asombrada que el hombre que constituía su vida y del que había aprendido cuanto valía la pena saberse, no tuviera respuesta a una de sus preguntas. Desde que tenía uso de razón, Gacel lo había sido todo para ella: primero el dueño al que una niña de la raza esclava de los «akli» contemplaba como a un ser casi divino, amo absoluto de su vida y sus pertenencias; amo también de la vida de sus padres, sus hermanos, sus animales y cuanto existía sobre la faz de su universo. Luego fue el hombre que algún día, cuando llegara a la pubertad y tuviera su primera regla, la convertiría en mujer, la llamaría a su tienda, y la poseería haciéndola gemir de placer como oía por las noches, cuando soplaba el viento del Oeste, que gemían sus otras esclavas, y por fin fue el amante que la transportó en volandas al paraíso, su auténtico dueño, más dueño aún que cuando fue amo, pues ahora poseía también su alma, sus pensamientos, sus deseos y hasta el más escondido y olvidado de sus instintos. Tardó en hablar, y cuando quiso hacerlo, se vio interrumpido por la presencia del mayor de los hijos de su esposo, que acudía corriendo desde la más alejada de las «sheribas». — La camella va a parir, padre — dijo—. Y los chacales rondan… Comprendió que los fantasmas de sus temores cobraban cuerpo cuando distinguió en el horizonte la columna de polvo que se alzaba, quedando largo rato suspendida en el cielo, inmóvil, pues ni un soplo de viento se deslizaba sobre el mediodía de la llanura. Los vehículos, pues vehículos mecánicos tenían que ser por la velocidad a que avanzaban, dejaban tras sí una sucia huella de humo y tierra en el límpido aire del desierto. Luego fue el tenue zumbido de sus motores, que rugieron más tarde, espantando a las torcaces, los fenec y las culebras, para acabar con un chirriar de frenos, voces destempladas y órdenes violentas cuando se detuvieron arrastrando consigo el polvo y la suciedad, a no más de quince metros del campamento. Toda muestra de vida y movimiento se había detenido al verlos. Los ojos del targuí, de su esposa, sus hijos, sus esclavos e incluso sus animales, se hallaban prendidos en la columna de polvo y en el pardo oscuro de los monstruos mecánicos, y chiquillos y bestias retrocedieron atemorizados, mientras las esclavas corrían a esconderse en lo más profundo de las tiendas, lejos de la vista de extraños. Avanzó despacio, se cubrió el rostro con el velo distintivo de su condición de noble «imohag» respetuoso de sus tradiciones, y se detuvo a mitad de camino entre los recién llegados y la mayor de sus «jaimas» como queriendo indicar, sin palabras, que no debían avanzar mientras él no diera su permiso y los acogiera como huéspedes. Lo primero que advirtió fue el gris sucio de los uniformes cubiertos de sudor y polvo, la agresividad metálica de los fusiles y ametralladoras, y el crudo olor a botas y correajes. Luego, su vista recayó, con extrañeza, sobre el hombre alto de «jaique» azul y revuelto turbante. Reconoció en él a Mubarrak-ben-Sad, «imohag» perteneciente al «Pueblo de la Lanza», uno de los más hábiles y concienzudos rastreadores del desierto, casi tan famoso en la región como el mismísimo Gacel Sayah, «el Cazador». — «Metulem, metulem» — saludó. — «Aselam aleikum» — replicó Mubarrak—. Buscamos a dos hombres… Dos extraños… — Son mis huéspedes — replicó con calma—, y se encuentran enfermos. El oficial que parecía comandar la tropa avanzó unos pasos. Sus estrellas brillaban en la bocamanga cuando hizo ademán de apartar al targuí, pero éste le detuvo con un gesto, cortando el paso hacia el campamento. — Son mis huéspedes — repitió. El otro le observó con extrañeza, como si no supiera a qué se estaba refiriendo, y Gacel advirtió de inmediato que no era un hombre del desierto; que sus gestos y su forma de mirar hablaban de mundos y ciudades lejanas. Se volvió a Mubarrak y éste comprendió porque desvió la vista hacia el oficial. — La hospitalidad es sagrada entre nosotros — indicó—. Una ley más antigua que el Corán. El militar de las estrellas en la bocamanga permaneció unos instantes indeciso, casi incrédulo ante lo absurdo de la explicación y se dispuso a continuar su camino. — Yo represento la ley aquí — dijo tajante—. Y no existe otra. Ya había pasado cuando Gacel lo aferró por el antebrazo, con fuerza, y le obligó a volverse y mirarle a los ojos. — La tradición tiene mil años y tú apenas cincuenta — musitó mordiendo las palabras—. ¡Deja en paz a mis huéspedes! A un gesto del militar los cerrojos de diez fusiles resonaron, el targuí advirtió que las bocas de las armas le apuntaban al pecho y comprendió que toda resistencia resultaría inútil. El oficial apartó con un gesto brusco la mano que aún le sujetaba y desenfundando la pistola que colgaba a su cintura, continuó su camino hacia la mayor de las tiendas. Desapareció en ella y un minuto después se escuchó una detonación, seca y amarga. Salió e hizo un gesto a dos soldados que corrieron tras él. Cuando reaparecieron, arrastraban entre ambos al anciano que agitaba la cabeza y lloraba mansamente como si hubiese despertado de un largo y dulce sueño a una dura realidad. Pasaron ante Gacel y subieron a los camiones. Desde la cabina, el oficial le observó con severidad y dudó unos instantes. Gacel temió que la profecía de la vieja Khaltoum no fuera a cumplirse y lo mataran allí mismo, en el corazón de la llanura, pero al fin el otro hizo un gesto al conductor, y los camiones se alejaron por donde habían venido. Mubarrak, el «imohag» del «Pueblo de la Lanza», saltó al último vehículo y sus ojos permanecieron fijos en los del targuí hasta que la columna de polvo lo ocultó. Le bastaron esos instantes para captar cuanto pasaba por la mente de Gacel y sintió miedo. No era bueno humillar a un «inmouchar» del «Pueblo del Velo» y lo sabía. No era bueno humillarlo y dejarlo con vida. Pero tampoco hubiera sido bueno asesinarlo, y desencadenar una guerra entre tribus hermanas. Gacel Sayah tenía amigos y parientes que hubieran tenido que lanzarse a la lucha; a vengar con sangre la sangre de quien tan sólo había intentado hacer respetar las viejas leyes del desierto. Por su parte, Gacel permaneció muy quieto, observando el convoy que se alejaba, hasta que el polvo y el ruido se perdieron por completo en la distancia. Luego, despacio, se encaminó a la «jaima» grande ante la que se arremolinaban ya sus hijos, su esposa y sus esclavos. No necesitó entrar para saber de antemano lo que iba a encontrar. El hombre joven aparecía en el mismo punto en que lo dejara tras su última charla, con los ojos cerrados, atrapado en el sueño por la muerte. Tan sólo un pequeño círculo rojo en la frente le hacía parecer distinto. Lo observó con pena y rabia un largo instante, y luego llamó a Suílem. — Entiérralo — pidió—. Y prepara mi camello. Por primera vez en su vida Suílem no cumplió la orden de su amo, y una hora después entró en la tienda y se arrojó a sus pies tratando de besarle las sandalias. — ¡No lo hagas! — suplicó—. Nada conseguirás. Gacel apartó el pie con desagrado. — ¿Crees que debo consentir semejante ofensa? — inquirió con voz ronca—. ¿Crees que seguiría viviendo en paz conmigo mismo, tras haber permitido que asesinen a uno de mis huéspedes y se lleven a otro? — ¿Qué otra cosa podías hacer…? — protestó—. Te hubieran matado. — Lo sé. Pero ahora puedo vengar la afrenta. — ¿Y qué obtendrás con ello? — inquirió el negro—. ¿Devolverás la vida al muerto? — No. Pero les recordaré que no se puede ofender a un «imohag» impunemente. Esa es la diferencia entre los de tu raza y la mía, Suílem. Los «akli» admitís las ofensas y la opresión y os sentís satisfechos siendo esclavos. Lo lleváis en la sangre, de padres a hijos, de generación en generación. Y siempre seréis esclavos. — Hizo una pausa y acarició pensativo el largo sable que había extraído del arcón donde guardaba sus más preciadas pertenencias—. Pero nosotros, los tuareg, somos una raza libre y guerrera, que se mantuvo así porque jamás consintió una humillación ni una afrenta. — Agitó la cabeza—. Y no es hora de cambiar. — Pero ellos son muchos — protestó—. Y poderosos. — Es cierto — admitió el targuí—. Y así debe ser. Sólo el cobarde se enfrenta a quien sabe más débil que él, porque la victoria jamás le ennoblecerá. Y sólo el estúpido lucha por su igual, porque en ese caso tan sólo un golpe de suerte decidirá la batalla. El «imohag», el auténtico guerrero de mi raza, debe enfrentarse siempre a quien sabe más poderoso, porque si la victoria le sonríe, su esfuerzo se verá mil veces compensado y podrá seguir su camino orgulloso de sí mismo. — ¿Y si te matan? ¿Qué será de nosotros? — Si me matan, mi camello galopará directamente al Paraíso que Alá pro mete, porque escrito está que quien muere en una batalla justa tiene asegurada la Eternidad. — Pero no has contestado a mi pregunta — insistió el negro—. ¿Qué será de nosotros? ¿De tus hijos, tu esposa, tu ganado y tus sirvientes? Su gesto fue fatalista. — ¿Acaso he demostrado que puedo defenderlos? — inquirió—. Si consiento que maten a uno de mis huéspedes, ¿no tendré que consentir que violen y asesinen a mi familia? — Se inclinó y con un gesto firme le obligó a ponerse en pie. Ve y prepara mi camello y mis armas — pidió—. Me iré al amanecer. Luego te ocuparás de levantar el Campamento y llevar a mi familia lejos, al «guelta» del Huaila, allí donde murió mi primera esposa. El amanecer llegó precedido por el viento. Siempre el viento anunciaba el alba en la llanura y su ulular en la noche parecía convertirse en llanto amargo una hora antes de que el primer rayo de luz hiciera su aparición en el cielo, más allá de las rocosas laderas del Huaila. Escuchó con los ojos abiertos, contemplando el techo de su «jaima» con sus rayas tan conocidas y creyó estar viendo los matojos corriendo sueltos sobre la arena y las rocas, siempre con prisa, siempre queriendo encontrar un lugar al que aferrarse, un hogar definitivo que les acogiese y les librase de aquel eterno vagar sin destino de un lado a otro de África. Con la lechosa luz del alba, filtrada por millones de diminutos granos de polvo en suspensión, los matojos surgían de la nada como fantasmas que quisieran lanzarse sobre hombres y bestias, para perderse luego — tal como habían llegado en la infinita nada del desierto sin fronteras. «Debe existir una frontera en alguna parte. Estoy seguro…», había dicho con un tono de desesperada ansiedad, y ahora estaba muerto. A Gacel nunca nadie le habló antes de fronteras porque nunca existieron entre los confines del Sáhara. «¿Qué frontera detendría a la arena o al viento?» Volvió el rostro hacia la noche y trató de comprender, pero no pudo. Aquellos hombres no eran criminales, pero a uno lo habían enterrado, y al otro se lo habían llevado nadie sabía adónde. No se podía asesinar a nadie tan fríamente, por grande que fuera su delito. Y menos aún, mientras dormía bajo la protección y el techo de un «inmouchar». Algo extraño rodeaba aquella historia, pero Gacel no acertaba a averiguar qué, y tan sólo una cosa quedaba clara: la más antigua ley del desierto se había quebrantado y eso era algo que un «imohag» no podía aceptar. Recordó a la vieja Khaltoum y una mano helada — el miedo se le posó en la nuca. Luego bajó el rostro hacia los abiertos ojos de Laila que brillaban insomnes en la penumbra reflejando los últimos rescoldos de la hoguera y sintió pena por ella; por sus quince años mal cumplidos y lo vacías que quedarían sus noches cuando se fuera. Y también sintió pena de sí mismo; de lo vacías que quedarían sus noches cuando ella no estuviera a su lado. Le acarició el cabello y advirtió que agradecía el gesto como un animal abriendo aún más sus grandes ojos de gacela asustada. — ¿Cuándo volverás? — musitó más como súplica que como pregunta. Negó con la cabeza: — No lo sé — admitió—. Cuando haya hecho justicia. — ¿Qué significaban esos hombres para ti…? — Nada — confesó—. Nada hasta ayer. Pero no se trata de ellos. Se trata de mí mismo. Tú no lo entiendes. Laila lo entendía, pero no protestó. Se limitó a apretujarse aún más contra él como buscando su fuerza o su calor, y extendió las manos en un último intento de retenerle cuando él se puso en pie y se encaminó a la salida. Fuera, el viento continuaba llorando mansamente. Hacía frío y se arrebujó en su «jaique» mientras un temblor inevitable le ascendía por la espalda, nunca supo si por el frío o por el espantoso vacío de la noche que se abría ante él. Era como sumergirse en un mar de tinta negra, y apenas lo había hecho cuando Suílem surgió de las tinieblas y le tendió las riendas de «R.Orab». — Suerte, amo — dijo, y desapareció como si no hubiera existido. Obligó a la bestia a arrodillarse, trepó a su lomo, y con el talón la golpeó levemente en el cuello: — ¡Shiaaaaa…! — ordenó—. ¡Vamos! El animal lanzó un berrido malhumorado, se irguió pesadamente, y quedó muy quieto, sobre sus cuatro patas, de cara al viento, esperando. El targuí le orientó hacia el Noroeste y clavó de nuevo el talón con más ímpetu para que iniciara la marcha. A la entrada de la «jaima» se recortó una sombra más densa que el resto de las sombras. más oscura. Los ojos de Laila brillaron nuevamente en la noche mientras jinete y montura desaparecían como empujados por el viento y los matojos. Ese viento sollozaba cada vez con más fuerza, sabiendo que pronto la luz del sol vendría a calmarle. Aún el día no era ni siquiera aquella penumbra lechosa que le permitía distinguir apenas la cabeza de su camello, pero Gacel no necesitaba más. Sabía que no existía obstáculo alguno ante él en cientos de kilómetros a la redonda, y su instinto de hombre del desierto, y su capacidad de orientarse incluso con los ojos cerrados, le marcaban el rumbo aun en la más espesa noche. Esa era una virtud que únicamente él, y los que como él habían nacido y se habían criado en las arenas, poseían. Como las palomas mensajeras, como las aves migradoras o las ballenas en lo más profundo de los océanos, el targuí sabía siempre dónde se encontraba y hacia dónde se dirigía, como si una viejísima glándula, atrofiada en el resto de los seres humanos, se hubiera mantenido activa y eficiente únicamente en ellos. Norte, Sur, Este y Oeste; pozos, oasis, caminos, montañas, «tierras vacías», ríos de dunas, planicies rocosas… Todo el universo de las inmensidades saharianas parecía reflejarse como un eco en el fondo del cerebro de Gacel, sin él saberlo, sin tomar plena conciencia de ello. El sol le sorprendió a lomos de su mehari, y fue ascendiendo sobre su cabeza, cada vez más poderoso, acallando al viento, aplastando la tierra, aquietando a la arena y los matojos que no corrían ya de un lado a otro; sacando de sus cuevas a los lagartos, y dejando en tierra a los pájaros, que ni a volar se atrevían cuando alcanzó al fin su cenit. El targuí detuvo entonces su montura, la obligó a arrodillarse, y clavó en tierra su larga espada y su viejo fusil, que sirvieron de soporte, junto a la cruz de la silla, a un tosco y diminuto techo de gruesa tela. Se refugió a su sombra, apoyó la cabeza en el blanco lomo del mehari y se quedó dormido. Le despertó, palpitando en las aletas de la nariz, el más ansiado de los olores del desierto. Abrió los ojos y permaneció muy quieto, aspirando el aire, sin querer mirar hacia el cielo, temeroso de que todo fuera un sueño, pero cuando al fin giró la cabeza hacia el Oeste, la vio allá, cubriendo el horizonte, grande, oscura, prometedora y llena de vida, distinta a aquellas otras blancas, altas y como mendicantes, que de tanto en tanto llegaban del Norte para perderse de vista sin aventurar la más vana esperanza de lluvia. Aquella nube gris, baja y esplendorosa, parecía ocultar en su seno todos los tesoros de agua del universo, y era, probablemente, la más hermosa que Gacel hubiera alcanzado a ver en los quince últimos años, quizá desde la gran tormenta que precedió al nacimiento de Laila; la que había hecho que su abuela le predijera un tétrico futuro porque en aquella ocasión el agua ansiada se convirtió en riada que arrastró «jaimas» y animales, destrozó cultivos y ahogó una camella. «R.Orab» se agitó inquieto. Giró su largo cuello y orientó el hocico ansioso hacia la cortina de agua que avanzaba descomponiendo la luz y transformando el paisaje. Barritó suavemente y de su garganta nació un ronroneo de enorme gato satisfecho. Gacel se puso lentamente en pie, le despojó de la montura, y se despojó a su vez de la ropa que extendió cuidadosamente sobre matojos para que recibieran toda el agua posible. Luego, descalzo y desnudo, aguardó en pie a que las primeras gotas salpicaran la arena y la tierra, cubriendo de cicatrices, como de viruela, el rostro del desierto, para llegar luego el agua en oleadas, embriagando sus sentidos al escuchar el dulce repiqueteo que se tornaba en estruendo, sentir sobre la piel la tibia caricia, gustar en la boca la frescura limpia y clara y aspirar el ansiado perfume de la tierra empapada, de la que se elevaba un vaho denso y turbador. Allí estaba al fin la unión maravillosa y fecunda, y pronto, con el sol de aquella misma tarde, la dormida semilla del «acheb» despertaría violenta, cubriría la llanura de verde, y transformaría el árido paisaje en la más hermosa de las regiones, floreciendo apenas unos días para sumergirse luego en un nuevo y largo sueño hasta la próxima tormenta que tal vez tardara otros quince años en llegar. Era hermoso el «acheb» libre y salvaje; incapaz de nacer en tierra cultivada, ni junto al pozo, ni bajo la mano cuidadosa del campesino que lo regaba día a día, como el espíritu del pueblo de los tuareg, el único capaz de permanecer, siglo tras siglo, pegado a unos arenales y un pedregal al que el resto de los humanos había renunciado desde siempre. El agua empapó su cabello y desprendió de su cuerpo mugre de meses y aun de años. Se frotó con las uñas, y buscó una piedra plana y porosa con la que se restregó el cuerpo viendo cómo iban quedando en su piel marcas más claras a medida que la costra de tierra, sudor y polvo se iba desprendiendo y el agua corría azul, casi añil, hacia sus pies, pues el grosero tinte de sus ropas había ido impregnando con el tiempo cada centímetro de su cuerpo. Dos largas horas permaneció bajo la lluvia, feliz y tiritando, luchando consigo mismo por no volver grupas y regresar a casa, a aprovechar el agua, plantar cebada, esperar la cosecha y disfrutar junto a los suyos de aquel don maravilloso que Alá había querido enviarle quizá como un aviso de que debía quedarse allí, en lo que era su mundo, y olvidar una afrenta que ni todo el agua de aquella inmensa nube podría lavar. Pero Gacel era un targuí; quizá, por desgracia, el último de los auténticos tuareg de la llanura, y tenía por ello plena conciencia de que jamás olvidaría que un hombre indefenso había sido asesinado bajo su techo, y otro, su huésped, le había sido arrebatado por la fuerza. Por eso, cuando la nube se alejó hacia el Sur y el sol de la tarde secó su cuerpo y sus ropas, se vistió de nuevo, ensilló su montura, y reemprendió el camino dando por primera vez la espalda al agua y a la lluvia; a la vida y a la esperanza; a algo que tan sólo una semana atrás, sólo dos días, hubiera colmado de gozo su corazón y el de los suyos. Al anochecer buscó una duna pequeña y cavó un hueco apartando la arena húmeda aún, para arrebujarse a dormir casi cubierto por la arena seca, pues sabía que, tras la lluvia, el amanecer traería el frío a la llanura y el viento transformaría en escarcha helada las gotas de agua que aún se mantenían sobre las piedras y los matojos. más de cincuenta grados de diferencia podían existir en el desierto entre la máxima temperatura del mediodía y la mínima en la hora que precedía al alba, y Gacel sabía por experiencia que aquel frío traidor lograba meterse en los huesos del viajero inconsciente, lo enfermaba y hacía luego que durante días las articulaciones de su cuerpo permanecieran como anquilosadas y doloridas, negándose a responder con presteza al mandato de la mente. Tres cazadores habían aparecido congelados en los pedregales de las estribaciones del Huaila y Gacel recordaba aún sus cadáveres, apretujados los unos contra los otros, fundidos por la muerte en aquel frío invierno en que la tuberculosis se llevó también a su pequeño Bisrha. Parecían sonreír y luego, el sol secó sus cuerpos, deshidratándolos y proporcionando un macabro aspecto a sus pieles apergaminadas y sus dientes brillantes. Dura tierra aquella en la que un hombre podía morir de calor o de frío en el término de unas horas, y en la que una camella buscaba agua inútilmente durante días, para perecer ahogada de improviso una mañana. Dura tierra y, sin embargo, Gacel no concebía la existencia en ningún otro lugar, ni hubiera cambiado su sed, su calor y su frío en la planicie sin fronteras por las comodidades de cualquier otro mundo limitado y sin horizontes, y cada día, durante cada una de sus oraciones, cara al Este, a La Meca, daba gracias a Alá por permitirle vivir donde vivía y pertenecer a la bendita raza de los hombres del velo, la lanza o la espada. Se durmió necesitando a Laila, y al despertar el duro cuerpo de mujer que apretaba en sus sueños se había convertido en suave arena que se escurría entre sus dedos. Lloraba el viento en la hora del cazador. Contempló las estrellas que le dijeron cuánto faltaba aún para que la luz las borrara del firmamento, llamó a la noche y le respondió el suave barritar de su mehari que ramoneaba los húmedos matojos. Lo ensilló, reemprendió la marcha y a media tarde distinguió en la distancia cinco manchas oscuras que destacaban en la planicie pedregosa, el campamento de Mubarrak-ben-Sad, el «imohag» del «Pueblo de la Lanza» que había conducido a los soldados hasta su «jaima». Rezó sus oraciones y se sentó luego sobre una lisa roca, a contemplar el ocaso, inmerso en sus negros pensamientos, pues comprendía que aquélla había de ser la última noche en que pudiera dormir en paz en esta vida. Con el amanecer tendría que abrir al fin la tapa a la «elgebira» de las guerras, las venganzas y los odios, y nunca, jamás, nadie, podía llegar a saber cuán profunda y cuán repleta se encontraba de muertes y violencia. Trató de comprender, también, los motivos que empujaron a Mubarrak a romper con la más sagrada tradición targuí, y no encontró ninguno. Era un guía del desierto; un buen guía, sin duda alguna, pero un guía targuí tenía la obligación de emplearse únicamente para conducir caravanas, rastrear caza, o acompañar a los franceses en sus extrañas expediciones en busca de recuerdos de los antepasados. Nunca, bajo ningún concepto, tenía un targuí derecho a penetrar sin permiso en el territorio de otro «imohag», y menos aún conduciendo a extranjeros incapaces de respetar las viejas tradiciones… Cuando ese amanecer Mubarrak-ben-Sad abrió los ojos, un escalofrío le recorrió la espalda, el terror que desde días atrás le asaltaba en sueños le asaltó ahora despierto, e instintivamente volvió el rostro hacia la entrada de su «sheriba», temiendo encontrar al fin lo que en verdad temía. Allí, en pie, a treinta metros de distancia, asido a la empuñadura de su larga «takuba» clavada en tierra, Gacel Sayah, noble «inmouchar» del Kel-Talgimus, le aguardaba decidido a pedirle cuentas de sus actos. Tomó a su vez su espada, y avanzó muy despacio, erguido y digno, para detenerse a cinco pasos de distancia. — «Metulem, metulem» — saludó empleando la expresión predilecta de los tuareg. No obtuvo respuesta y en realidad tampoco la esperaba. Esperaba sí, la pregunta: — ¿Por qué lo hiciste? — Me obligó el capitán del Puesto Militar de Adoras. — Nadie puede obligar a un targuí a hacer aquello que no desea… — Hace tres años que trabajo para ellos. No podía negarme. Soy guía oficial del Gobierno. — Juraste, como yo, no trabajar jamás para los franceses… — Los franceses se fueron… Ahora somos un país libre… Por segunda vez en pocos días dos personas distintas le decían lo mismo, y cayó de improviso en la cuenta de que ni el oficial ni los soldados vestían el odiado uniforme colonial. Ninguno era europeo, ni hablaba con el fuerte acento con que solían hacerlo, y en sus vehículos no ondeaba la sempiterna bandera tricolor. — Los franceses respetaron siempre nuestras tradiciones… — murmuró al fin como para sí—. ¿Por qué no se respetan ahora, si además somos libres? Mubarrak se encogió de hombros. — Los tiempos cambian… — dijo. — No para mí — fue la respuesta—. Cuando el desierto se convierta en oasis, el agua corra libremente por las «sekias» y la lluvia descargue sobre nuestras cabezas tantas veces como la necesitemos, cambiarán las costumbres de los tuareg. Nunca antes. Mubarrak conservó la calma al inquirir: — ¿Quiere decir eso que vienes a matarme? — A eso he venido. Mubarrak asintió en silencio, comprensivo, y lanzó luego una larga mirada a su alrededor; a la tierra aún húmeda y a los diminutos brotes de «acheb» que pugnaban por asomar entre las rocas y los guijarros. — Fue hermosa la lluvia — dijo. — Muy hermosa. — Pronto la llanura se cubrirá de flores, y uno de los dos no podrá verla. — Debiste pensarlo antes de llevar extraños a mi campamento. Bajo su velo, los labios de Mubarrak se movieron en una leve sonrisa: — Entonces aún no había llovido — replicó, y luego, muy despacio, desnudó su «takuba» librando el bruñido acero de la funda de cuero repujado—. Ruego porque tu muerte no desate una guerra entre tribus — añadió—. Nadie más que nosotros deberá pagar por nuestras faltas. — Que así sea — replicó Gacel inclinándose dispuesto a recibir la primera embestida. Pero ésta tardó en llegar, porque ni Mubarrak ni Gacel eran ya guerreros de espada y lanza, sino hombres de arma de fuego, y las largas «takubas» habían ido quedando reducidas, con el paso de los años, a mero objeto de adorno y ceremonia, utilizadas, en los días de fiestas, para exhibiciones incruentas en las que se buscaba más el efecto del golpe contra el escudo de cuero o la finta hábilmente esquivada, que la intención de herir. Pero ahora no estaban ya presentes los escudos, ni los espectadores dispuestos a admirar saltos y cabriolas mientras el acero lanzaba destellos, evitando, más que persiguiendo, dañar al contrario, sino que ese contrario esgrimía su arma decidido a matar para no ser muerto. ¿Cómo parar el golpe sin escudo? ¿Cómo recuperarse de un salto atrás o un tropiezo, si el rival no se sentía predispuesto a dar tiempo a tal recuperación? Se miraron tratando de descubrirse mutuamente las intenciones, girando lentamente el uno en torno al otro, mientras de las «jaimas» comenzaban a surgir hombres, mujeres y niños que les observaban en silencio, consternados, sin querer aceptar que se enfrentaban en una lucha real y no un simulacro. Por fin Mubarrak amagó el primer golpe que era casi una tímida pregunta: un deseo de constatar si se trataba en verdad de una lucha a muerte. La respuesta, que le hizo dar un salto atrás, evitando por centímetros la furiosa hoja de su enemigo, le heló la sangre en las venas. Gacel Sayah, «inmouchar» del temible pueblo del Kel-Talgimus, quería matarlo, no cabía duda. Había tanto odio y tanto deseo de venganza en el mandoble que acababa de enviarle, como si aquellos desconocidos a los que ofreciera un día asilo fueran en verdad sus hijos predilectos, y él, Mubarrak-ben-Sad, los hubiese asesinado personalmente. Pero Gacel no sentía auténtico odio. Gacel estaba tratando únicamente de hacer justicia, y no le hubiera parecido noble odiar al targuí por haberse limitado a cumplir con su trabajo, por más que éste fuera un trabajo equivocado e indigno de respeto. Gacel sabía además, que el odio, como la ansiedad, el miedo, el amor, o cualquier otro sentimiento profundo, no era buen compañero para el hombre del desierto. Para sobrevivir en la tierra en que le había tocado nacer, se hacía necesaria una gran calma; una sangre fría y un dominio de sí mismo que estuvieran siempre por encima de cualquier sentimiento que consiguiera arrastrarle a cometer unos errores que, allí, raramente alcanzaban a enmendarse. Ahora Gacel sabía que estaba actuando como juez, y quizá también como verdugo, y ni uno ni otro tenían por qué odiar a su víctima. La fuerza de su mandoble la ira que llevaba dentro, no había sido en realidad más que un aviso; la clara respuesta a la clara pregunta que su contrincante le había hecho. Atacó de nuevo y comprendió de improviso lo inapropiado de sus largos ropajes, su amplio turbante y su ancho velo. Los «jaiques» se enredaban en sus piernas y brazos, las «nails» de gruesa suela y delgadas tiras de cuero de antílope resbalaban sobre las piedras puntiagudas y el «litham» le impedía ver con claridad y lograr que llegara a sus pulmones todo el oxígeno que necesitaban en un momento como aquél. Pero Mubarrak vestía de modo semejante, por lo que sus movimientos se volvían igualmente inseguros. Los aceros abanicaron el aire, zumbando furiosos en la quietud de la mañana, y una vieja desdentada lanzó un chillido de terror, y suplicó para que alguien matara de un tiro al sucio chacal que trataba de asesinar a su hijo. Mubarrak extendió la mano con gesto autoritario y nadie se movió. El código de honor de los «Hijos del Viento» tan distinto del mundo, hecho de traiciones y bajezas, de los beduinos «hijos de las nubes», exigía que el enfrentamiento entre dos guerreros fuera limpio y noble aunque en ello le fuera la vida. Le habían desafiado de frente y mataría de frente. Buscó suelo firme bajo sus pies, tomó aire, lanzó un grito y se precipitó hacia delante, hacia el pecho de su enemigo, que apartó la punta de su espada con un golpe seco y duro. Quietos nuevamente se miraron una vez más. Gacel blandió su «takuba» como si de una maza se tratase y lanzó un mandoble en forma de molinete, de arriba abajo. Cualquier aprendiz de esgrima hubiera aprovechado su fallo para ensartarle de una estocada, pero Mubarrak se dio por contento con apartarse y aguardar, confiando más en su fuerza que en su habilidad. Empuñó el arma con las dos manos y tiró un tajo capaz de cortar por la cintura a un hombre mucho más grueso que Gacel, pero Gacel no se encontraba ya allí para ser cortado. El sol comenzaba a calentar con fuerza y el sudor corría sobre sus cuerpos, empapando las palmas de sus manos y haciendo inseguras las metálicas empuñaduras de las espadas, que se elevaron de nuevo. Se estudiaron, se lanzaron el uno sobre el otro al unísono, pero en el último instante, Gacel se echó atrás, permitiendo que la punta del arma de Mubarrak desgarrase la tela de su «jaique» arañándole el pecho, y ensartó a su enemigo por el vientre, atravesándole de parte a parte. Mubarrak se mantuvo en pie unos instantes, sujeto más por la espada y los brazos de Gacel que por sus propias piernas, y cuando el otro sacó el arma desgarrando su paquete intestinal, quedó tendido sobre la arena, doblado sobre sí mismo, decidido a soportar en silencio, sin una queja, la larga agonía que el destino le deparaba. Instantes después, mientras su verdugo se encaminaba, despacio, ni feliz ni orgulloso, hacia la montura que le esperaba, la anciana desdentada entró en la mayor de las «jaimas», tomó un fusil, lo cargó, llegó hasta donde su hijo se retorcía de dolor sin un lamento, y le apuntó a la cabeza. Mubarrak abrió los ojos y ella pudo leer en su mirada el infinito agradecimiento de un ser al que iba a librar de largas horas de sufrimientos sin esperanzas. Gacel oyó el disparo en el instante en que su camello reiniciaba la marcha, pero no volvió el rostro. Presintió, más que ver, en la distancia una manada de antílopes, y eso le hizo caer en la cuenta de la magnitud de su hambre. Los dos días anteriores los había pasado a base de unos puñados de harina de mijo y dátiles, preocupado por su enfrentamiento con Mubarrak, pero ahora, la sola idea de un buen pedazo de carne asándose lentamente sobre un fuego de brasas le arañó las tripas. Se aproximó despacio al borde de la «grara» llevando del ronzal a su camello, atento a que el viento no arrastrara su olor hasta las bestias que pastaban la vegetación corta y dispersa de la depresión que debió constituir en tiempos remotos una laguna o el ensanchamiento de un riachuelo, y que aún conservaba en sus entrañas restos de humedad. Tímidos tamariscos y media docena de acacias enanas se alzaban aquí y allá, y le agradó comprender que su instinto de cazador le había sido fiel una vez más, porque al fondo, ramoneando o durmiendo al sol de la media tarde, una familia de bellos animales de largos cuernos, y piel rojiza parecían invitarle a disparar. Montó el rifle metiendo en la recámara una sola bala, pues de ese modo evitaba la tentación, si fallaba el primer disparo, de intentar un segundo a la desesperada cuando las ágiles bestias hubieran emprendido la huida a grandes saltos. Gacel sabía por experiencia que ese segundo tiro, casi al azar, raramente daba en el blanco y significaba un desperdicio, cuando las municiones, en el desierto, eran tan raras y necesarias como el agua misma. Dejó libre al mehari, que comenzó a pastar de inmediato desentendiéndose de cuanto no fuera su alimento, revitalizado y apetitoso ahora por la lluvia caída, y avanzó en silencio, casi arrastrándose, de una roca al retorcido tronco de un arbusto; de una pequeña duna a un matojo, hasta alcanzar al fin el lugar idóneo, un montículo de piedra desde el que dominaba, a menos de trescientos metros de distancia, la esbelta silueta del gran macho de la manada. «Cuando abates a un macho otro más joven viene pronto a ocupar su puesto y cubrir a las hembras — le había dicho su padre—. Cuando matas a una hembra, estás matando también a sus hijos y a los hijos de sus hijos, que habrán de alimentar a sus hijos y a los hijos de tu hijos». Aprestó su arma y apuntó con cuidado a la paletilla delantera, a la altura del corazón. A aquella distancia, un tiro en la cabeza era sin duda más efectivo, pero Gacel, como buen musulmán, no podía comer carne que no hubiera sido degollada de cara a La Meca, pronunciando las oraciones que ordenaba el Profeta. Matar al antílope en el acto, hubiera significado tener que desaprovecharlo, y prefería correr el riesgo de que escapara herido porque sabía también que, con una bala en los pulmones, no llegaría muy lejos. El animal alzó de improviso el morro, aventó el viento y se inquietó levemente. Luego, tras lo que pareció una eternidad, pero no fueron probablemente más que un par de minutos, recorrió con la vista a su manada cerciorándose de que no corría peligro y se dispuso a reiniciar su tarea de mordisquear un tamarisco. Cuando estuvo por completo seguro de que no podía fallar y la pieza no iba a dar un salto de improviso o iniciar, un movimiento extraño, Gacel apretó suavemente el gatillo, la bala partió con un chillido rasgando el viento, y el antílope cayó de rodillas como si le hubieran sesgado las cuatro patas, o el suelo hubiera ascendido bruscamente hacia él por arte de magia. Sus hembras le miraron sin interés ni miedo, porque aunque el estampido había atronado el ambiente no estaba ligado en ellas a la idea de peligro y muerte, y tan sólo cuando vieron venir corriendo al hombre con sus vestiduras al aire y esgrimiendo un cuchillo, echaron a correr para perderse de vista en la llanura. Gacel llegó hasta la pieza herida que hizo un último esfuerzo por levantarse y seguir a su familia, pero algo se había roto en su interior y nada obedecía al mandato de su mente. Tan sólo sus ojos, enormes e inocentes, reflejaron la magnitud de su angustia cuando el targuí le tomó por la cornamenta, le volvió el rostro hacia La Meca y lo degolló con un fuerte tajo de su afilada gumía. La sangre manó a borbotones salpicándole las sandalias y el borde del «jaique», pero Gacel no reparó en ello, satisfecho al comprobar que su puntería había sido, una vez más, excelente, y había alcanzado a la pieza en el punto exacto. El anochecer le sorprendió aún comiendo, y no habían hecho su aparición las primeras constelaciones cuando ya dormía, protegido del viento por un matojo y calentado por los rescoldos de la hoguera. Le despertó la risa de las hienas que acudían al reclamo del antílope muerto, y también rondaban los chacales, por lo que avivó el fuego que los alejó hasta el límite de las sombras, y permaneció luego tumbado cara al cielo, escuchando el viento que llegaba, y meditando en el hecho de que aquel mismo día había matado a un hombre: el primer ser humano que mataba en su vida, lo que quería decir que esa vida no podría ser ya la misma en adelante. No se sentía culpable, porque consideraba que su causa era justa, pero le preocupaba la posibilidad de convertirse en el desencadenante de una de aquellas guerras tribales de las que tanto había oído hablar a sus mayores, y en las que llegaba un momento en el que nadie sabía ya la causa de esas muertes, ni el nombre de quien las había iniciado. Y los tuareg, los pocos «imohag» que aún vagaban por los confines del desierto, fieles a sus tradiciones y sus leyes, no estaban en condiciones de aniquilarse los unos a los otros, pues bastante tenían con defenderse como podían de los avances de la civilización. Evocó la extraña sensación que recorrió su cuerpo cuando su espada penetró blandamente, casi sin esfuerzo, en el vientre de Mubarrak, y le pareció estar escuchando aún el ronco estertor que escapó de su garganta en ese instante. Al retirar el brazo fue como si se llevara prendida en la punta de su «takuba» la vida de su enemigo, y tuvo miedo de la posibilidad de tener que emplear alguna otra vez la espada contra alguien. Pero recordó después el seco restallar del estampido que mató a su huésped dormido, y le consoló la idea de que no podía existir perdón para los culpables de semejante crimen. Acababa de descubrir que, si amarga resultaba la injusticia, igualmente amargo resultaba tratar de corregirla, porque matar a Mubarrak no le había proporcionado placer alguno, y sí una profunda y desalentadora sensación de vacío. Como el viejo Suílem aseguraba, la venganza no devolvía los muertos a la vida. Se preguntó luego por qué había sido siempre tan importante para los tuareg aquella ley no escrita de la hospitalidad, que se anteponía a todas las otras leyes, incluso las coránicas, y trató de hacerse una idea de cómo sería el desierto si el viajero no tuviera la absoluta seguridad de que, allí adonde llegara sería bien recibido, ayudado y respetado. Contaban las leyendas que en cierta ocasión dos hombres se odiaban de tal modo, que uno de ellos, el más débil, se presentó de improviso en la «jaima» de su enemigo solicitando hospitalidad. Celoso de la tradición, el targuí aceptó a su huésped, le brindó su protección y al cabo de los meses, cansado de soportarlo y darle de comer, le aseguró que podía marcharse en paz porque jamás atentaría contra su vida. Desde entonces, y de eso hacía al parecer muchísimos años, aquélla se había convertido en una práctica habitual entre los tuareg que solventaban de ese modo sus diferencias y ponían así fin a sus rencillas. ¿Cómo hubiera reaccionado él mismo, si Mubarrak hubiera acudido a su campamento a pedir hospitalidad tratando de hacerse perdonar la falta cometida? No podía saberlo, pero, probablemente, hubiera reaccionado como el targuí de la leyenda, pues hubiera resultado ilógico cometer un delito por castigar a alguien que había cometido exactamente ese mismo delito. Cuando los aviones a reacción surcaban los altísimos cielos del desierto, y los camiones transitaban por las pistas más conocidas empujando a su raza a los más recónditos rincones de la llanura, no resultaba fácil augurar cuánto tiempo subsistiría aún esa raza en esa llanura, pero para Gacel resultaba claro que, mientras uno solo de ellos sobreviviese sobre las arenas, las infinitas planicies sin vida, o los pedregales sin horizontes de la «hamada», la ley de la hospitalidad debería continuar siendo sagrada, pues, de lo contrario, ningún viajero se arriesgaría jamás a cruzar el desierto. El delito de Mubarrak no admitía disculpa y él, Gacel Sayah, se encargaría de hacer comprender a aquellos otros que no eran tuareg, que, en el Sáhara, las leyes y las costumbres de su raza debían continuar respetándose, porque eran leyes y costumbres adaptadas al medio, sin las cuales no existía posibilidad alguna de supervivencia. Llegó el viento y con él llegó el día. Hienas y chacales comprendieron que perdían sus escasas posibilidades de hacerse con algún trozo de antílope y se alejaron gruñendo y lamentándose hacia sus oscuras madrigueras, a las que regresaban ya todos los habitantes de la noche: el «fenec» de largas orejas, la rata del desierto, la serpiente, la liebre y el zorro. Cuando el sol comenzara a calentar estarían durmiendo, conservando sus fuerzas hasta que las sombras de la noche hicieran nuevamente soportable la vida en la más desolada región del planeta, porque allí, al contrario del resto del mundo, la actividad tenía lugar de noche y el descanso de día. Únicamente el hombre, pese a los siglos, no había logrado adaptarse por completo a la noche, y fue por ello por lo que, con la primera claridad, Gacel buscó a su camello que ramoneaba a poco más de un kilómetro de distancia, lo tomó del ronzal, y reinició, sin prisas, su marcha hacia el Oeste. El puesto militar de Adoras ocupaba un oasis en forma de triángulo — poco más de un centenar de palmeras y cuatro pozos—, en el corazón mismo de un extensísimo río de dunas, por lo que podía considerarse un auténtico milagro de supervivencia amenazado constantemente por la arena que lo cercaba protegiéndolo del viento, pero convirtiéndolo, por ello mismo, en una especie de horno que en los mediodías alcanzaba a menudo los sesenta grados centígrados. Las tres docenas de soldados que componían la guarnición, pasaban la mitad de su vida maldiciendo su suerte a la sombra de las palmeras, y la otra mitad paleando arena en un desesperado esfuerzo por hacerla retroceder y mantener libre la estrecha pista de tierra que les permitía comunicarse con el mundo exterior, recibiendo provisiones y correspondencia una vez cada dos meses. Desde que treinta años atrás, a un coronel enloquecido se le ocurrió la absurda idea de que el Ejército debía controlar aquellos cuatro pozos, que eran, por otra parte, los únicos existentes en casi cien kilómetros a la redonda, Adoras se había convertido en el «destino maldito», tanto para las tropas coloniales primero, como para las nativas en la actualidad, y de las tumbas que se alzaban al extremo del palmeral, nueve se debían «a muerte natural» y seis al suicidio de quienes no habían soportado la idea de sobrevivir en semejante infierno. Cuando un Tribunal dudaba entre enviar a un reo al paredón, condenarlo a prisión perpetua, o conmutarle la pena por quince años de servicio obligatorio en Adoras, tenía plena conciencia de lo que hacía, por más que dicho reo considerase en un principio que con la conmutación habían querido favorecerle. Para el capitán Kaleb-el-Fasi, comandante en jefe de la Guarnición y autoridad suprema en una región tan extensa como media Italia, pero en la que no vivían más allá de ochocientas personas, los siete años que llevaba en Adoras constituían el castigo por haber asesinado a un joven teniente que amenazó con descubrir las irregularidades de las cuentas del Regimiento en su destino anterior. Condenado a muerte, su tío, el famoso general Obeid-el-Fasi, héroe de la Independencia, había conseguido, gracias a que había sido uno de sus ayudantes y hombre de confianza durante la guerra de Liberación, que se le permitiera rehabilitarse al frente de un destacamento al que no se podía enviar a ningún otro militar de carrera que no se encontrase en parecidas circunstancias. Tres años antes, y basándose únicamente en los expedientes que obraban en su poder, el capitán Kaleb había llegado a la conclusión de que los componentes de su Regimiento sumaban más de una veintena de muertes, quince violaciones, sesenta atracos a mano armada, y un incontable número de robos, estafas, deserciones y delitos de menor cuantía, por lo que, para dominar a semejante «tropa» había tenido que echar mano a toda su experiencia, astucia y violencia. El respeto que infundía, tan sólo era superado por el que imponía su hombre de confianza: el sargento mayor, Malik-el-Haideri, un hombre delgado, diminuto y aparentemente endeble y enfermizo, pero tan cruel, astuto y valiente, que había logrado controlar a semejante pandilla de bestias, sobreviviendo a cinco intentos de asesinato y dos duelos a cuchillo. Malik era la «muerte natural» más normal en Adoras, y dos de los suicidados se volaron los sesos por no seguir sufriéndolo. Ahora, sentado en la cumbre de la más alta duna que dominaba el oasis por el Este, una vieja «ghourds» de más de cien metros de altura, dorada por el tiempo y endurecida en su corazón, hasta convertir la arena casi en piedra, el sargento Malik observaba sin interés cómo sus hombres paleaban arena de las jóvenes dunas que amenazaban con anegar el más apartado de los pozos, hasta que enfocó los prismáticos hacia el solitario jinete, que había hecho su aparición montando un blanco mehari, y que avanzaba sin prisas abriéndose camino en dirección al puesto. Se preguntó qué buscaría un targuí por aquellos andurriales, cuando hacía seis años que habían dejado de frecuentar los pozos de Adoras, evitando todo contacto con sus ocupantes. Las caravanas beduinas llegaban cada vez más espaciadamente, hacían aguada, descansaban un par de días en el extremo más apartado del oasis procurando ocultar a sus mujeres y no rozarse en absoluto con los soldados, y reemprendían la marcha suspirando aliviados si no habían surgido incidentes. Pero los tuareg no. Los tuareg, cuando frecuentaban los pozos, plantaban cara, altivos y desafiantes, y permitían que sus mujeres anduvieran de un lado a otro con el rostro descubierto y los brazos y las piernas al aire, indiferentes al hecho de que aquellos hombres no hubieran disfrutado de una mujer en años, y echando mano de sus fusiles y sus afiladas gumías cuando alguno trataba de sobrepasarse. Por eso, cuando dos guerreros y tres soldados murieron en una riña, los «Hijos del Viento» prefirieron apartar el puesto militar de su camino, pero ahora aquel jinete solitario avanzaba decidido, abordaba la última cresta, se recortaba contra el cielo del atardecer con su ropaje al viento, y se adentraba al fin entre las palmeras, deteniéndose junto al pozo norte, a un centenar de metros de los primeros barracones. Se dejó deslizar sin prisas por la duna, atravesó el campamento y llegó junto al targuí, que abrevaba su camello, capaz de beber cien litros de agua de una sola sentada. — ¡«Aselam, aleikum»! — «Metulem, metulem» — replicó Gacel. — Buena bestia traes. Y muy sedienta. — Venimos de lejos. — ¿De dónde? — Del Norte. El sargento Malik-el-Haideri odiaba el velo targuí porque se preciaba de conocer a los hombres y saber, por la expresión de sus rostros, cuándo decían la verdad y cuándo mentían. Pero con los tuareg esa posibilidad nunca existía, pues apenas dejaban a la vista una rendija para los ojos, que entrecerraban y empequeñecían a propósito al hablar. La voz sonaba también distorsionada, y por lo tanto se vio en la obligación de aceptar por buena la respuesta, ya que, en efecto, le había visto llegar del Norte, y no tenía razón para sospechar que Gacel se hubiera preocupado por dar una gran vuelta y permitir que le viera avanzar desde aquella dirección, la opuesta a la que en realidad traía. — ¿Hacia dónde te diriges? — Al Sur. Había dejado ya que su montura quedara espatarrada, con la tripa rebosante de agua, satisfecha y abotagada, y se dedicaba a la tarea de reunir ramas y preparar una pequeña hoguera. — Puedes comer con los soldados — le hizo notar. Gacel destapó un pedazo de manta y dejó al descubierto medio antílope aún jugoso y cubierto de sangre seca. — Tú puedes comer conmigo si lo deseas. A cambio de tu agua. El sargento mayor Malik advirtió que su estómago daba un salto. Hacía más de quince días que los cazadores no conseguían una pieza, pues con los años las habían ido alejando de los alrededores, y no había entre sus soldados ningún beduino auténtico conocedor del desierto y sus habitantes. — El agua es de todos — replicó—. Pero acepto con gusto tu invitación. ¿Dónde lo cazaste? Gacel sonrió para sus adentros a lo burdo de la trampa. — Al Norte — replicó. Había reunido ya la leña que necesitaba, y tomando asiento sobre la manta de su montura, extrajo pedernal y mecha, pero Malik le ofreció su caja de cerillas: — Usa esto — pidió—. Es más cómodo. — Luego rechazó con un gesto—. Quédatela. Tenemos muchas en el economato. Había tomado asiento frente a él, y le observaba mientras clavaba las patas del antílope en la baqueta de su viejo fusil disponiéndose a asarlas lentamente a fuego bajo. — ¿Buscas trabajo en el Sur? — Busco una caravana. — No es época de caravanas. Las últimas pasaron hace un mes. — La mía me aguarda — fue la enigmática respuesta, y como advirtió que el sargento le miraba fijamente, sin comprender, añadió en el mismo tono—: Hace más de cincuenta años que me aguarda. El otro pareció caer en la cuenta y le observó con mayor detenimiento: — «¡La Gran Caravana!» — exclamó al fin—. ¿Vas en busca de «La Gran Caravana» de la leyenda? ¡Estás loco! — No es una leyenda… Mi tío iba en ella… Y no estoy loco. Mi primo Suleimán, que se pasa el día cargando ladrillos por un jornal miserable, sí que está loco. — Ninguno de los que fueron en busca de esa caravana, regresó con vida. Gacel señaló con un gesto de la cabeza las tumbas de piedra que se adivinaban entre las dispersas palmeras, al fondo del oasis. — No estarán más muertos que ésos… Y si la hubieran encontrado serían ricos para siempre… — Pero la «tierra vacía» no perdona: No hay agua, ni vegetación que sirva de pasto a tu camello, sombra que te cobije, o referencia alguna que valga para orientarte. ¡Es el infierno! — Lo sé — admitió el targuí—. Estuve allí dos veces… — ¿Estuviste en las «tierras vacías»? — repitió incrédulo. — Dos veces. El sargento Malik no tuvo necesidad de verle el rostro para comprender que decía la verdad, y un nuevo interés nació en él. Llevaba suficientes años en el Sáhara como para valorar a un hombre que había estado en las «tierras vacías» y había vuelto. Podían contarse con los dedos de una mano desde Marruecos a Egipto, y ni aun Mubarrak-ben-Sad, guía oficial del puesto, y al que tenía por uno de los mejores conocedores de las arenas y los pedregales, admitía haberse atrevido con ella. — «Pero conozco uno…» — le había confesado una vez en el transcurso de una larga expedición de descubierta al macizo del Huaila—. «Conozco a un „inmouchar“ del Kel-Talgimus, que fue y volvió…» — ¿Qué se siente allí dentro? Gacel le miró largamente y se encogió de hombros: — Nada. Hay que dejar fuera todo sentimiento. Hay que dejar fuera hasta las ideas, y vivir como una piedra, atento a no realizar un solo movimiento que consuma agua. Incluso en la noche debes moverte tan despacio como un camaleón, y así, si consigues volverte insensible al calor y la sed, y sobre todo, si consigues vencer el pánico y conservar la calma, tienes una remota posibilidad de sobrevivir. — ¿Por qué lo hiciste? ¿Buscabas «La Gran Caravana»? — No. Buscaba, en mí, restos de mis antepasados. Ellos vencieron a las «tierras vacías». El otro negó convencido: — Nadie vence a las «tierras vacías» — replicó seguro de lo que decía—. La prueba es que todos tus antepasados están muertos y ellas siguen tan inexplicables como cuando Alá las creó. — Hizo una pausa, agitó la cabeza e inquirió como preguntándose a sí mismo—. ¿Por qué lo haría? ¿Porque El, capaz de crear cosas portentosas, creó también este desierto? La respuesta no resultó presuntuosa, aunque en un principio se pensara que lo era: — Para poder crear a los «imohag». Malik sonrió divertido. — Realmente… — admitió—. Realmente… — Señaló la pierna de antílope—. No me gusta la carne muy pasada — añadió—. Así está bien. Gacel apartó la baqueta, extrajo los dos pedazos de carne, le ofreció uno y con ayuda de su afiladísima gumía, comenzó a cortar gruesas tajadas del otro. — Si alguna vez estás en dificultades — indicó—, no cocines la carne. Cómela cruda. Come cualquier animal que encuentres y bébete su sangre. Pero no te muevas. Sobre todo no te muevas nunca. — Lo tendré en cuenta — admitió el sargento—. Lo tendré en cuenta, pero ruego a Alá que jamás me ponga, en semejante trance. Concluyeron de cenar en silencio, bebieron agua fresca del pozo, y Malik se puso en pie y se estiró satisfecho. — Tengo que irme — dijo—. He de dar el parte al capitán y ver que todo esté en orden. ¿Cuánto tiempo te quedarás? Gacel se encogió de hombros señalando que no lo sabía. — Entiendo. Quédate cuanto quieras, pero no te acerques a los barracones. Los centinelas tienen orden de tirar a matar. — ¿Por qué? El sargento Malik-el-Haideri sonrió enigmáticamente, y con un gesto de la cabeza señaló hacia la más apartada de las casetas de madera. — El capitán no tiene muchos amigos — puntualizó—. Ni él ni yo los tenemos, pero yo sé cuidarme por mí mismo. Se alejó cuando ya las sombras se iban escurriendo por el oasis, asentándose en los bordes de las palmeras, y las voces resonaban con mayor nitidez, mientras los soldados regresaban con sus palas al hombro, cansados y sudorosos, anhelando el rancho y el jergón que les condujera por unas horas al mundo de los sueños, lejos del infierno de Adoras. No hubo apenas crepúsculo, el cielo pasó, casi sin transición, del rojo al negro, y pronto brillaron luces de carburo en las cabañas. Únicamente la vivienda del capitán contaba con contraventanas que impedían ver lo que ocurría en su interior, y antes de que cerrara por completo la noche acudió un centinela que montó guardia, rígido y con el arma a punto, a menos de veinte metros de la puerta. Media hora después, esa puerta se abrió y en ella se recortó una figura alta y recia. Gacel no tuvo necesidad de distinguir las estrellas de su uniforme para reconocer al hombre que matara a su huésped. Lo vio permanecer quieto unos momentos, respirando a pleno pulmón el aire de la noche, y encender un cigarrillo. La luz de la cerilla trajo a su memoria cada uno de sus rasgos y el brillo acerado y despectivo de sus ojos cuando aseguró que él era la ley. Se sintió tentado de montar su arma y acabar con él de un solo tiro. A tan corta distancia, claramente recortado contra la luz interior, se sentía capaz de meterle una bala en la cabeza apagando a la vez el cigarrillo en su boca, pero no lo hizo. Se limitó a observarle a menos de cien metros de distancia complaciéndose en imaginar qué pensaría aquel hombre, de averiguar que el targuí al que había ofendido y despreciado estaba sentado allí, frente a él, apoyado en una palmera y junto a los rescoldos de una hoguera, meditando en la conveniencia de matarle en ese momento o dejarlo para más adelante. Para todos aquellos hombres de la ciudad transplantados al desierto, al que nunca aprenderían a amar, y al que en realidad odiaban anhelando escapar de él a cualquier precio, ellos, los tuareg, no constituían más que una parte del paisaje, tan incapaces de distinguir a uno de otro, como incapaces serían de diferenciar dos largas dunas «sifs» de cresta de sable aunque estuvieran separadas entre sí por más de medio día de marcha. No tenían noción del tiempo, ni del espacio, ni de los olores y colores del desierto, y del mismo modo, no tenían noción de lo que separaba a un guerrero del «Pueblo del Velo», de un «imohag» del «Pueblo de la Espada», a un «inmouchar» de un siervo, o a una auténtica mujer targuí, libre y fuerte, de una pobre beduina esclava de un harén. Hubiera podido aproximarse a él, hablarle durante media hora de la noche y las estrellas, de los vientos y las gacelas, y no hubiera reconocido en «aquel maldito desharrapado maloliente», al que había tratado de enfrentársele cinco días antes. Durante años los franceses habían intentado en vano que los tuareg se descubrieran el rostro. Al fin, convencidos de que éstos nunca abandonarían el velo, debieron llegar a la conclusión de que jamás distinguirían por la voz o los gestos a uno de otro, y abandonaron por completo la esperanza de diferenciarlos. Ni Malik, ni el oficial, ni todos aquellos soldados que paleaban arena eran franceses, pero se les semejaban por su ignorancia y su desprecio hacia el desierto y sus habitantes. Cuando el capitán concluyó su cigarrillo, lanzó la colilla a la arena, saludó con desgana al centinela, y cerró la puerta, de la que se pudo escuchar el sonoro correr del pesado cerrojo. Las luces se fueron apagando una tras otra, y el campamento y el oasis quedaron en silencio; un silencio roto únicamente por el susurro de los penachos de las palmeras agitadas por la suave brisa, y el lejano aullido de un chacal hambriento. Gacel se envolvió en su manta, apoyó la cabeza contra la silla de montar, lanzó una última ojeada a los barracones y a la fila de vehículos aparcados bajo un tosco garaje y se quedó dormido. El amanecer le sorprendió en lo alto de la más cargada de las palmeras, lanzando al suelo pesados racimos de dátiles maduros. Llenó un saco con ellos; llenó igualmente de agua sus «gerbas», y ensilló al mehari, que protestó ruidosamente, deseoso de quedarse más tiempo a la sombra, cerca del pozo. Los soldados habían comenzado a hacer su aparición orinando contra las dunas o lavándose la cara en el abrevadero del mayor de los pozos, y el sargento Malik-el-Haideri abandonó también su alojamiento, y se aproximó con su paso rápido y seguro. — ¿Te vas? — ,inquirió, aunque la pregunta resultaba a todas luces inútil—. Creí que te quedarías a descansar un par de días. — No estoy cansado. — Ya lo veo. Y lo siento. Agrada a veces hablar con un extraño, Esta escoria no piensa más que en robar o en mujeres. Gacel no respondió, afanado en afianzar los bultos para que los vaivenes del camello, no los arrojaran al suelo a los quinientos metros, y Malik le echó una mano desde el otro lado de la bestia, al tiempo que preguntaba: — ¿Si el capitán me diera permiso, me llevarías contigo a buscar «La Gran Caravana»? El targuí negó con un gesto: — La «tierra vacía» no es lugar para ti. Únicamente los «imohag» podemos adentrarnos en ella. — Yo aportaría tres camellos. Podríamos llevar más agua y provisiones. En esa caravana hay dinero de sobra para todos. Le daría una parte al capitán, con otra compraría mi traslado, y aún me quedaría para pasar el resto de mi vida. ¡Llévame contigo! — No. El sargento mayor Malik no insistió, pero recorrió con la vista, lentamente, las palmeras, los barracones y las dunas de arena que lo cerraban todo por los cuatro costados, convirtiendo el puesto en una prisión en la que los barrotes habían sido sustituidos por altas dunas que amenazaban con enterrarlos de una vez para siempre. — ¡Once años más aquí! — murmuró luego como para sí—. Si logro sobrevivir, seré un anciano, y me han negado incluso el derecho al Retiro y la Pensión. ¿Adónde iré? — Se volvió de nuevo al targuí—. ¿No sería mejor morir dignamente en el desierto, con la esperanza de que un golpe de suerte pudiera cambiarlo todo? — Tal vez. — Es lo que vas a intentar, ¿no es cierto? Prefieres arriesgarte que malvivir acarreando ladrillos. — Yo soy targuí. Tú no… — ¡Oh, vete al infierno con tu maldito orgullo de raza! — protestó malhumorado—. ¿Te crees mejor porque te acostumbraron desde niño a soportar el calor y la sed? Yo he tenido que soportar a esos hijos de puta, y te aseguro que no sé qué es peor. ¡Vete! Cuando quiera buscar «La Gran Caravana» lo haré yo solo. No te necesito. Gacel sonrió levemente bajo el velo sin que el otro pudiera advertirlo, obligó a ponerse en pie a su camello, y se alejó despacio, conduciéndole del ronzal. El sargento Malik-el-Haideri le siguió con la vista hasta que desapareció por entre el dédalo de pasadizos que dejaban entre sí las dunas, al sur de la pista de los vehículos, y regresó luego, pensativo, hacia el mayor de los barracones. El capitán Kaleb-el-Fasi dormía siempre hasta que el sol comenzaba a recalentar el techo de su cabaña, lo cual venía a ocurrir sobre las nueve de la mañana pese a que la había mandado levantar en el punto más tupido del palmeral, tan a la sombra, que a menudo le despertaba sobresaltado el golpear de los dátiles sobre las planchas metálicas. A esa hora rezaba sus oraciones a dos metros de la puerta y se zambullía en el abrevadero del pozo grande, donde el sargento Malik, acudía a darle el parte de las incidencias, aunque, en realidad, escasas eran las incidencias que se presentaban. Aquella mañana, sin embargo, su subordinado parecía deseoso de hablar, animado por un entusiasmo poco acostumbrado en él. — Ese targuí va en busca de «La Gran Caravana» — dijo. Le observó unos instantes, aguardando a que dijera algo más, y al no ocurrir así, inquirió interrogativa mente: — ¿Y…? — Le pedí que me llevara, pero no quiso. — No está tan loco entonces como podría pensarse. ¿Desde cuándo te interesa «La Gran Caravana»? — Desde que oí hablar de ella. Dicen que llevaba mercancías por un valor de más de diez millones de francos de aquel tiempo. Hoy ese marfil y esas joyas valdrían el triple. — Son muchos los que han muerto persiguiendo ese sueño. — Aventureros todos, que no se plantearon la expedición de una forma científica con los medios apropiados y apoyo logístico. El capitán Kaleb-el-Fasi le dirigió una larga mirada que pretendía ser severa y de reconvención: — ¿Estás insinuando que emplee material y hombres del Ejército en la búsqueda de esa caravana? — inquirió con fingida sorpresa. — ¿Por qué no? — fue la sincera respuesta—. Constantemente nos envían a realizar expediciones sin sentido a la búsqueda de nuevos pozos, piedras sin valor, o recuento de tribus. Una vez, los ingenieros nos tuvieron seis meses dando vueltas tratando de encontrar petróleo. — Y lo encontraron. — Sí, pero… ¿qué nos aportó a nosotros? Cansancio, molestias, malestar de la tropa y tres hombres que volaron en pedazos en un jeep cargado de dinamita. — Eran órdenes superiores. — Lo sé. Pero usted tiene autoridad suficiente como para enviarme a una misión cualquiera; por ejemplo, ejercicios de supervivencia en las «tierras vacías». ¡Imagínese que regresáramos con una fortuna! La mitad para el Ejército; la mitad para nosotros y la tropa. ¿No cree que, bien distribuida, ablandaría a algunos generales? Su superior no respondió de momento. Hundió la cabeza en el agua y permaneció así unos instantes, quizá reflexionando. Cuando emergió de nuevo, señaló sin mirarle: — Podría «enchironarte» por lo que estás proponiendo. — ¿Y qué sacaría con eso? En el fondo, ¿qué más da estar en el calabozo que aquí fuera? Algo más de calor, eso es todo. Menos que en la «tierra vacía», desde luego. — ¿Tan desesperado estás? — Igual que usted. Si no hacemos algo, nunca saldremos de aquí, y lo sabe. Cualquier día otro de esos hijos de puta agarrará el «kafard» y se liará a tiros con nosotros. — Hasta ahora hemos sabido dominarlos. — Con mucha suerte — admitió el hombrecillo—. Pero, ¿hasta cuándo nos durará la suerte? Pronto nos haremos viejos, perderemos energía y nos devorarán. El capitán Kaleb-el-Fasi, Comandante en Jefe del perdido puesto militar de Adoras, el «Culo del Diablo», como denominaban al lugar en el Ejército, echó hacia atrás la cabeza y contempló largamente las palmeras, a las que ni un soplo de viento acertaba a agitar, y el cielo de un azul casi blanco, que hería los ojos tan sólo de mirarlo. Pensó en su familia; en su mujer que había pedido y obtenido el divorcio a raíz de su condena; en sus hijos, que no le habían escrito jamás; en sus amigos y compañeros, que habían borrado su nombre de sus memorias pese a que durante años le alabaron por su esplendidez, y en aquella cuadrilla de ladrones, asesinos y drogadictos que le odiaban a muerte, y que al menor descuido le clavarían una bayoneta en la espalda o le colocarían una bomba de mano bajo el catre. — ¿Qué necesitarías? — inquirió sin volverse, procurando que su voz no delatase compromiso alguno. — Un camión, un jeep y cinco hombres. Me llevaré también a Mubarrak-ben-Sad, el guía targuí. Y necesitaré camellos. — ¿Cuánto tiempo? — Cuatro meses. Pero estaríamos en contacto por radio una vez a la semana. Ahora sí que le miró de frente. — No puedo obligar a nadie a que te acompañe. Si no volvieras y esto trascendiera, me arrancarían la cabeza. — Sé quiénes irán de buena gana y sin comentarlo. Los que se quedan no deben saber nada. El capitán salió lentamente del agua, se enfundó un pantalón corto y ancho, se calzó las «nails» dejando que el aire caliente le secara el agua sobre el cuerpo, y agitó la cabeza incrédulo: — Creo que estás tan loco como ese targuí — puntualizó—. Pero tal vez tengas razón y sea mejor que continuar aquí esperando la muerte. — Hizo una pausa—. Tendríamos que encontrar una disculpa lógica para un viaje tan largo. — Sonrió. Por si no regresas. Malik sonrió satisfecho de su triunfo, aunque desde el primer momento supo que vencería. Desde que el targuí se perdió de vista, muy de mañana, por entre las dunas, se había dedicado a madurar la forma en que iba a exponer su plan, y cuanto más vueltas le daba, más seguro se sentía en que obtendría el permiso. Echaron a andar juntos hacia el barracón de oficinas, con una leve sonrisa, señaló: — Ya había pensado en eso. — El otro se detuvo a mirarle—. Esclavos. — ¿Esclavos…? — Ese targuí que se fue esta mañana pudo muy bien haberme comentado que tiene noticias de que las caravanas de esclavos se están adentrando en nuestro territorio. Su tráfico está aumentando de nuevo en proporciones alarmantes. — Lo sé—. Pero se dirigen al mar Rojo y hacia los países que aún aceptan la esclavitud. — Es cierto — admitió Malik—. ¿Pero quién nos impide intentar verificar una denuncia, y confesar más tarde que se trataba de una falsa alarma? — Sonrió con ironía—. más bien tendrían que felicitarnos por nuestro celo, y nuestro espíritu de sacrificio. Penetraron en el barracón de oficinas, que no era más que una amplia estancia con dos mesas, recalentada ya a aquellas horas de la mañana, y el capitán fue a plantarse directamente ante el gran mapa de la zona que ocupaba toda la pared del fondo. — A veces me pregunto cómo diablos te agarraron para meterte en este agujero siendo tan listo. ¿Dónde piensas buscar? Malik señaló decidido una inmensa mancha amarilla, en cuyo centro aparecía un espacio completamente en blanco, sin la menor traza de pista, sendero de camellos, pozo, o lugar habitado. — Aquí, en el centro mismo de Tikdabra. Lógicamente la ruta de la caravana tenía que haber dejado Tikdabra al Norte, evitándolo. Pero si se desviaron, adentrándose en las dunas, tuvieron que encontrarse luego con esta zona de «tierra vacía», demasiado tarde ya para volver atrás. No les debió quedar entonces más remedio que intentar alcanzar los pozos de Muley-el-Akbar, y no llegaron. — No es más que una teoría. Igual pueden estar ahí que en otra parte. — Tal vez. Pero no están en ninguna otra parte — le hizo notar—. Durante años se ha rastreado la región al sur de Tikdabra. Y al Este, y al Oeste. Pero nadie se atrevió nunca con Tikdabra mismo. O, al menos, los que se atrevieron jamás regresaron. El capitán calculó a ojo: — Más de quinientos kilómetros de largo por trescientos de ancho de dunas y llanuras. Tendrías más oportunidad de encontrar una pulga blanca en una manada de meharis. La respuesta fue concisa; — Tengo once años para buscar. El capitán tomó asiento en su desvencijada butaca forrada de piel de gacela, buscó un cigarrillo, lo encendió despacio, y estudió detenidamente un mapa que conocía al dedillo, pues ya estaba allí clavado el día que llegó al Puesto. Conocía el desierto y sabía muy bien lo que significaba adentrarse en un «erg» como el de Tikdabra, formado por una ininterrumpida sucesión de altísimas dunas que se prolongaban como un mar de gigantescas olas que parecían proteger, como una trampa de arena movediza en la que hombres y camellos se hundían a veces hasta el pecho, a una inmensa llanura sin horizontes, tan plana como la más plana de las mesas, y en la que el sol reverberaba de continuo dificultando la visión, cortando el aliento, y haciendo hervir la sangre a hombres y bestias. — Ni un lagarto puede sobrevivir allí — musitó al fin—. Si alguien te acompaña, es que ya tiene el «kafard», y me harás un gran favor quitándomelo de encima. — Abrió la pequeña caja fuerte empotrada en el suelo y oculta bajo unas tablas al lado mismo de su mesa; contó el dinero que había en ella y negó con un gesto—. Tendrás que requisar los camellos entre las tribus beduinas — señaló—. No tengo dinero, y no puedes llevarte los nuestros. — Mubarrak me ayudará a conseguirlos. — Se dirigió a la puerta—. Si me da su permiso, hablaré con mis hombres. Respondió con un gesto a su saludo, cerró de nuevo la caja y permaneció muy quieto, con los pies sobre la mesa, contemplando el mapa. Sonrió levemente, satisfecho de haber aceptado la propuesta. Si las cosas iban mal, perdería seis hombres y un guía targuí, amén de dos vehículos. Pero nadie iba a reclamarle por algo que era hasta cierto punto normal en aquellas latitudes. Patrullas que desaparecían para siempre había muchas, pues bastaba un error del guía, una avería en el motor, o la rotura de un eje, para que un simple paseo rutinario se convirtiese en una tragedia sin solución posible. De hecho, con ello contaban cuando enviaban a Adoras a todo aquel desecho de los cuarteles y prisiones del país. En buena lógica, ninguno de sus hombres debería regresar con vida a la civilización, porque la Sociedad no les quería en su seno, y los había rechazado para siempre. A nadie le importaba, por tanto, que se matasen a cuchilladas, se los llevaran las fiebres, se perdieran en el transcurso de una patrulla rutinaria, o desaparecieran durante la persecución de un mítico tesoro. «La Gran Caravana» estaba allí, en alguna parte hacia el Sur, y en eso todos estaban de acuerdo, pues no podía haberse volatilizado, y lo más preciado de su cargamento soportaba sin deterioro el paso de los años, y aun de los siglos. Con una minúscula parte de ese cargamento, el capitán Kaleb-el-Fasi podría abandonar para siempre Adoras y plantarse de nuevo en Francia, en aquel Cannes en cuyo «Hotel Majestic» pasó una de las épocas más hermosas de su vida, en compañía de la preciosa dependienta de una «boutique» de la Rue de Antibes que debió esperar durante años a que algún día cumpliese su palabra de regresar a buscarla. A media tarde abrían los grandes ventanales que daban sobre la piscina, «La Croisette» y la playa, y hacían el amor cara al mar hasta el oscurecer, para irse luego a cenar a «Le Moulin de Mougens», «El Oasis», o «Chez Félix» y terminar la noche en el Casino, arriesgándolo todo al número ocho. Era un duro precio el que estaba pagando por aquellos días; demasiado alto a su modo de ver, y lo peor no estaba, quizás, en el desierto en sí, su calor y su monotonía, sino en los recuerdos, y en la seguridad de que, si algún día lograba salir vivo de Adoras, ya no estaría en condiciones de disfrutar nuevamente de los hoteles, los restaurantes, o las muchachas de Cannes. Permaneció hundido en sus recuerdos, permitiendo que el sudor comenzara a escurrir por todo su cuerpo a medida que un calor de horno se iba apoderando del campamento, a la espera de que su ordenanza llegara con una bandeja y el pringoso y repugnante «cuscus» de todos los días que consumió sin hambre, acompañado de cortos sorbos de una agua tibia, turbia y levemente salobre, a la que aún no había conseguido acostumbrarse, y que le seguía produciendo diarrea pese a los años transcurridos. Luego, cuando el sol caía a plomo, vertical, tan agobiante que ni las moscas alzaban el vuelo, atravesó despacio el solitario, palmeral y buscó refugio nuevamente en su barraca, dejando ahora puertas y ventanas completamente abiertas en un intento de aprovechar el menor soplo de aire. Era aquella la hora de la «gaila», la siesta sagrada en el desierto pues durante las cuatro horas de calor más intenso los hombres — y aun las bestias debían mantenerse quietos a la sombra, si no querían correr el peligro de deshidratarse o caer fulminados por una insolación. Los soldados dormían ya en sus barracones, y tan sólo un centinela se mantenía en pie, protegido por un sombrajo, luchando con todas sus fuerzas — a menudo inútilmente por mantener los ojos entrecerrados lo justo para no dormirse por completo, y lo suficiente como para que la reverberación del sol en las blancas dunas no acabara por dejarle momentáneamente ciego. Una hora después se hubiera podido creer que el Puesto Militar de Adoras estaba muerto. El termómetro, a la sombra, pues al sol probablemente hubiera acabado por estallar, se aproximaba peligrosamente a la raya de los cincuenta grados centígrados y los pe nachos de las palmeras se mantenían tan inmóviles por la falta de viento, que se llegaría a pensar que no eran reales, sino que estaban únicamente pintados en el cielo. Con la boca abierta y, los rostros cubiertos de sudor, desmadejados y rotos como muñecos sin vida, los hombres roncaban, aplastados por el bochorno, incapaces siquiera de espantarse las moscas que llegaban incluso a posárseles en la lengua, en busca de una leve humedad. Alguien soñó brevemente en voz alta, en lo que fue casi un lamento, y un cabo se despertó de un salto con los ojos dilatados de espanto, pues durante unos segundos angustiosos temió que se asfixiaba, ya que el aire no llegaba a sus pulmones. Un negro esquelético, insomne en su rincón, le observó fijamente hasta que se tranquilizó de nuevo y cerró a su vez los ojos, pero se mantuvo despierto, pues su mente bullía inquieta desde el momento mismo en que el sargento mayor le confesara en secreto que dentro de cuatro días emprenderían la loca aventura de adentrarse en la más inhóspita de las tierras, a la búsqueda de una caravana perdida. Probablemente jamás regresarían con vida, pero eso era mejor que continuar paleando arena día tras día, hasta el momento en que llegara el turno de que palearan arena sobre su propio cuerpo. En su barraca, el capitán Kalebel-Fasi roncaba también suavemente, soñando tal vez con la perdida caravana y sus riquezas, y tan profundo era su sueño que no se percató de que una alta sombra se recortaba un instante en el vano de la puerta para deslizarse luego, sin un susurro, hasta el catre, dejar a su lado, apoyado en la pared un viejo y pesado fusil recuerdo de la época en que los «senussi» se rebelaron contra franceses e italianos, y extraer una larga y afilada gumía cuya punta apoyó muy despacio, bajo su barbilla. Gacel Sayah tomó asiento en el borde del jergón y presionó levemente el arma mientras su mano se apoyaba con fuerza en la boca del durmiente. La diestra del capitán se lanzó automáticamente hacia el revólver que dejaba siempre en el suelo, junto a la cabecera, pero el targuí lo apartó suavemente con el pie al tiempo que se inclinaba aún más sobre él. Susurró roncamente: — Un grito y te degüello. ¿Has entendido? Aguardó a que los ojos el otro le confirmaran que sí, que había entendido, y luego muy despacio le permitió tomar aire sin aflojar en nada la presión de la gumía. Un hilillo de sangre comenzó a correr por el cuello del aterrorizado capitán, y pronto fue a mezclarse con el sudor que empapaba su pecho. — ¿Sabes quién soy? Asintió con un gesto. — ¿Por qué mataste a mi huésped? Tragó saliva. Al fin, con un esfuerzo y apenas sin voz, musitó: — Eran órdenes. Ordenes muy estrictas. El joven debía morir. El otro no. — ¿Por qué? — No lo sé. La punta de la gumía se clavó con más fuerza. — ¿Por qué? — insistió el targuí. — No lo sé, te lo juro — casi sollozó—. Me dan una orden y tengo que obedecer. No puedo negarme. — ¿Quién te dio esa orden? — El gobernador de la provincia. — ¿Cómo se llama? — Hassán-ben-Koufra. — ¿Dónde vive? — En El-Akab. — ¿Y el otro… El anciano? ¿Dónde está? — ¿Cómo quieres que lo sepa? Se lo llevaron, eso es todo. — ¿Por qué? El capitán Kaleb-el-Fasi no respondió. Tal vez comprendió que ya había dicho demasiado; tal vez se cansó del juego; tal vez, en verdad, no sabía la respuesta exacta. Desesperadamente buscó una forma de librarse del intruso en cuyos ojos leía una profunda firmeza, y se preguntó qué diablos estarían haciendo sus hombres, que no acudían en su ayuda. El targuí se impacientó. Clavó más profundamente la gumía, y con la mano izquierda le atenazó el cuello, ahogando un grito de dolor que pugnaba por escapar. — ¿Quién es ese anciano? — insistió—. ¿Por qué se lo llevaron? — Es Abdul-el-Kebir. Lo dijo en el tono de quien lo ha explicado todo, pero comprendió que el nombre no significaba nada para el intruso, que permaneció a la expectativa, aguardando una aclaración: — ¿No sabes quién es Abdul-el-Kebir? — Nunca oí hablar de él. — Es un asesino. Un sucio asesino, y estás arriesgando la vida por él. — Era mi huésped. — Por eso no deja de ser un asesino. — Ni por ser asesino deja de ser mi huésped. Sólo yo tenía derecho a juzgar. Hizo un gesto con la muñeca y le cortó la yugular de un solo tajo. Contempló su corta agonía, se limpió las manos en la sucia sábana, recogió el revólver y el fusil, y se aproximó a la puerta desde la que atisbó hacia fuera. El centinela continuaba tan dormido como cuando llegó y ni un soplo de viento ni un hálito de vida agitaba el palmeral. Se deslizó, de tronco en tronco, hasta alcanzar las dunas por las que trepó ágilmente. Cinco minutos después, había desaparecido como tragado por la arena. Caía la tarde cuando el asistente del capitán descubrió el cadáver. Sus gritos, casi histéricos, se desparramaron por el oasis, e hicieron que los hombres arrojaran al suelo sus palas y acudieran corriendo para amontonarse en la pequeña barraca, de la que el sargento mayor tuvo que expulsarlos a empujones. Cuando se quedó al fin solo ante el cadáver y el charco de sangre cubierto de moscas, tomó asiento en un taburete y maldijo su suerte. El hijo de perra que había hecho aquello podía haber esperado cuatro días. No sentía pena alguna; ni el menor asomo de compasión por aquel otro hijo de perra, el más hijo de perra de todos, que yacía tendido frente a él, pese a que hubieran compartido tantos años de vida en el infierno y fuera el único con el que habla mantenido alguna conversación medianamente coherente en ese tiempo. Sabía a ciencia cierta que el capitán Kaleb-el-Fasi merecía la muerte, cualquier tipo de muerte y en cualquier lugar del mundo, pero no deseaba que fuera allí y precisamente en aquellas fechas. Ahora le mandarían a un nuevo Comandante, no mejor ni peor, sino simplemente distinto y pasarían años, quizás, antes de que pudiera conocerle a fondo, encontrar sus puntos débiles, y conseguir manejarle tal como había llegado a manejar al difunto. Le preocupaba también el complicado trámite de la Comisión Investigadora, pues ni siquiera él mismo, que era quien mejor los conocía, se sentía capaz de señalar al asesino entre aquella pandilla de asesinos que aguardaban, comentando excitados, a cinco metros de la puerta. Todos se le antojaban culpables, y cayó pronto en la cuenta de que incluso él mismo podía resultar sospechoso, puesto que tenía los mismos motivos que cualquier otro para desear la muerte a un hombre que había hecho la vida imposible a cuantos sirvieron bajo su mando. Tenía que encontrar al auténtico culpable antes de que llegara nadie, y entregar el caso resuelto si quería evitarse problemas. Cerró los ojos y recorrió mentalmente los rostros de cada uno de sus hombres, a la búsqueda de sospechosos, y advirtió que al concluir le invadía una profunda sensación de desaliento. No llegaban a la docena los que se sentía capaz de desechar como probables inocentes. Cualquiera de los restantes hubieran experimentado una profunda sensación de placer a la hora de rebanarle el cuello a su comandante. — ¡Mulay! — aulló. Un hombretón inmenso y malencarado penetró al instante y se quedó muy quieto, pálido, desencajado y casi tembloroso, junto al quicio de la puerta. — A la orden, mi sargento — balbuceó con esfuerzo. — Tú estabas de guardia, ¿no es cierto? — Sí, mi sargento. — ¿Y no viste a nadie? — Creo que me quedé adormilado en algún momento, mi sargento — casi sollozó el gigantón—. ¿Quién iba a imaginar que a plena luz del día…? — Tú no, desde luego. Y lo más probable es que esto te lleve al fin frente al pelotón de fusilamiento. Si no aparece el culpable, tú eres responsable. El otro tragó saliva, respiró con dificultad y avanzó las manos en un gesto de súplica: — Pero yo no fui, mi sargento. ¿Por qué iba a hacerlo? Dentro de cuatro días nos iríamos en busca de esa caravana. — Si vuelves a mencionar la caravana, me ocuparé personalmente de que te fusilen. Y negaré que te hablara nunca de ella. Será tu palabra contra la mía. — Entiendo, mi sargento — se disculpó Mulay—. No volverá a ocurrir. Sólo quiero que comprenda que yo era de los pocos que deseaba que siguiera con vida. El sargento mayor Malik-el-Haideri, se puso en pie, cogió de la mesa el paquete de cigarrillos del difunto y encendió uno con un pesado mechero de plata que se metió tranquilamente en el bolsillo. — Lo comprendo — admitió—. Lo comprendo muy bien, pero también comprendo que estabas de guardia y sabías que tu obligación era disparar contra todo el que se aproximara a esta barraca. ¡Maldita sea! ¡Como descubra al que ha sido te juro que lo despellejo vivo! Lanzó una última ojeada al cadáver, salió al exterior y se detuvo a la sombra del porche, desde donde recorrió, uno por uno, los rostros de los presentes. Estaban todos. — ¡Escuchadme bien! — dijo—. Tenemos que resolver este asunto entre nosotros, si no queremos que nos manden a una serie de oficiales que nos compliquen aún más la vida. Mulay estaba de guardia, pero creo que no ha sido. Los demás, se supone que dormían en el barracón. ¿Quién no estaba allí, y por qué? Los soldados se miraron entre sí, como si sospecharan los unos de los otros, conscientes de la gravedad del problema y temerosos ante la posibilidad de la llegada de una comisión investigadora. Al fin, un cabo primero, señaló con timidez: — No recuerdo que faltara nadie, sargento. El calor era insoportable. Hubiera resultado extraño que alguien se quedara fuera en un día así. Hubo un murmullo de aprobación unánime. El sargento meditó unos instantes: — ¿Quién salió a las letrinas?. Tres hombres levantaron el brazo. Uno de ellos protestó: — Yo no estuve ni dos minutos. Este me vio y yo lo vi a él. Se volvió al tercero. — ¿Y a ti te vio alguien? El negro flaco se abrió paso desde el fondo. — Yo. Fue hasta las dunas y regresó sin desviarse. También vi a esos dos… No dormía y puedo asegurar, sargento, que nadie abandonó el barracón más de tres minutos. El único que estaba fuera era Mulay. — Hizo una pausa y añadió como sin darle importancia—: Y usted, naturalmente. El sargento mayor se agitó incómodo, por unas décimas de segundo perdió su compostura y advirtió que un sudor frío le recorría la espalda. Se volvió a Mulay que permanecía muy quieto, junto a la puerta y lo fulminó con la mirada. — Pues si no ha sido ninguno de ellos, yo tampoco, y no hay nadie en cien kilómetros a la redonda, me parece que vas a tener que… — Se interrumpió de improviso, porque una luz se había encendido en su cerebro y lanzó una maldición que era, al mismo tiempo, casi un grito de alegría—: ¡El targuí! ¡Por todos los diablos…! ¡El targuí! ¡Cabo! — Diga, mi sargento. — ¿Qué es eso que me contaste sobre un targuí que no quería que entrarais en su campamento? ¿Recuerdas al tipo? El cabo se encogió de hombros con gesto de duda: — Todos los tuareg son iguales cuando llevan velo, mi sargento. — ¿Pero podría ser el que acampó aquí ayer? Fue el negro esquelético el que respondió por él. — Podía ser, mi sargento. Yo también estaba allí. Era alto, flaco, con una «gandurah» azul, sin mangas, sobre otra blanca, y una pequeña bolsa o un amuleto de cuero rojo, colgando del cuello. El sargento le detuvo con un gesto, y se diría que un suspiro de alivio se le escapaba desde lo más profundo. — Es él, no cabe duda — dijo. El muy hijo de perra tuvo los cojones de entrar aquí y degollar al capitán en nuestras propias narices. ¡Cabo! Encierra a Mulay. Si se escapa, te mando fusilar. Luego comunícame con la capital. ¡Alí! — A la orden, mí sargento — dijo el negro. — Pon a punto todos los vehículos… Máximo abastecimiento de agua, combustible y provisiones. Encontraremos a ese cerdo aunque se esconda en los mismos infiernos. Media hora después, el Puesto Militar de Adoras bullía de una actividad como no se recordaba desde los tiempos de su fundación, o desde que hacían escala en él las grandes caravanas procedentes del Sur. No se detuvo en toda la noche, conduciendo del ronzal a su montura, iluminado por una tímida luna y millares de estrellas que le permitían distinguir el perfil de las dunas y el sinuoso contorno de los pasos entre ellas: los «gassi», caprichosos caminos que el viento había trazado, pero que de tanto en tanto se interrumpían bruscamente, obligándole entonces a iniciar el penoso ascenso sobre la blanda arena, cayendo, resoplando y tirando del ronzal del mehari que protestaba furiosamente por semejante esfuerzo y tan dura caminata a unas horas en que, por lógica, le correspondía un descanso y un tranquilo pastar por la llanura. Pero el descanso tan sólo fue de unos minutos cuando alcanzaron al fin el «erg» que se abrió ante ellos, infinito, planicie sin horizonte compuesta por miles de millones de negras piedras cuarteadas por el sol, y una arena muy gruesa, casi grava, que el viento no lograba arrastrar más que cuando soplaba enloquecido con las grandes tormentas. Gacel sabía que no encontraría ahora en su camino ni un matojo, ni una «grara», ni aun el lecho seco de un viejo río, tan frecuentes cuando se recorría la «hamada» y que tan sólo el hundimiento producido por una salina de bordes encarpados alcanzaría, tal vez, a romper la monotonía de un paisaje en el que un jinete era tan visible como una bandera roja agitada en lo alto de una escoba. Pero Gacel sabía, también, que ningún camello podía competir con su mehari por semejante terreno, que con sus infinitas rocas puntiagudas y cortantes, de hasta medio metro de altura, constituían, además, un obstáculo casi insalvable para los vehículos mecánicos. Y, o mucho se equivocaba, o si los soldados salían en su busca, lo harían en jeeps y camiones, pues no eran gentes del desierto, y no estaban acostumbrados a las largas caminatas, ni a bambolearse a lomos de un camello durante jornadas enteras. El amanecer le sorprendió muy lejos ya de las dunas, que no eran más que una leve y sinuosa línea en el horizonte, y calculó que en esos momentos los soldados se estarían poniendo en movimiento. Tardarían al menos dos horas en recorrer la pista que había abierto en la arena hasta salir a la llanura, muy al este del punto en que ahora se encontraba, y aun suponiendo que uno de los vehículos se encaminara directamente hacia el «erg», no alcanzaría su borde hasta bien entrada la mañana, cuando el sol estuviera muy alto. Eso le concedía un amplio margen de seguridad, por lo que desmontó, encendió el pequeño fuego en el que asó apenas los últimos restos del antílope, que ya comenzaba a apestar, rezó sus oraciones de la mañana, de cara a La Meca, hacia el Este que era de donde debían llegar sus enemigos, y tras cubrir bien de arena los restos del fuego, comió con apetito, asió el ronzal de su montura y reemprendió la marcha cuando el sol empezaba a calentarle la espalda. Se dirigía al Oeste en línea recta, alejándose de Adoras y de todas sus tierras conocidas; alejándose también de El-Akab que dejaba al Norte, a su derecha, y que había decidido que sería su próximo punto de destino. Gacel era un targuí, un hombre del desierto para el que el tiempo, las horas, los días, y aun los meses carecían de importancia. Sabía que ElAkab había estado allí, desde cientos de años atrás, y allí seguiría hasta que su recuerdo, y aun el de sus nietos, se hubiese borrado de la faz del desierto. Tiempo tendría de volver sobre sus pasos, cuando los soldados, siempre impacientes, se cansaran de buscarle. «Ahora están furiosos — se dijo—. Pero dentro de un mes, ni se acordarán de mi existencia». Cerca ya del mediodía se detuvo obligando al mehari a arrodillarse en una levísima hondonada que rodeó luego con piedras, clavó en el suelo espada y rifle, extendió la manta que le servía de techo proporcionándole la sombra tan necesaria a esa hora, y se acurrucó bajo ella. Un minuto después dormía, y nadie hubiera podido descubrirle a menos de doscientos metros de distancia. Le despertó el sol dándole en la cara oblicuamente, tumbado casi ya en el horizonte y atisbó entre las rocas, distinguiendo la leve columna de polvo que se alzaba al cielo a espaldas de un vehículo que avanzaba, muy lentamente, al borde de la llanura como si temiera perder la protección de las dunas y adentrarse en la inhóspita inmensidad del «erg». El sargento mayor Malik detuvo el vehículo, apagó el contacto y recorrió con la vista, sin prisas, la inacabable llanura en la que se diría que una mano de gigante se había entretenido en sembrar negras rocas puntiagudas que amenazaban con hacerle trizas los neumáticos o reventar el cárter al menor descuido. — Me juego la cabeza a que ese hijo de puta está ahí dentro — comentó mientras encendía, con parsimonia, un cigarrillo. Luego extendió la mano sin mirar y el negro Alí le colocó en ella el auricular del radioteléfono—. ¡Cabo! — llamó—. — ¿Me oyes? La voz llegó lejanísima. — Le oigo, mi sargento. ¿Ha encontrado algo? — Nada. ¿Y tú? — Ni rastro. — ¿Has logrado establecer contacto con Almalarik? — Hace un rato, mi sargento. Tampoco ha visto nada. Le he mandado en busca de Mubarrak. Con suerte puede llegar a su campamento antes de que anochezca. Me llamará a las siete. — Entendido — replicó—. Llámame cuando hayas hablado con él. Corto y cierro. Devolvió el auricular, se puso en pie sobre el asiento, tomó los prismáticos y recorrió de nuevo la llanura pedregosa para dejarse caer al fin malhumorado, bajar a tierra, y orinar de espaldas a sus hombres que aprovecharon para imitarle. — Yo también me adentraría en ese infierno — masculló en voz alta—. Ahí es más rápido y puede avanzar incluso de noche, mientras nosotros nos dejaríamos hasta la última tuerca en el camino. — Se abrochó la bragueta, recogió el cigarrillo que había dejado sobre el capó del jeep y dio una larga chupada—. Si al menos tuviéramos una idea de hacia dónde se dirige… — Tal vez vuelva a casa — señaló Alí—. Pero está en dirección contraria, hacia el Sudeste. — ¡Casa! — exclamó irónico—. ¿Cuándo has visto que uno de esos malditos «Hijos del Viento» tenga casa? Lo primero que hacen a la menor señal de peligro, es cambiar su campamento y enviar a su familia a cualquier lugar remoto, a mil kilómetros de distancia. No — negó convencido—. Para ese targuí su casa está ahora en donde está su camello, desde la costa del Atlántico, a la del mar Rojo. Y ésa es su ventaja sobre nosotros: no necesita nada, ni a nadie. — ¿Qué vamos a hacer entonces? Observó al sol que teñía el cielo de rojo y estaba a punto de desaparecer por completo. Movió la cabeza de un lado a otro, pesimista. — No haremos nada ya — señaló—. Montad el campamento y preparad la cena. Un hombre de guardia siempre, y al que se duerma le pego un tiro ahí mismo. ¿Está claro? No esperó la respuesta. Sacó un mapa de la guantera, lo extendió sobre el motor y comenzó a estudiarlo con detenimiento. Sabía que no podía fiarse de él. Las dunas cambiaban de lugar constantemente, los caminos desaparecían bajo la arena, los pozos se cegaban y sabía también, por propia experiencia, que quienes trazaban tales mapas jamás se adentraban en el «erg», a medirlo exactamente, limitándose a dibujar sus contornos aproximados sin preocuparse mucho de si faltaban o sobraban cien kilómetros. Y a la hora de la verdad, esos cien kilómetros podían constituir la diferencia entre la vida y la muerte, sobre todo cuando el jeep había roto un eje y había que continuar a pie. Por un momento estuvo tentado de mandarlo todo al diablo y ordenar el regreso al puesto, pues al fin y al cabo, el capitán Kaleb-el-Fasi se merecía mil veces el fin que había te nido. De no haber conocido al targuí lo hubiera hecho, limitándose a mandar un parte dando por zanjada la cuestión. Pero, personalmente, se sentía burlado y ofendido; utilizado por un desharrapado «Hijo del Viento» que había sabido engañarle, y que se habría estado riendo de él bajo su sucio «litham», mientras le contaba toda aquella absurda historia de «La Gran Caravana» y sus tesoros. — Le ayudé incluso a afianzar la carga del camello, asegurar el agua y disponerlo todo para un larguísimo viaje, cuando en realidad ya había planeado esconderse tras las primeras dunas y regresar ese mismo día. — Lanzó una nueva mirada a la llanura que comenzaba a convertirse en una mancha gris sin relieves—. Si te cojo — masculló para sí—, juro que te arranco la piel a tiras. Rezó sus oraciones de la tarde, se echó al hombro un saquillo de cuero conteniendo un puñado de dátiles, y se los fue comiendo lentamente mientras iniciaba la marcha, siempre hacia el Oeste, adentrándose en las sombras que se habían adueñado ya de la tierra, sabedor de que aquella noche de caminar sin prisas iba a poner, sin embargo, una distancia insalvable entre él y sus perseguidores. El camello había bebido hasta saciarse el día antes, no lo había sometido a largas marchas ni a grandes esfuerzos, y se encontraba gordo y fuerte, con la joroba llena y reluciente, lo que indicaba que contaba con reservas suficientes para más de una semana al mismo ritmo. Una bestia como aquélla podía perder tranquilamente más de cien kilos de peso antes de comenzar a resentirse. Para él, por su parte, acostumbrado a las largas cacerías, aquella huida no era más que un paseo, semejante a otros muchos en busca del rastro de una pieza herida o de un hermoso rebaño fugitivo. Se sentía a gusto allí, a solas en el desierto, porque ésa era la vida que en verdad amaba, y aunque a ratos pensara en su familia, y, por las noches o al calor de la media tarde, le hiciera falta la presencia de Laila, sabía a ciencia cierta que podía prescindir de ellos por todo el tiempo que fuera necesario; el tiempo que le llevara concluir la tarea que se había impuesto: la de vengar la ofensa que le hicieran. Agradeció más tarde la salida de la Luna que le alumbró el camino, y a medianoche distinguió en la distancia el plateado reflejo de una «sebhka», un gran lago salado que se abría ante él como un mar petrificado del que no alcanzaba a distinguir la otra orilla. Se desvió hacia el Norte, bordeándolo a cierta distancia, porque en las orillas pantanosas y enfangadas de aquellos lagos, los mosquitos proliferan por miles de millones formando auténticas nubes que, en la caída de la tarde, y los amaneceres, ocultaban el sol y hacían la vida imposible a cualquier hombre o bestia que se aproximara. Gacel había visto a camellos enloquecer de dolor cuando los mosquitos se les metían a puñados en los ojos, y la boca, para salir corriendo desbocados, tirar al suelo su carga o sus jinetes, y perderse de vista para no regresar nunca. El borde de las «sebhkas» había que afrontarlo, por tanto, a pleno día, cuando el sol estaba alto y abrasaba las alas de los mosquitos que osaban alzar el vuelo, y que permanecían por ello ocultos durante las horas de más calor, como si no existiesen, como si no constituyesen el mayor castigo que Alá podía enviar sobre los ya mil veces castigados habitantes del desierto., Gacel no conocía personalmente aquel lago salado, pero había oído hablar de él a muchos viajeros, y no se diferenciaba gran cosa, salvo quizás en su tamaño, de tantos otros que había encontrado en su vida. Muchísimos años atrás, cuando el Sáhara era un gran mar y éste se retiró, el agua quedó atrapada en multitud de hoyas semejantes, en las que más tarde se desecó muy lentamente, amontonando en el fondo una capa de sal que, en su centro, alcanzaba a menudo varios metros de espesor. No era raro que, a veces, corrientes subterráneas de aguas salitrosas los alimentaran también cuando llovía, y de ese modo, cerca de las orillas se formaba una zona de arena húmeda y salobre, pastosa, que el sol quemaba hasta convertir en una costra endurecida, como una corteza de pan recién sacado del horno. Esa costra presentaba el peligro de resquebrajarse en cualquier momento lanzando al viajero a una pasta que recordaba a la mantequilla semiderretida que se lo tragaba en pocos minutos, más peligrosa aún que el traidor «fesh-fesh», el suelo arenoso, sin apoyo, en que de improviso hombre y camello desaparecían como si nunca hubieran existido. Gacel temía al «fesh-fesh», imprevisible, que no avisaba jamás de su presencia, pero al menos le agradecía la rapidez con que acababa con su víctima, mientras que la arena movediza del borde de los lagos salados se entretenía con su presa como con una mosca atrapada en la miel, hundiéndola centímetro a centímetro, sin posibilidad alguna de escapar, en la más larga agonía que cupiera imaginarse. Por todo ello avanzaba ahora muy despacio hacia el Norte, buscando rodear aquella blanca extensión que parecía no tener límites, consciente de que era otra de las barreras que la Naturaleza interponía entre él y sus perseguidores. La salina se tragaría cualquier vehículo que pretendiera adentrarse en ella. — Mubarrak ha muerto. Ese hijo de puta lo pinchó con su espada. Almarik asegura que fue un duelo limpio, y que los Sal no están dispuestos a iniciar una guerra de tribus por su causa. Para ellos el problema está zanjado. — Por desgracia, nosotros no podemos hacer lo mismo. Manteneos con los ojos abiertos hasta nueva orden. — Entendido, sargento. Corto y cierro. Malik se volvió al negro. — Necesito hablar con el puesto de Tidikén. Que se ponga el teniente Razmán. Avísame cuando lo tengas. Se alejó a pasear a solas en la noche, contemplando las estrellas y la Luna que extraía reflejos dorados de las altas dunas que se alzaban a sus espaldas. Comprendió que, pese a la innegable dureza de los días que le esperaban, se sentía feliz de encontrarse allí, al borde del «erg», comprometido en la difícil aventura de dar caza a un hombre que, sin duda, conocía el desierto mucho mejor de lo que él pudiera conocerlo nunca, y jugaría como una liebre jugaría con un camello que quisiera atraparla. Pero, de una forma u otra, era eso: una caza, y eso le hacía sentirse de nuevo en marcha, de nuevo activo, de nuevo joven tal vez, como en los tiempos en que acechaba oficiales franceses en las esquinas de la «Casba» para hundirles un cuchillo en las tripas y perderse luego entre las sombras de las mil callejuelas. O cuando arrojaba una bomba al interior de un café del barrio europeo el día que se lanzaron al fin a la lucha abierta, convencidos de que la libertad estaba cerca. Era una hermosa vida aquélla, excitante y plena, tan distinta de la monotonía del cuartel que llegó con la independencia, y tan distinta del horror del destierro en Adoras, y su inútil y eterna lucha contra la invasión de las arenas. «Quiero atrapar a ese sucio targuí — se dijo—. Y atraparlo vivo, para quitarle el velo, verle la cara, y que él vea a su vez la mía, y comprenda que no va a ser el primero que se ría de mí». Había pasado toda una larga noche despierto en su camastro, soñando con la idea de acompañarle a la «Tierra Vacía» en busca de «La Gran Caravana», imaginando las aventuras que correrían juntos, y cuánto sería capaz de enseñarle un hombre como aquél, que había sido capaz de ir y volver allá, no una, sino dos veces. Durante toda una larga noche, aquel targuí se había convertido en su amigo, le había devuelto la esperanza en un posible futuro, y de pronto, en sólo, unas horas, ese mismo targuí había roto sus sueños por dos veces, negándose a que le acompañara y degollando al capitán cuando ya había logrado convencerle. No. No había nacido aún el «Hijo del Viento» que pudiera hacerle eso, y seguir vivo. No había nacido. — ¡Sargento! El teniente al aparato. Corrió hacia allá. — ¿Teniente Razmán? — Sí, sargento. ¿Atraparon al targuí? — Todavía no, mi teniente. Pero tengo la impresión de que está atravesando el gran «erg» del sur de Tidikem… Si manda a sus hombres, podría cortarle el paso antes de que se adentre en las montañas de Sidi-el-Madia… Se hizo un silencio. Por último, la voz del teniente llegó dubitativa. — Pero eso está casi a doscientos kilómetros de aquí, sargento… — Lo sé — admitió—. Pero si se mete en Sidi-el-Madia, ni todos los ejércitos del mundo podrían encontrarle. Aquello es un laberinto. El teniente Razmán meditó su respuesta. Despreciaba al sargento Malik, al igual que despreciaba al capitán Kaleb-el-Fasi, cuya muerte había celebrado, y al igual que despreciaba a todos cuantos terminaban en Adoras, la escoria de un ejército que hubiera deseado limpio y recto, y en el que canallas de su clase no debían tener cabida ni aun para mantener abierto aquel puesto maldito. Si un targuí había tenido el valor de meterse en aquel infierno, matar al capitán y largarse con viento fresco, en su fuero interno estaba de su parte, cualquiera que fuera la razón por la que lo hubiera hecho. Pero comprendía también que era el prestigio de ese mismo ejército el que estaba en juego y, que si se negaba a la petición de ayuda y el targuí escapaba, el sargento aprovecharía para cargarle con la responsabilidad ante sus superiores. Dentro de dos años ascendería a capitán y se convertiría en la máxima autoridad de la región. Si además cazaba al asesino de un oficial — por puerco que este oficial hubiera sido en vida—, esos dos años podían acortarse. Lanzó un suspiro y asintió con la cabeza como si el otro pudiera verle. — Está bien, sargento — replicó al fin—. Saldremos al amanecer. Corto y fuera. Dejó el micrófono sobre la mesa, cerró el interruptor y permaneció muy quieto contemplando el emisor, como si esperase encontrar en él una respuesta. La voz de Souad, le sacó de su abstracción devolviéndole a la realidad. — No te agrada esa misión, ¿verdad? — inquirió desde la cocina, asomando apenas la cabeza. — No, desde luego — admitió. No he nacido para policía, ni para perseguir a un hombre por el desierto simplemente porque hizo lo que consideraba justo según su ley. — Esa ya no es la ley, y tú lo sabes — le hizo notar ella viniendo a sentarse al otro extremo de la larga mesa—. Somos un país moderno e independiente en el que todos debemos ser igual porque si cada uno se rigiera, por sus propias costumbres, resultaríamos ingobernables. ¿Cómo compaginar los hábitos de los hombres de la costa, con los de los montañeses, o los beduinos y tuareg del desierto? Hay que cortar y empezar de nuevo imponiendo una legislación común o nos precipitaremos al abismo. ¿Es que no lo comprendes? — Sí. Se puede comprender cuando se ha estudiado en una academia militar, como yo, o en una universidad francesa, como tú. — Hizo una pausa, buscó una curva cachimba de la media docena que colgaban de un soporte de madera, en la pared, y comenzó a cargarla con parsimonia—. Pero dudo que pueda comprenderlo quien ha pasado toda su vida en el confín del desierto sin que nos hayamos preocupado de notificarle que la situación ha variado. ¿Tenemos derecho a obligarle a aceptar de la noche a la mañana, que su vida, la de sus padres y la de sus antepasados de hace dos mil años, ya no tiene validez? ¿Por qué? ¿Qué les hemos dado a cambio? — Libertad. — ¿Es libertad entrar en su casa, matar a un huésped y llevarse a otro? — Se asombró—. Estás hablando de una libertad política, tal como la ve una estudiante en los «campus» y los bares, pero no como puede verla un hombre que se ha considerado siempre auténticamente libre, gobiernen los franceses, los fascistas o los comunistas… El coronel Duperey, con todo y ser un «colonialista», hubiera sabido respetar mejor las tradiciones de ese targuí, que el cerdo del capitán Kaleb, con todo lo que luchó a favor de la independencia… — No puedes poner a Kaleb como un ejemplo. Era una carroña. — Pero es ese tipo de carroña la que envían a tratar con nuestra gente más pura, que deberíamos cuidar porque es la parte viva de lo mejor de nuestra historia y nuestro pueblo. Son los Kalek, los Malik y el gobernador Ben-Koufra, los que destinen a este desierto, al que los franceses dedicaban, sin embargo, lo más selecto de sus oficiales. «No todos eran el coronel Duperey, y lo sabes. ¿O te has olvidado de la Legión Extranjera y sus asesinos? También ellos causaron estragos entre nuestras tribus, las diezmaron, les quitaron sus pozos, y sus pastos, y las empujaron a los pedregales.» El teniente Razmán encendió su pipa, echó una ojeada a la cocina y señaló: — Se te quema la carne. No… — añadió luego. No me he olvidado de la Legión y su brutalidad. Pero me consta que actuaban así porque estaban en permanente guerra con las tribus rebeldes, y no pararon hasta dominarlas. Era su misión, y la cumplieron, de la misma forma que yo mañana voy a cumplir la misión de atrapar a ese targuí porque se ha rebelado contra la autoridad establecida, cualquiera que ésta sea. — Hizo una pausa y observó cómo ella sacaba la carne del fuego y servía los platos que llevó luego a la mesa. ¿Cuál es entonces la diferencia? En guerra nos comportamos igual que los colonialistas, pero en la paz, no somos capaces de imitarles. — Tú les imitas — señaló Souad suavemente y con indudable amor en el tono de su voz—. Te esfuerzas por ayudar y comprender a los beduinos, te preocupas por sus problemas, e incluso pones en ello tu propio dinero… — Agitó la cabeza con incredulidad—. ¿Cuánto te deben, y cuándo te lo pagarán? Hace meses que no veo un céntimo de tu paga, pese a que se suponía que aquí íbamos a ahorrar. — Le interrumpió con un gesto—. No. No me quejo. Me basta con lo que tenemos. Únicamente quiero hacerte comprender que no está en tus manos solucionar todos los problemas. No eres más que el teniente de un destacamento que ni siquiera figura en los mapas. Tómalo con calma… Cuando seas, como Duperey, coronel gobernador del Territorio y amigo íntimo del Presidente de la República, tal vez puedas hacer algo. — No creo que para entonces quede nada que proteger — replicó mientras comenzaba a masticar lentamente la carne, dura y correosa de un viejo camello al que había mandado sacrificar antes de que muriera sin necesidad de ayuda—. Y habremos aniquilado, en el transcurso de una sola generación de nación independiente, todo cuanto logró sobrevivir durante siglos. ¿Qué dirá de nosotros la Historia? ¿Qué dirán nuestros nietos cuando vean el uso que hicimos de nuestra libertad? — Fue a añadir algo, pero le interrumpió un discreto golpear en la puerta, y volvió el rostro hacia allí—. ¡Adelante! — pidió. En el umbral se recortó la altísima figura del sargento Ajamuk, que se cuadró llevándose la mano al turbante. — ¡A sus órdenes, mi teniente! — saludó—. ¡Buenas noches! — añadió respetuoso—. Sin novedad en el puesto. ¿Manda usted algo? — Sí. Pase, por favor — indicó—. Al amanecer saldremos hacia el Sur. Nueve hombres en tres vehículos. Yo iré al frente y usted se quedará al mando aquí. Prepárelo todo, por favor. — ¿Cuántos días? — Cinco… Una semana como máximo. El sargento Malik sospecha que ese targuí puede estar cruzando el «erg» en dirección a Sidi-el-Madia. — Advirtió la expresión del otro que había torcido el gesto—. A mí tampoco me agrada, pero se supone que es nuestro deber. El sargento Ajamuk conocía perfectamente sus limitaciones, pero conocía también al teniente Razmán y sabía que podía permitirse el comentario: — Con todo respeto, señor — dijo—. No debería permitir que esa gentuza de Adoras le mezclase en sus problemas… — Son parte del Ejército, Ajamuk — le hizo notar—, Lo queramos o no… ¡Siéntese, por favor! ¿Un dulce? — Gracias, pero no quisiera molestar. Souad ya se había encaminado a la cocina con los platos casi sin terminar — la carne resultaba prácticamente incomestible y regresaba con una bandeja de dulces caseros que hicieron refulgir los ojos del recién llegado. — ¡Vamos, sargento! — rió ella—. Que le conocemos. Los saqué del horno hace dos horas. Una mano fue hacia ellos como si estuviera dotada de vida propia, independiente de la voluntad de su dueño. — Usted me pierde, señora — admitió Ajamuk—. A mi esposa, por más que lo intenta, no le salen igual… — Clavó sus enormes y blanquísimos dientes en la crujiente pasta de almendras, y la paladeó recreándose en ella. Aún con la boca llena, añadió—: Con su permiso, teniente, creo que debería permitirme ir con usted. Nadie conoce como yo esa región. — Alguien tiene que quedarse al frente de esto. — Puede confiar en el cabo Mohamed. Y su esposa sabe manejar la radio. — Hizo una pausa mientras tragaba—. Aquí nunca ocurre nada. El teniente meditó mientras Souad servía el té, hirviente y dulzón, aromático y apetitoso. Le agradaba el sargento, disfrutaba de su compañía y era el único, de entre sus hombres, que podía atrapar al fugitivo. Quizá por eso, casi inconscientemente, trataba de dejarlo al margen, ya que, en el fondo de su corazón, seguía estando de parte del targuí. Se miraron por encima de los vasos de té, y se diría que cada uno adivinaba lo que el otro estaba pensando. — Si alguien tiene que atraparlo — insistió el sargento—, más vale que seamos nosotros que Malik. En cuanto le eche la vista encima le pegará un tiro para zanjar el asunto y que no intervenga nadie. — ¿También usted lo cree? — Estoy seguro. — ¿Y cree que le aguarda mucho mejor destino si se lo entregamos al gobernador? — No obtuvo respuesta, y añadió seguro de lo que decía—: El capitán Kaleb no se hubiera atrevido a matar a aquel hombre sin el respaldo de Ben-Koufra. Y lo que me extraña es que no mandara asesinar también a Abdul-el-Kebir. — Reparó en la severa y preocupada mirada que su esposa le dirigía desde la puerta de la cocina y suspiró con aire de fatiga—. ¡Bien…! — masculló. No es asunto nuestro. De acuerdo… — admitió por último—. Vendrá conmigo. ¡Despiérteme a las cuatro! El sargento Ajamuk se puso en pie como impulsado por un resorte, se cuadró sin poder disimular su satisfacción y se encaminó a la puerta. — ¡Gracias, teniente! Buenas noches, señora… Y gracias por los dulces. Salió cerrando tras sí, pero el teniente Razmán le siguió a los pocos instantes y fue a sentarse al porche, a contemplar la noche y el desierto que se extendía ante él hasta perderse de vista en las sombras. Souad se reunió con él y permanecieron así, en silencio largo rato, disfrutando del aire limpio y fresco después de todo un día de calor agobiante. Al fin ella señaló: — No creo que debas preocuparte. El desierto es muy grande. Lo más probable es que nunca lo encuentres. — Si lo encuentro, tal vez me asciendan — replicó Razmán sin mirarla—. ¿Lo has pensado? — Sí — admitió ella con naturalidad—. Lo he pensado. — ¿Y…? — Pronto o tarde ascenderás, y más vale que sea por algo de lo que te sientas orgulloso, que por hacer de perro policía. Yo no tengo prisa… ¿La tienes tú? — Quisiera darte una vida mejor. — ¿Qué importa una estrella más y un aumento de sueldo, si nunca usas uniforme y el sueldo continuarás prestándolo? Te deberán más dinero, eso es todo. — Quizá me destinarán fuera de aquí. Podríamos regresar a la ciudad. A nuestro mundo… Ella rió divertida: — ¡Oh, vamos, Razmán! — exclamó—. ¿A quién tratas de engañar? Este es tu mundo, y lo sabes. Te quedarás aquí por mucho que te asciendan. Y yo me quedaré contigo. El se volvió a mirarla y sonrió: — ¿ Sabes…? — dijo—. Me gustaría que hiciéramos el amor como la otra noche… Entre las dunas. Ella se puso en pie, desapareció en la casa, y regresó con una manta bajo el brazo. Alcanzó el borde de la salina cuando el sol estaba ya muy alto, calentaba la tierra y empujaba a los mosquitos a sus refugios, bajo las piedras y los matojos. Se detuvo y observó la blanca extensión que brillaba como un espejo a veinte metros bajo sus pies, hiriendo los ojos y obligándole a entrecerrarlos, pues la sal devolvía la luz con furia, amenazando con quemarle las pupilas aun acostumbrado como estaba, desde niño, a la violenta luminosidad de las arenas del desierto. Por fin, buscó una gruesa piedra, la alzó con las dos manos, y la dejó caer al fondo. Como esperaba, al llegar abajo la piedra quebró la costra reseca por el sol y desapareció en el acto. Por el hueco que había dejado surgió pronto, borboteando, una masa pastosa de color castaño claro. Continuó arrojando piedras, cada vez a mayor distancia del escarpado borde, hasta que a unos treinta metros, comenzaron a rebotar en la sal, sin atravesarla. Se inclinó luego hacia delante sobre el talud, asomó con cuidado la cabeza y buscó los puntos por los que podía filtrarse la humedad. Por último empleó más de una hora en estudiar con detenimiento la cornisa, para dar con el punto idóneo para intentar el descenso con el mínimo riesgo. Cuando abrigó la certeza de que su elección era correcta, obligó al mehari a arrodillarse, colocó ante él tres puñados de cebada, montó su campamento, y se durmió en el acto. Cuatro horas más tarde, en el momento en que el sol iniciaba tímidamente su descenso, abrió los ojos, como si un despertador hubiese sonado de improviso a su lado. Minutos después, de pie, en equilibrio sobre su montura, oteó el desierto que había dejado a sus espaldas. No distinguió columna alguna de polvo alzándose en el aire, pero sabía que la pesada grava del «erg» no se elevaba cuando los vehículos se veían obligados a avanzar muy despacio por culpa de las innumerables rocas. Aguardó pacientemente y esa paciencia dio su fruto: un objeto metálico devolvió, muy a lo lejos, el reflejo de un rayo de sol. Calculó la distancia: necesitarían al menos seis horas para alcanzar el punto en que se encontraba. Saltó a tierra, tomó el ronzal de la bestia, y pese a sus sonoras protestas, la condujo hasta el borde del talud por el que descendieron con infinito cuidado, paso a paso, atentos, no sólo a no resbalar y precipitarse abajo con riesgo de partirse el cuello, sino atentos, también, a cada piedra, y cada laja de roca, pues le constaba que, bajo ellas, allí, junto a la salina, anidaban por miles los alacranes. Respiró satisfecho cuando alcanzó el fondo, se detuvo, y estudió con detenimiento la costra que comenzaba a cuatro metros de distancia. Avanzó y la tanteó con el pie. Parecía dura y resistente, y dejó el ronzal libre cuan largo era, enrollándose el extremo en la muñeca, consciente de que, si se hundía, el mehari lo sacaría, a rastras, del peligro. Sintió en el tobillo la picadura del primer mosquito. El sol comenzaba a aflojar su fuerza y pronto la zona se convertiría en un infierno. Echó a andar, y le pareció escuchar el lamentarse de la costra bajo la planta de sus pies, y en algunos puntos se onduló sin llegar a quebrarse. El mehari le siguió obediente, pero a los cuatro metros su instinto debió avisarle del peligro, se detuvo indeciso y berreó malhumorado, aunque su grito casi podía considerarse una protesta al advertir la infinita extensión de sal en la que no se distinguía ni un triste matojo. — ¡Vamos, estúpido…! — masculló—. ¡No te pares! Le respondió un nuevo berrido, pero un brusco tirón y dos sonoras palabrotas le decidieron. Avanzó diez metros y pareció sentirse más tranquilo a medida que la costra salada iba endureciéndose hasta constituir un piso firme y seguro. Marcharon luego despacio, siempre hacia el sol que se ocultaba, y ya entrada la noche trepó al mehari, y dejó que éste continuara su camino, consciente de que no se desviaría de su ruta mientras descabezaba un largo sueño, acurrucado allí, en la alta silla, bamboleándose como sobre un agitado mar, pero tan seguro y a gusto como si se encontrara bajo el techo de su «jaima» durmiendo junto a Laila. Fue la más silenciosa de las noches. No lloraba el viento, las afelpadas patas del dromedario no levantaban el más mínimo rumor al pisar sobre la sal, y allá, en el centro de la inmensa «sebhka» no había hienas ni chacales que aullasen reclamando su presa. La Luna se alzó; plena, luminosa y limpia, sacando destellos plateados a los mil millones de espejos de la llanura sin accidentes, sobre la que la silueta del mehari y su jinete constituían una aparición irreal y fantasmagórica saliendo de la nada de la noche hacia la nada de las sombras, pura estampa de soledad absoluta, pues probablemente ningún ser humano estuvo nunca tan solo como lo estaba aquel targuí en aquella salina. — ¡Allí está! Le tendió los prismáticos al sargento Ajamuk que siguió con ellos la dirección de su brazo, los ajustó a su vista, y distinguió, en efecto, al jinete que avanzaba despacio bajo el fuerte sol de la mañana. — Sí — admitió—. Allí está, pero tengo la impresión de que nos ha visto. Se ha detenido y mira hacia aquí. El teniente Razmán tomó nuevamente los gemelos y enfocó hacia el punto donde, a través de la calina que reverberaba sobre la blanca superficie, Gacel Sayah miraba también hacia donde se encontraban, en el borde de la «sebhka». Le constaba que los ojos de halcón de un targuí acostumbrado a las grandes distancias, equivalían a la vista de un hombre normal ayudado por prismáticos. Se miraron, aunque en realidad la distancia no le permitía distinguir más que la confusa silueta de bestia y jinete que parecían ondular por efecto de la reverberación, y le hubiera gustado saber qué pensaría en el momento en que acababa de descubrir que se encontraba atrapado en el centro de una trampa de sal que no ofrecía escapatoria. — Ha sido más fácil de lo que pensaba… — comentó. — Aún no le hemos cogido… — señaló Ajamuk. Se volvió a mirarle: — ¿Qué quieres decir? — Lo que he dicho — replicó el sargento con naturalidad—. Nuestros vehículos no pueden descender a la salina. Aunque encontráramos una pendiente apropiada, nos hundiríamos en la sal. Y a pie no los atraparemos nunca. El teniente Razmán comprendió que tenía razón, extendió la mano y tomó el auricular del radioteléfono: — ¡Sargento! — llamó ¡Sargento Malik! ¿Me oye? El aparato lanzó un silbido, gruñó, carraspeó y al fin llegó, clara, la voz de Malik-el-Haideri. — Le oigo, teniente. — Estamos en el lado oeste de la «sebhka» y hemos localizado al fugitivo. Viene hacia nosotros, aunque, por desgracia, creo que nos ha visto. Casi pudo escuchar la sorda maldición del sargento que, tras una pausa, señaló: — Pues yo no puedo continuar. He encontrado un sendero para bajar, pero la costra no soporta el peso del jeep. — No veo más solución que rodear la salina y esperar a que la sed le obligue a entregarse. — ¿Entregarse…? — La voz era una mezcla de asombro e incredulidad—. Un targuí que ha matado a dos hombres, nunca se entregará. — Ajamuk hizo un gesto de asentimiento corroborando sus palabras—. Puede que se deje morir, pero nunca se rendirá. — Es posible… — admitió Pero está claro que no podemos ir a por él. — ¡Esperaremos! — ¡Usted manda, teniente…! — Manténgase a la escucha. ¡Corto y fuera! Cerró el interruptor y se volvió a Ajamuk. — ¿Qué le pasa? — masculló—. ¿Pretende que nos lancemos a corretear a un targuí por esa llanura para que juegue con nosotros o nos pegue un tiro…? — Hizo una pausa y se volvió a uno de los soldados—. Prepare una bandera blanca — pidió. — ¿Pretende parlamentar? — se sorprendió Ajamuk ¿Qué va a sacar con eso? Se encogió de hombros: — No lo sé. Pero haré cuanto esté en mi mano para que no haya más derramamiento de sangre. — Déjeme ir a mí — rogó el sargento—. No soy targuí, pero he nacido en estas tierras y los conozco bien. Negó convencido: — Yo soy ahora la máxima autoridad al sur de Sidi-el-Madia — dijo—. Tal vez me escuche. Tomó el mango de la pala a cuyo extremo el soldado había amarrado un sucio pañuelo, se despojó de la pistola, y comenzó a descender con cuidado por el peligroso terraplén. — Si me ocurre algo, usted tiene el mando — puntualizó—. Malik no debe tomarlo bajo ningún concepto. ¿Está claro? — No se preocupe. A trompicones, resbalando y a punto de precipitarse al abismo, el teniente llegó abajo, observó con desconfianza la leve costra de sal, y consciente de que sus hombres le observaban, hizo de tripas corazón y echó a andar con paso decidido hacia la distante silueta del jinete, rogando al Cielo que el suelo no se hundiera bajo sus pies. Cuando se sintió seguro continuó su marcha ondeando la triste bandera bajo un sol que comenzaba a convertirse en plomo derretido, advirtiendo cómo, en la hoya que formaba la salina sin un soplo de viento y recalentada por el sol, la temperatura aumentaba más de cinco grados y el aire quemaba al llegar a los pulmones. Observó cómo el targuí obligaba a arrodillarse a su montura y le aguardaba en pie, junto a ella, con el rifle a punto, y a mitad de camino se arrepintió de su acto, pues el sudor chorreaba por todo su cuerpo, empapando su uniforme, y las piernas parecían a punto de negarse a mantenerle. El último kilómetro fue, sin ninguna clase de duda, el más largo de su existencia, y cuando se detuvo a diez metros de Gacel necesitó tiempo para recuperar las fuerzas, serenarse y musitar: — ¿Tienes agua? El otro negó sin dejar de apuntarle al pecho: — La necesito. Beberás cuando regreses. Asintió comprensivo y se pasó la lengua por los labios donde no encontró más que el gusto salobre del sudor. — Tienes razón — admitió—. Soy un estúpido al no traer la cantimplora. ¿Cómo puedes soportar este calor? — Estoy acostumbrado… ¿Has venido a hablarme del tiempo? — No. He venido a pedirte que te entregues. ¡No puedes escapar! — Eso, sólo Alá puede decirlo. El desierto es grande. — Pero esta salina no. Y mis hombres la rodean. — Lanzó una ojeada a la fláccida «gerba» que colgaba de la montura. Tienes poca agua. No resistirás mucho… — Hizo una pausa—. Si vienes conmigo te prometo un juicio justo. — Nadie tiene por qué juzgarme — puntualizó Gacel con naturalidad—. A Bubarrak lo maté en duelo, según las costumbres de mi raza, y al militar lo ajusticié porque era un asesino que no respetó las sagradas reglas de la hospitalidad… Según la ley targuí no he cometido ningún delito. — ¿Por qué huyes entonces…? — Porque sé que, ni los infieles «rumi», ni vosotros, que habéis copiado de ellos sus absurdas leyes, respetaréis las mías, pese a que nos encontremos en el desierto. Para ti soy un sucio «Hijo del Viento» que ha matado a uno de los tuyos, no un «inmouchar» del Kel-Talgimus que hizo justicia según un derecho que se remonta a miles de años; muchos años antes de que ninguno de vosotros soñara con pisar estas tierras. El teniente Razmán se dejó caer con cuidado tomando asiento sobre la dura corteza de sal mientras negaba convencido: — Para mí no eres ningún sucio «Hijo del Viento». Eres un «imohag» noble y valiente, y comprendo tus razones. — Hizo una pausa—. Y las comparto. Probablemente yo hubiera reaccionado igual, sin permitir una ofensa semejante. — Lanzó un sonoro suspiro—. Pero mi obligación es entregarte a las autoridades evitando derramamiento de sangre. ¡Por favor…! — suplicó—. No hagas las cosas más difíciles. Hubiera jurado que su interlocutor sonreía burlonamente bajo el velo cuando replicó irónico: — ¿Difíciles para quién? — Agitó la cabeza—. Para un targuí las cosas comienzan a ser verdaderamente difíciles en el momento en que pierde su libertad. Nuestra vida es muy dura, pero la compensa el hecho de ser libres. Si perdemos esa libertad, perdemos la razón de vivir. — Hizo una pausa—. ¿Qué harían conmigo? ¿Condenarme a veinte años? — No tienen por qué ser tantos… — ¿No? ¿Cuántos entonces? ¿Cinco…? ¿Ocho…? — negó convencido—. ¡Ni un solo día, óyeme bien! He visto vuestras cárceles, me han contado cómo se vive en ellas, y sé que no soportaría un solo día. — Hizo un gesto expresivo con la mano indicando que se marchara—. Si quieres cogerme, ven a buscarme… Razmán se puso pesadamente en pie horrorizado por la idea de reemprender la larga caminata bajo un sol que cada vez calentaba con más furia: — No vendré a buscarte… De eso puedes estar seguro — fue todo lo que dijo antes de darle la espalda. Gacel lo observó mientras se alejaba cansinamente, apoyándose en el palo que había servido de asta a la bandera, dudando que fuera capaz de alcanzar el borde de la «sebhka» sin caer víctima de una insolación. Por su parte, clavó en la dura sal la «takuba» y el rifle, montó un techo y se refugió bajo él dispuesto a aguardar, paciente, el paso de las más difíciles horas del día… No durmió, con los ojos fijos en el punto en el que los vehículos lanzaban al sol destellos metálicos, advirtiendo cómo, minuto a minuto, la calina se iba espesando y el calor aumentaba hasta amenazar con hacer hervir la sangre; un calor tan denso, agobiante y pesado, que obligó a protestar al mehari acostumbrado como estaba por su naturaleza a las más altas temperaturas. No podría sobrevivir mucho tiempo allí, en el corazón de la salina, y lo sabía. Le quedaba agua para un día. Luego harían su aparición el delirio y la muerte: la más espantosa de las muertes; aquella a la que los tuareg temían desde el mismo día que nacían: la muerte por sed. Ajamuk observó con ojo crítico la altura del sol, y estudió con detenimiento los bordes de la salina: — Antes de media hora los mosquitos nos comerán vivos — señaló convencido—. Tenemos que retirarnos. — Encenderemos hogueras. El sargento negó con firmeza: — No existe hoguera ni protección posible contra la plaga — insistió—. En cuanto comiencen a atacar, los soldados saldrán corriendo y no me comprometo a detenerlos — sonrió—. Yo estaré corriendo también. Fue a decir algo, pero uno de los soldados le interrumpió señalando con el brazo hacia la salina. — ¡Mire…! — gritó ¡Se marcha…! El teniente tomó los prismáticos y los enfocó hacia el punto indicado. En efecto, el targuí había alzado su ridículo campamento, y se alejaba llevando su montura del ronzal. Se volvió, pensativo, a su ayudan te: — ¿Adónde irá…? Ajamuk se encogió de hombros: — ¿Quién puede saber lo que piensa un targuí? — No me gusta. — A mí tampoco. El teniente meditó unos instantes visiblemente preocupado. — Supongo que tratará de escurrirse de noche — aventuró—. Usted irá al Norte con tres hombres. Saud, al Sur… Yo cubriré esta zona, y Malik está con su gente en el Este… — agitó la cabeza—. Si mantenemos los ojos bien abiertos no pasará. El sargento no respondió, pero resultaba claro que no compartía el optimismo de su superior. Era beduino, conocía bien a los tuareg, y conocía bien, de igual modo, a sus soldados, montañeses que cumplían el servicio militar obligatorio en un desierto que ni entendían, ni deseaban entender. Admiraba al teniente Razmán, apreciando los esfuerzos que hacía por adaptarse a aquellas tierras, decidido a convertirse en un auténtico experto, pero le constaba que era mucho lo que le faltaba por aprender. El Sáhara y sus gentes no se asimilaban en un año, ni en diez, y lo que jamás se asimilaba por completo era la mentalidad de uno de aquellos ladinos «Hijos del Viento» aparentemente simples por su forma de vida, pero profundamente complicados en la realidad. Tomó los prismáticos que descansaban sobre el asiento y los enfocó hacia el hombre que se iba convirtiendo en un punto cada vez más diminuto, seguido por su bamboleante cabalgadura. Por qué se adentraba de nuevo en aquel horno abominable, no podía saberlo, pero presentía, casi podía palpar, que algún truco se escondía tras ello. Si un targuí con poca agua se movía y movía a su montura, alguna poderosa razón existía. Silbaron en su oreja y dio un respingo. — ¡Vámonos! — gritó—. ¡Los mosquitos! Saltaron a los vehículos y comenzaban ya a palmearse las manos y la cara cuando arrancaron, alejándose a toda la velocidad que permitía el accidentado terreno, apartándose todo lo posible de la zona pantanosa. Luego, se separaron tomando cada uno una dirección distinta. El teniente Razmán ordenó a los hombres que quedaban con él que montaran el campamento y prepararan la cena, y se puso en contacto con el sargento Malik-el-Haideri notificándole sus movimientos y los del fugitivo. — Tampoco yo sé lo que pretende, teniente — admitió Malik—. Pero me consta que ese tipo es muy listo. — Hizo una pausa—. Quizá lo mejor sea entrar a buscarle… — Probablemente es lo que pretende… — replicó—. Pero recuerde que es famoso por su puntería. Con un camello y un fusil ahí dentro nos tendría a su merced. ¡Esperaremos…! Y esperaron toda la noche, agradeciendo la luminosidad de la Luna, con las armas a punto y atentos al menor movimiento sospechoso. Pero no ocurrió nada, y cuando el sol subió en el horizonte regresaron al borde de la salina, y pudieron distinguir allí, casi en el centro mismo, al mehari arrodillado y al hombre durmiendo tranquilamente a su sombra. Equidistante de los cuatro puntos cardinales, cuatro prismáticos le enfocaron durante todo el día, sin que, ni jinete ni montura efectuaran un solo movimiento perceptible a semejante distancia. Cuando comenzaba a caer de nuevo la tarde, antes de que los mosquitos abandonaran su refugio, el teniente Razmán estableció línea abierta con sus hombres. — No se ha movido — les hizo notar—. ¿Qué piensan de eso? El sargento Malik recordó sus palabras: «Hay que vivir como una piedra, atento a no realizar un solo movimiento que consuma agua… Incluso de noche debes moverte tan despacio como un camaleón, y así, si consigues volverte insensible al calor y la sed, y, sobre todo, si consigues vencer el pánico y conservar la calma, tienes una remota posibilidad de sobrevivir». — Guarda sus fuerzas… — señaló—. Esta noche se moverá… Lo que hace falta es saber hacia dónde… — Necesitará por lo menos cuatro horas para alcanzar el borde de la «sebhka» — intervino Ajamuk—. Y una más para ascender en la oscuridad y llegar donde estamos — calculó mentalmente—. Tendremos que estar atentos hacia la medianoche. Si espera más, no tendrá luego tiempo de alejarse aunque lograra pasar. — Se le desbocará el camello — recordó Saud desde el extremo sur—. Aquí los mosquitos forman nube. Hay una entrada de agua y si se aproxima se hundirá sin remedio. El teniente Razmán abrigaba el convencimiento de que el targuí prefería que se lo tragaran las arenas a dejarse atrapar con vida, pero no hizo comentario alguno. Se limitó a dar instrucciones. — Cuatro horas de descanso — dijo—, pero a partir de ese momento, todo el mundo atento… La noche fue igualmente larga e igualmente tensa bajo una luna que aún alumbraba con fuerza la llanura, y el amanecer les sorprendió vencidos por el sueño y la fatiga, con los ojos enrojecidos de otear la oscuridad, y los nervios destrozados por la presión que habían soportado. Y cuando se aproximaron de nuevo a la salina pudieron verle; en el mismo punto, en idéntica postura, sin que, al parecer, hubiera realizado un solo gesto. La voz del teniente sonó nerviosa a través del micrófono. — ¿Qué piensan de eso…? — ¡Que está loco! — replicó Malik malhumorado. Ya no le puede quedar agua… ¿Cómo va a resistir un día más en ese horno? Nadie tuvo respuesta. Incluso para ellos, fuera de la hoya y con agua suficiente en los grandes bidones, la idea de un día más bajo aquel sol de fuego resultaba insoportable, y, sin embargo, el targuí parecía dispuesto a dejar transcurrir otra jornada sin moverse. — Es un suicidio… — musitó para sí el teniente—. Un suicidio, y jamás creí que un targuí fuese capaz de suicidarse. Está buscando la eterna condenación. Ningún día fue tan largo. Ni tan caliente. La sal le lanzaba los destellos del sol, multiplicando su fuerza, convirtiendo casi en inútil su minúsculo refugio, anonadándole y anonadando al mehari al que había amarrado las cuatro patas una vez que lo tuvo arrodillado, aunque le dolía en el alma causarle un sufrimiento que no se merecía después de tantos años de conducirle a través de las arenas y los pedregales. Rezó sus oraciones como entre sueños, y entre sueños dejó pasar las horas, inmóvil, sin ni siquiera el gesto de espantar una mosca, que no existían allí porque ni las moscas soportaban semejante infierno. Luchaba por convertirse en piedra olvidando su cuerpo y sus necesidades, consciente de que no quedaba ni una gota de agua en las «gerbas» y sintiendo cómo su piel se iba secando, con la impresión extraña de que la sangre se espesaba en sus venas fluyendo por ellas cada vez más despacio. Pasado el mediodía perdió el cono cimiento y permaneció apoyado en el cuerpo de la bestia, con la boca muy abierta, incapaz de aspirar un aire que se había vuelto casi denso y parecía negarse tercamente a bajar a sus pulmones. Deliró, pero su seca garganta y su lengua amoratada no pudieron emitir sonido alguno. Luego, un estremecimiento del mehari y un lamento que nacía de las entrañas mismas de la pobre bestia le devolvieron a la vida y abrió los ojos, pero tuvo que cerrarlos de nuevo, vencido por el blanco fulgor de la salina. Ningún día, ni aun aquel en que agonizó su primogénito escupiendo sangre y lanzando a la arena pedazos de pulmón, devorado por la tuberculosis, le pareció tan largo. Ni tan caliente. Luego llegó la noche. La tierra comenzó a enfriarse muy despacio, el aire llegó más fácilmente a sus pulmones y pudo abrir los ojos sin experimentar la sensación de que le clavaban puñales en las retinas. El mehari salió también de su letargo y se agitó inquieto berreando sin fuerzas. Amaba aquella bestia y lamentaba su muerte inevitable. La había visto nacer y desde el primer momento supo que sería un animal brioso, resistente y noble. Lo cuidó con cariño y le enseñó a obedecer su voz y el contacto de su talón en el cuello; un lenguaje propio que únicamente ellos dos entendían. Jamás en todos aquellos años había tenido que pegarle. Y el animal no intentó morderle o atacarle, ni aun en los peores días de celo, en primavera, cuando otros machos se volvían histéricos e intratables rebelándose contra sus amos y lanzando una y otra vez al suelo su carga y sus jinetes. Era en verdad una bendición de Alá aquella hermosa bestia, pero había llegado su hora y lo sabía. Aguardó a que la Luna hiciera su aparición sobre el horizonte y sus rayos, devueltos por la sal, convirtieran casi la noche en día, y a su luz, extrajo la afilada gumía y cercenó de un solo tajo, cruel, fuerte y profundo, el blanco cuello. Rezó la oración ritual, y recogió la sangre que manaba a borbotones en una de las «gerbas». Cuando estuvo llena, la bebió despacio aún tibia y casi palpitante, con lo que pronto se sintió reconfortado. Esperó unos minutos, recuperó su ánimo y tanteó con cuidado el estómago del camello que atado como estaba, no se había movido con la llegada de la muerte, limitándose a humillar la cabeza. Cuando estuvo seguro del punto elegido, limpió la gumía en la raída manta de la montura, y la clavó con fuerza, profundamente, retorciéndola una y otra vez, buscando agrandar lo más posible la herida. Cuando retiró el arma, manó un poco de sangre, y después un chorro de agua verdosa y maloliente con la que llenó hasta rebosar la segunda gerba. Por último se tapó la nariz con una mano, cerró los ojos, y aplicó los labios a la herida, bebiendo directamente un líquido repugnante pero del que sabía, a ciencia cierta, que dependía su vida. Consumió hasta la última gota pese a que su sed ya se había aplacado, y el estómago amenazaba con estallarle. Contuvo luego las arcadas esforzándose por pensar en otra cosa y olvidar el olor y el sabor de un agua que llevaba más de cinco días en el vientre del camello, y necesitó toda su voluntad de targuí dispuesto a sobrevivir, para lograrlo. Por último, se durmió. — Está muerto… — masculló el teniente Razmán—. Tiene que estar muerto. Hace ya cuatro días que no se mueve y se diría que se ha convertido en una estatua de sal. — ¿Quiere que vaya a comprobarlo…? — se ofreció uno de los soldados, consciente de que su ofrecimiento podía suponerle los galones de cabo—. El calor comienza a disminuir… Negó una y otra vez mientras encendía la cachimba con ayuda de un mechero de larga y gruesa cuerda, mechero de marino, los más prácticos en aquellas tierras de arena y viento. — No me fío de ese targuí… — comentó. No quiero que te mate en la oscuridad. — Pero no podemos pasarnos la vida aquí… — le hizo notar el otro—. Queda agua para tres días. — Lo sé… — admitió. Mañana, si todo sigue igual, mandaré un hombre desde cada lado. No voy a arriesgarme tontamente. Pero cuando se quedó a solas se preguntó si el mayor riesgo no sería aquel de mantenerse a la expectativa, haciéndole el juego al targuí, incapaz de adivinar sus intenciones porque no aceptaba la idea de que hubiera decidido dejarse morir de calor y sed sin plantear batalla. Por lo que sabía de Gacel Sayah, era uno de los últimos tuareg auténticamente libres, un noble «inmouchar», casi un príncipe entre los de su raza, capaz de ir y volver a la «tierra vacía» y capaz igualmente de enfrentarse a un ejército por vengar una ofensa. No era lógico que un hombre así se limitara a dejarse morir cuando se sentía atrapado. El suicidio no estaba en la mente de los tuareg, al igual que no solía estarlo en la mente de la mayoría de los mahometanos, que sabían que aquel que atentaba contra su vida nunca podría aspirar a alcanzar el Paraíso. Tal vez el fugitivo, como otros muchos de su pueblo, no fuera en realidad un devoto creyente y conservara gran parte de sus viejas tradiciones, pero aun así, no lo imaginaba pegándose un tiro, cortándose las muñecas, o dejando que el sol y la sed le consumieran. Tenía un plan, de eso estaba seguro. Un plan maquiavélico y a la vez muy simple, en el que debían tener un papel importante los elementos que le rodeaban, y que un targuí había aprendido — aun antes de nacer — a usar a su favor, pero por más que se estrujaba el cerebro no lograba desentrañarlo. Presentía que estaba jugando con el cansancio de sus hombres y el suyo propio, y con el convencimiento de que ningún ser humano podía soportar tanto tiempo sin beber en un horno semejante. Estaba jugando a llevar a su ánimo, casi a su subconsciente, la seguridad de que vigilaban a un cadáver, lo que hacía que, sin ellos mismos darse cuenta, relajaran su vigilancia. En ese momento, se les escurriría entre los dedos como un fantasma y desaparecería tragado por la inmensidad del desierto. Era un razonamiento lógico y tenía plena conciencia de ello, pero cuando más convencido estaba de que no podía equivocarse, recordaba el insufrible calor que había tenido que soportar cuando bajó a la salina, calculaba el agua que debía consumir un ser humano, por muy targuí que fuera, para mantenerse con vida en semejante lugar, y comprendía que todas sus tesis se venían abajo y no existía esperanza alguna de que el fugitivo continuase con vida. — Está muerto… — se repitió una vez más, furioso consigo mismo y con su impotencia—. ¡El muy hijo de puta tiene que estar muerto! Pero Gacel Sayah no estaba muerto. Inmóvil, tan inmóvil como había permanecido durante cuatro días y casi cuatro noches, observó cómo el sol se ocultaba en el horizonte anunciando que las sombras llegarían casi sin transición alguna, y comprendió que era aquélla la noche en que al fin tendría que actuar. Fue como si su mente resurgiera de un extraño sopor en el que conscientemente se había esforzado por sumergirla con la esperanza de convertirse en ser inanimado: una planta lechosa, una roca del «erg», o un grano de sal entre los millones de granos de las de la «sebhka», venciendo de ese modo su necesidad de beber, transpirar e incluso orinar. Era como si los poros de su piel se hubieran cerrado, como si su vejiga dejara de tener comunicación con el exterior, y su sangre se transformara en una masa pastosa y lenta que circulaba al «ralentí», impulsada por un corazón que había reducido al mínimo sus latidos. Para ello tuvo que dejar de pensar, de recordar y de imaginar, porque sabía que cuerpo y mente dependían inexorablemente el uno del otro, y el simple hecho de recordar a Laila, pensar en un pozo de agua clara, o soñar que había escapado de aquel infierno, hacía que su corazón latiera de improviso más aprisa, abortando su necesidad de convertirse en «hombre piedra». Pero lo había conseguido, y ahora despertaba de su largo trance, contemplaba la tarde, y hacía trabajar su mente sacándola del sueño para que éste a su vez activara a su cuerpo, fluyera la sangre y cada uno de sus músculos recobrara la fuerza y la flexibilidad que iban a necesitar. Con las sombras, cuando abrigó la absoluta seguridad de que ya nadie podía verle, comenzó a moverse, primero un brazo, luego el otro, y al fin las piernas y la cabeza, para arrastrarse fuera del refugio y ponerse en pie, necesitando apoyarse para ello en el cadáver del camello, del que advirtió que comenzaba a emanar un hedor acre y profundo. Buscó la «gerba» y recurrió una vez más a toda su increíble fuerza de voluntad para tragar el líquido verdoso y repugnante que manaba semiespeso ya, como si, más que agua, se tratara de clara de huevo mezclada con bilis. Luego, buscó su gumía, apartó la silla de montar, y cortó con fuerza la piel de la giba del camello, de la que extrajo su grasa blanquecina, un sebo frío que pronto comenzaría a corromperse, pero que masticó consciente de que era lo único que podía devolverle las fuerzas. Aun después de muerta, su fiel montura le ofrecía un postrer servicio: sangre de sus venas y agua de su estómago para luchar contra la sed, y su preciosa reserva de grasa para devolverle la vida. Una hora más tarde, ya noche cerrada, le dirigió una última mirada agradecida, tomó sus armas y la «gerba» de agua, y emprendió sin prisas, la marcha hacia el Oeste. Se había despojado de la «gandurah» azul, dejando a la vista tan sólo la de abajo, y era por tanto una blanca mancha deslizándose en silencio sobre la llanura blanca, y ni aun cuando apareció la Luna, que ya mostraba un primer pellizco de sombra en su contorno, se le podría haber distinguido a más de veinte metros de distancia. Avistó el talud cuando los primeros mosquitos hacían acto de presencia, y se envolvió por completo en el turbante, cubriéndose incluso los ojos con el «litham», y permitiendo que los faldones de sus vestiduras arrastrasen por el suelo para impedir que los insectos se introdujeran a picarle los tobillos. Zumbaban por millones, amenazantes, menos desde luego que en el atardecer o los amaneceres, pero impresionantes por su número y ferocidad, y tuvo que golpearse los brazos y el cuello, pues tan grande era su número y tal su tamaño, que algunos lograron atacarle incluso a través de la ropa. Sintió claramente cómo la costra de sal comenzaba a adelgazar y volverse más peligrosa bajo sus pies, pero comprendió que en la oscuridad no podía hacer nada más que encomendarse a Alá y esperar que él condujera sus pasos, por lo que respiró cuando sintió el duro contacto de la primera laja de roca desprendida desde lo alto del talud y buscó un punto por el que trepar sin preocuparse ahora, pues ya eran demasiadas sus preocupaciones, de si ponía o no el pie sobre un nido de alacranes. A unos trescientos metros a su izquierda encontró el lugar apropiado para ascender y cuando asomó la cabeza a la inmensidad del «erg» y una levísima racha de viento le golpeó en el rostro, se dejó caer sobre la arena, agotado, bendiciendo al Creador que le había permitido escapar de la trampa de sal, pese a que llegó un momento en que su confianza, estuvo a punto de quebrarse, convencido de que jamás lo conseguiría. Descansó largo rato, procurando olvidar el zumbido de los mosquitos, y se arrastró luego, metro a metro con la paciencia de un camaleón que acechara a un insecto, hasta apartarse casi medio kilómetro del borde de la salina. Ni una sola vez alzó la cabeza una cuarta por encima del nivel de las rocas, y ni siquiera cuando una diminuta serpiente salió corriendo ante sus propios ojos hizo gesto alguno. Se volvió, cara al cielo, y observó las estrellas calculando cuánto faltaba para el amanecer. Buscó luego a su alrededor, y encontró el lugar apropiado: tres metros cuadrados de gruesa grava casi completamente rodeada de pequeñas rocas negras. Extrajo su gumía y comenzó a escarbar en silencio apartando cuidadosamente la arena, hasta cavar una fosa del largo de su cuerpo y dos cuartas de fondo. Clareaba cuando se introdujo en ella, y el primer rayo de sol se deslizaba sobre la llanura cuando concluyó de cubrirse de grava, dejando al aire tan sólo los ojos, la nariz y la boca, que en las peores horas de la mañana y de la tarde estarían protegidas por la sombra de dos rocas. Alguien podría haber orinado a tres metros de distancia, sin imaginar siquiera que, allí, casi bajo sus mismos pies, se ocultaba un hombre. Cada mañana, cuando el jeep se iba aproximando nuevamente al borde de la «sebhka», se diría que dos sentimientos libraban una feroz lucha en su interior: el temor a distinguir a la figura inmóvil en el mismo lugar y el temor a no distinguirla. Cada mañana, el teniente Razmán experimentaba primero una sensación de furia e impotencia que le inducía a maldecir en voz alta a aquel sucio «Hijo del Viento» que estaba tratando de burlarse de él, y cada mañana advertía que, en el fondo, se sentía íntimamente satisfecho al comprobar que no se había equivocado con respecto al targuí. — Hay que tener mucho valor para dejarse morir de sed antes de ir a parar a la cárcel — admitió. Mucho valor… Y tiene que estar muerto. A través de la radio la voz del sargento Malik le llegó paciente: — Se ha marchado, teniente… — Se le notaba furioso—. Desde aquí todo parece igual, pero estoy seguro de que ha escapado. — ¿Adónde? — replicó de mal talante—. ¿Adónde puede ir un hombre sin agua y sin camello…? ¿O no es aquello un camello? — Sí. Lo es — admitió el otro—. Y lo que está a su lado parece un hombre, pero también puede ser un muñeco. — Hizo una pausa—. Respetuosamente pido permiso para ir a buscarle. — De acuerdo… — admitió de mala gana—. Esta noche. — ¡Ahora! — ¡Escuche, sargento! — replicó pro curando que su voz sonara lo más autoritaria posible—. Yo soy el responsable. Saldrán al anochecer, y quiero que estén de regreso cuando amanezca. ¿Está claro…? — Muy claro, señor… — ¿Para usted también, Ajamuk? — Lo he oído, teniente. — ¿Saud…? — Mandaré a un hombre al caer el sol. — De acuerdo entonces — concluyó—. Mañana quiero regresar a Tidikem… Estoy harto de ese targuí, este calor esta situación absurda. Si no está muerto ni quiere entregarse, acaben con él a tiros. Casi al instante se arrepintió de haberlo dicho, pero comprendió que no debía volverse atrás pese a que el sargento Malik se esforzaría por tomar sus palabras al pie de la letra y acabar de una vez por todas con el targuí. En el fondo debía admitir que probablemente fuera aquélla la mejor solución, ya que el targuí había demostrado que prefería la muerte a ir a parar a un sucio presidio. Trató de imaginarse a aquel hombre alto, de gestos nobles y hablar pausado, que actuaba convencido de que no había hecho más que cumplir con el deber que le exigían sus viejas tradiciones, conviviendo con la chusma que atestaba las cárceles, y comprendió que jamás lo resistiría. Sus compatriotas eran, en gran parte, gente salvaje y primitiva y Razmán lo sabía. Durante cien años, habían vivido sometidos a los colonizadores franceses, que se esforzaron por mantener al pueblo en la ignorancia, y aunque ahora se consideraban libres e independientes, aquellos años de independencia no habían dado como fruto una población mejor o más culta. Por el contrario, demasiado a menudo la libertad había sido mal interpretada por muchos, que consideraron que librarse de los franceses significaba hacer cuanto les viniera en gana y apoderarse por la fuerza de cuanto esos mismos franceses dejaron atrás. El resultado había sido la anarquía, la crisis y una constante agitación política; en la que el poder, más parecía una presa ansiada por todos cuantos pretendían enriquecerse rápidamente, que una forma de conducir a la Nación hacia su destino. Las cárceles se encontraban por tanto rebosantes de maleantes y políticos de la oposición, y en ninguna de esas cárceles había lugar para alguien que, como aquel targuí, había nacido para vivir en los espacios sin límites. Cuando la sombra de la roca dejó de protegerle, el sol le dio de lleno en la cara, y gruesas gotas de sudor corrieron libremente por su frente, abrió los ojos y, sin moverse, miró a su alrededor. Había dormido sin hacer un solo gesto, ni mover un grano de la capa de arena que le cubría, insensible al calor, las moscas, e incluso el lagarto que en un momento determinado corrió sobre su rostro, y que, verde y blanco, estaba allí, a menos de un metro de su nariz, erguido sobre la roca, observándole con sus ojillos redondos, oscuros y saltones, desconfiado de aquel desconocido animal, sólo ojos, nariz y boca, que había invadido sus dominios. Escuchó. El viento no traía rumor de voces humanas, y el sol, muy alto, cayendo vertical, le indicó que era la hora de la «gaila», en la que pocos hombres se resistían al sopor y la necesidad de descabezar un sueño. Irguió la cabeza, casi sin mover apenas el cuerpo, y atisbó a su alrededor más allá de las rocas. A poco más de un kilómetro, hacia el Sur, al borde mismo de la salina, distinguió un vehículo que servía de soporte a un toldo de lona que caía inclinado y tirante, atado por largas cuerdas a dos piedras de modo que formaba una aceptable sombra para media docena de personas. Sólo distinguió a un centinela que, de espaldas, vigilaba la «sebhka», pero no pudo averiguar cuántos más dormían la siesta. Sabía, porque lo había visto en los días anteriores, que los restantes vehículos y sus dotaciones se encontraban muy lejos y no tenía por qué preocuparse de ellos. Su presa estaba allí, ante él, y allí seguiría hasta que, la caída de la tarde, los mosquitos la empujara una vez más hacia el interior del «erg». Sonrió, tratando de imaginar qué cara pondrían si llegaran a sospechar que los tenía al alcance de su fusil y, que a aquella hora podía muy bien deslizarse como un reptil de roca en roca, aproximarse por la espalda, degollar al centinela, y degollar luego, de igual modo y sin peligro, a los durmientes. Pero no lo hizo, limitándose a mover un poco el cuerpo y colocar mejor una de las rocas para que le protegiera del sol. El calor aumentaba, pero la capa de arena le aislaba y corría una ligera brisa que hacía el aire respirable, sin el agobio insoportable del interior de la salina. El «erg» era parte de su mundo, y resultaban incontables los días que había pasado así enterrado, aguardando a una manada de gacelas. Las dejaba aproximarse lentamente, ramoneando en las «graras» hasta casi poder escupirles en el morro, y en el momento justo alzaba el brazo armado y les descerrajaba un tiro en el corazón. También había acabado así con el enorme guepardo que le devoraba las cabras, un animal feroz, sanguinario y astuto, que parecía presentir el peligro o estar protegido por un hado maléfico, atacando cuando un pastor desarmado cuidaba el ganado y desapareciendo como tragado por la tierra, en cuanto Gacel acudía con su rifle. Por ello, durante tres días, se enterró en la arena, antes de que el mayor de sus hijos acudiera con el rebaño, aguardando paciente a que la fiera se decidiera a hacer su aparición. La vio venir, reptando de matojo en matojo, tan pegada a tierra y tan silenciosa, que ni el chiquillo ni los animales advirtieron su presencia, y sólo cuando se dispuso a dar el salto definitivo la abatió de un tiro en la cabeza antes de que despegara las patas del suelo. La piel de aquel guepardo era uno de sus motivos de orgullo, despertaba la admiración de cuantos visitaban su «jaima», y la forma en que mató había contribuido a que se extendiera por el territorio su sobrenombre de «el Cazador». Los cuatro hombres emprendieron la marcha al unísono, uno desde cada punto cardinal, con la orden expresa de coincidir a la medianoche sobre el targuí, acabar con él si no había otro remedio, y reemprender el camino para estar de regreso al amanecer. El sargento mayor Malik-el-Haideri, no permitió que nadie ocupase su puesto, y antes de que los mosquitos comenzaran a despertar siguió las huellas que el fugitivo había dejado en el borde de la «sebhka», y se adentró en ella, con su rifle en bandolera, aun convencido como estaba de que el sucio «Hijo del Viento» se había esfumado. Cuándo lo había hecho, o dónde se encontraba en esos momentos, no podía saberlo, y se preguntaba cómo se las arreglaría para escapar a pie y sin agua del inmenso «erg», si el pozo más próximo se encontraba a más de cien kilómetros, cerca ya de las estribaciones de las montañas de Sidi-el-Madia. «Cualquier día su cadáver aparecerá consumido por el sol, si no lo han encontrado antes las hienas y los chacales», se dijo, pero en el fondo no estaba convencido de ello, porque aquel hombre le había confesado que había ido dos veces a la «tierra vacía», y estaba seguro de que no mentía. Para el targuí, cien kilómetros de «erg» no debían constituir probablemente una barrera insalvable, aunque no contaba con el hecho de que, si no lo encontraba en la salina, él, Malik, iría a esperarle al pozo. Para el sargento mayor, aquella cacería se había convertido en un asunto personal en el que estaba en juego algo más que el deseo de zanjarlo sin que las autoridades interviniesen. El targuí se burló de él en el oasis, degolló al capitán ante sus narices, lo correteó como a un tonto de lado a otro del desierto, y lo había mantenido, por último, cinco días a la espera, sin saber exactamente qué era lo que esperaba. Sus hombres murmuraban por lo bajo y lo sabía. De regreso a Adoras comentarían que al tan temido sargento mayor, le había tomado el pelo un targuí analfabeto, y no era fácil dominar a aquella tropa. Sin ayuda del terror que había logrado implantar, más de uno emprendería la huida a través del desierto confiando en que si resultaba posible matar a un capitán y largarse impunemente, por la misma razón se podía liquidar a un sargento, y desaparecer. Partiendo de esa base, su vida no valdría ya ni un puñado de dátiles. Al atardecer, el teniente Razmán, ordenó retirarse hacia el interior, lejos de la embestida de la plaga, y mientras sus hombres desmontaban la lona que servía de refugio, lanzó una última ojeada al cabo que se alejaba con paso firme hacia el corazón de la salina, y concentró de nuevo los prismáticos en el punto que le obsesionaba. Los soldados que quedaban con él, ni siquiera hicieron un comentario, convencidos de la inutilidad de preguntar, una vez más, si el targuí se había movido. Estaba claro que los muertos no solían moverse, y a ninguno le cabía ya la menor duda al respecto. El «Hijo del Viento», había tenido el coraje de permitir que el sol le achicharrara, y con el tiempo la sal cubriría su cuerpo, momificándole junto a su camello, de modo que quizás algún día, dentro de cientos de años, alguien le descubriría incorrupto, y se preguntaría por qué extraña razón había ido a morir a un lugar tan remoto. El teniente Razmán sonrió para sus adentros pensando que podía transformarse en el símbolo del espíritu de los tuareg para los siglos venideros, cuando su estirpe hubiera desaparecido para siempre de la faz de la Tierra. Un orgulloso «inmouchar», esperando impasible la muerte a la sombra de su mehari, acosado por sus enemigos y convencido de que esa muerte era mucho más noble y digna que la rendición y la cárcel. «Se convertirá en una leyenda — se dijo—. Una leyenda como Omar Muktar o Hamodú… Una leyenda que enorgullecerá a los de su raza y les recordará que, en un tiempo, todos los „imohag“ fueron así». La voz de uno de sus hombres le volvió a la realidad. — Cuando quiera, teniente… Lanzó una última ojeada a la salina, puso el vehículo en marcha y se alejaron una vez más de la región de los mosquitos, para ir a establecer el nuevo campamento donde lo montaban cada noche. Mientras uno de los soldados comenzaba a preparar la frugal cena sobre un pequeño infiernillo de petróleo, abrió la radio y llamó a la base. Souad le respondió casi al instante: — ¿Lo has cogido? — inquirió con ansiedad. — No. Aún no. Hubo un largo silencio y al fin señaló sinceramente: — Te mentiría si te digo que lo siento… ¿Vuelves mañana? — ¡Qué remedio! Se nos acaba el agua. — ¡Cuídate! — ¿Alguna novedad en el campamento…? — Anoche estuvimos de parto… Una hembrita. — Eso está bien. ¡Hasta mañana! Cortó y permaneció unos instantes con el auricular en la mano, contemplando pensativo la llanura, que comenzaba a cubrirse de un manto gris. Había nacido una camella y él andaba persiguiendo a un targuí fugitivo. Se trataba, a todas luces, de una semana de excepcional actividad en el Puesto Militar de Tidikén, donde transcurrían meses sin que ocurriese absolutamente nada. Se preguntó, una vez más, si eso era lo que imaginaba cuando ingresó en la Academia Militar, o lo que soñó cuando leía la biografía del coronel Duperey aspirando a emular sus hazañas y convertirse en un nuevo redentor de las tribus nómadas, aunque no había ya tribus nómadas en los alrededores de Tidikén, que evitaban el Puesto y todo contacto con los militares, tras las desagradables experiencias de Adoras. Era triste reconocerlo, pero esos militares nunca supieron atraerse a los nativos, que sólo veían en ellos a extranjeros desvergonzados que requisaban sus camellos, ocupaban sus pozos y molestaban a sus mujeres. La noche había cerrado sobre la llanura pedregosa, la primera hiena rió a lo lejos y tímidas estrellas parpadearon en un cielo que pronto se cuajaría de ellas, en un portentoso espectáculo que nunca se cansaba de admirar, pues eran, quizás, esas estrellas de las noches en calma, las que le ayudaban a continuar en la brecha tras todo un largo día de calor, tedio y desesperanza. «Los tuareg pinchan con sus lanzas las estrellas, para alumbrar con ellas los caminos…» Era un hermoso dicho del desierto; nada más que una frase, pero quien la inventó conocía bien aquellas noches y aquellas estrellas, y sabía lo que significaba contemplarlas durante horas tan de cerca. Tres cosas le fascinaron desde niño: una hoguera, el mar rompiendo contra las rocas de un acantilado, y las estrellas en un cielo sin nubes. Mirando el fuego se olvidaba de pensar; mirando el mar se sumergía en los recuerdos de su infancia, y contemplando la noche se sentía en paz consigo mismo, con el pasado, el presente, y aun casi en paz con su propio futuro. Y de pronto nació de entre las sombras, y el brillo metálico del cañón de su rifle fue lo primero que pudieron distinguir. Le miraron incrédulos. No estaba muerto, ni se había convertido en estatua de sal en el centro de la «sebhka». Estaba allí, en pie, frente a ellos, con el arma firmemente empuñada, y un revólver de reglamento a la cintura. Y sus ojos, lo único que permitía distinguir de su rostro, mostraban claramente que apretaría el gatillo a la menor señal de peligro. — ¡Agua! — ordenó. Hizo un gesto asintiendo, y uno de los soldados le tendió una cantimplora con mano temblorosa. El targuí retrocedió dos pasos, subió un poco el velo, y sin dejar de mirarles, sosteniendo el fusil con una sola mano, bebió con ansia. El teniente inició apenas un tímido movimiento en dirección a la pistolera que descansaba sobre el asiento del vehículo, pero el agujero del cañón le apuntó directamente, y advirtió cómo el dedo se tensaba. Permaneció muy quieto, arrepentido de su gesto y consciente de que no valía la pena arriesgar la vida por vengar al capitán Kalek. — Creí que estabas muerto — dijo. — Lo sé — admitió el targuí, cuando concluyó de beber—. También yo lo creí en algún momento… — Extendió la mano, tomó el plato de uno de los soldados y comenzó a comer con los dedos levantando apenas el «lithan»—. Pero soy un «imohag» — señaló—. El desierto me respeta. — Ya lo veo. Cualquier otro hubiera muerto. ¿Qué piensas hacer ahora…? Gacel señaló el jeep con un ademán de la cabeza. — Me llevarás a las montañas de Sidi-el-Madia. Allí nadie me encontrará. — ¿Y si me niego…? — Tendré que matarte y uno de ellos me llevará. — No lo harán si yo ordeno que no lo hagan. El otro le miró largamente, como calibrando la estupidez de lo que acababa de decir: — No te escucharán si ya estás muerto — sentenció—. No tengo nada contra ellos… — añadió—. Ni contra ti. — Hizo una pausa y señaló con tranquilidad—: Es bueno saber cuándo se gana, y cuándo se pierde. Tú has perdido. El teniente Razmán asintió con un gesto: — Tienes razón — admitió—. He perdido. En cuanto amanezca, te llevaré a Sidi-el-Madia. — Cuando amanezca, no. ¡Ahora! — ¿Ahora…? — se asombró—. ¿De noche? — Pronto saldrá la Luna. — ¡Estás loco…! — exclamó—. Incluso de día resulta difícil andar por el «erg»… Las piedras rajan los neumáticos y rompen los ejes. De noche no avanzaríamos ni un kilómetro. El targuí tardó en responder. Había extendido la mano tomando el plato del segundo soldado, y sentado en el suelo con las piernas cruzadas y el arma apoyada en la rodilla, tragaba con ansia, sin saborear, casi atragantándose. — Escucha… — le advirtió—. Si llegamos al pozo de Sidi-el-Madia, vivirás. Si no llegamos, te mataré aunque la culpa no sea tuya. — Dejó que meditara en lo que acababa de decir, y añadió por último—: Y recuerda que soy un «inmouchar» y cumplo siempre mi palabra. Uno de los soldados, un muchacho muy joven, comentó convencido: — Tenga cuidado, teniente. Está loco y le creo capaz de hacer lo que dice. El targuí no hizo comentario alguno. Se limitó a mirarle fijamente y, por último, le apuntó con el arma: — ¡Desnúdate! — ordenó. — ¿Cómo has dicho…? — repitió in crédulo el muchacho. — Que te desnudes… — luego apuntó al otro—. Tú también. Dudaron. Intentaron protestar, pero había tanta autoridad en la voz del targuí que parecieron comprender que no quedaba otra opción y comenzaron a despojarse lentamente de sus uniformes. — Las botas también… Lo dejaron todo ante Gacel que lo cogió con la mano libre y lo arrojó a la parte posterior del vehículo. Subió a ella, tomó asiento e hizo un ademán con la cabeza a Razmán. — Ya, ha salido la Luna… — dijo ¡Vamos…! El teniente contempló a sus hombres, completamente desnudos, y le invadió una profunda sensación de rebeldía. Por unos instantes estuvo a punto de oponerse, e incluso intercambió con ellos una mirada de inteligencia, pero negaron con un gesto, y el más joven señaló con voz cansada: — No se preocupe por nosotros, teniente… Ajamuk vendrá a buscarnos. — Pero al amanecer se morirán de frío… — Se volvió a Gacel—. Dales al menos una manta… El targuí pareció a punto de aceptar, pero al fin negó, y su tono era humorístico al señalar: — Que se entierren en la arena. Les protege del frío y es bueno para adelgazar. Razmán se llevó la mano a la frente en un desganado saludo, puso el motor en marcha y encendió los faros, pero inmediatamente el cañón del fusil se hundió en sus costillas: — ¡Sin luces! Las apagó, pero agitó la cabeza pesimista: — ¡Estás loco…! — masculló malhumorado—. Completamente loco. Aguardó a que sus ojos se habituaran de nuevo a la oscuridad y por último arrancó despacio, inclinándose lo más posible hacia delante en su intento por distinguir los obstáculos. Fue una marcha lenta y pesada durante las tres primeras horas, hasta que Gacel le indicó que podía encender los faros con lo que avanzaron con mayor rapidez, lo cual trajo aparejado, casi de inmediato, que una de las ruedas reventara. El teniente sudó y maldijo para cambiarla siempre vigilado por el cañón del arma, y tuvo que hacer un esfuerzo para no aprovechar la ocasión, lanzarle la llave inglesa y provocar un cuerpo a cuerpo que pusiera fin de una vez a la embarazosa situación. Pero comprendió que el targuí era más alto y más fuerte, y aun en el caso improbable que pudiera arrebatarle el fusil, su enemigo contaba aún con un revólver, una espada y una gumía. Lo único que cabía era despedirse de un rápido ascenso, y rogar porque las cosas no se complicaran más de lo que estaban. Dejarse matar a los veintiocho años por alguien con cuyas ideas se estaba de acuerdo, constituía una tremenda estupidez, y lo sabía. A medianoche en punto los cuatro hombres convergieron sobre el camello muerto; para ninguno constituyó una sorpresa constatar que la presa había volado, y el sargento mayor Malikel-Haideri aprovechó la ocasión para explayarse con todo lo más soez de su vocabulario cuartelero, maldiciendo al targuí y maldiciendo también, de paso, y más insistentemente, al «estúpido tenientillo» que se había dejado engañar como un novato. — ¿Qué vamos a hacer ahora…? — inquirió, desconcertado, uno de los soldados. — El teniente no lo sé, pero yo, con su consentimiento o sin él, voy a dirigirme al pozo de Sidi-el-Madia. Por muy targuí que sea ese hijo de puta, no puede soportar tantos días sin beber. Un veterano que había estado estudiando el cadáver del mehari con ayuda de su linterna, señaló la herida en el vientre. — Agua tiene… — comentó—. Un agua repelente, que mataría a cualquiera, pero los tuareg son capaces de sobrevivir con eso. Y también se bebió la sangre. — Hizo una pausa y añadió convencido—: No lo encontraremos nunca… El sargento mayor Malik-el-Haideri no respondió, echó una última ojeada al animal muerto, dio media vuelta y emprendió el regreso hacia su vehículo. Por el grado de descomposición, calculó que el camello llevaba más de cuarenta y ocho horas muerto, lo que significaba que el targuí debió sacrificarlo dos noches antes. Si había emprendido la marcha inmediatamente, cosa que dudaba, su ventaja era excesiva, pero si había dejado pasar un día más para confiarlos y debilitar su vigilancia, no andaría muy lejos y tal vez aún estuviera a tiempo de cortarle el paso. No confiaba en la idea de alcanzarle en el «erg» porque, sin montura, se enterraría en la arena en cuanto divisase de lejos un vehículo, pero el agua ya casi digerida del estómago del camello no resistiría otro día sin pudrirse, y el fugitivo necesitaba irremediablemente una nueva provisión. Los «atankor» de los valles y cañadas del macizo montañoso, donde escarbando mucho se podía obtener a veces unos sorbos de un líquido terroso y salobre, no bastaban para sobrevivir, y constituían tan sólo una ayuda para el viajero que osara adentrarse en el laberinto de sus infinitos contrafuertes rocosos. Dominar el pozo significaba, por tanto, obligar al targuí a rendirse, o condenarle a perecer. Inconscientemente apretó el paso y se sorprendió a sí mismo casi corriendo en su ansia de alcanzar cuanto antes el jeep. La Luna se ocultó en el horizonte, pero su sentido de la orientación era casi tan bueno como el de un nómada después de tantos años de vivir en aquellos desiertos, y faltaba aún una hora para el amanecer, cuando trepó como pudo por el terraplén maldiciendo a los mosquitos que se lanzaban sobre él con furia, para correr hacia sus hombres gritando a pleno pulmón. Le rodearon asustados. — ¿Qué ha pasado…? — inquirió el negro Alí. — ¿Qué va a pasar? Se ha marchado. ¿Es que lo dudabas? — ¿Y qué vamos a hacer ahora? El sargento no respondió. Había tomado el aparato de radio y llamaba insistentemente. — ¡Teniente! ¿Está a la escucha, teniente? Cuando hubo insistido cinco veces sin obtener respuesta, soltó un reniego y puso el motor en marcha: — Es tan estúpido, que le creo capaz de haberse quedado dormido… ¡Vamos! Emprendió la marcha dando saltos bordeando la salina, rumbo al Noroeste, y sus hombres tuvieron que aferrarse a todo lo que encontraron a mano para no salir por los aires. Al amanecer, el teniente Razmán se detuvo a repostar gasolina, vació el bidón, y lo volteó para que Gacel comprobara que no mentía. — Se está acabando… — le hizo notar. El targuí no respondió. Sentado en la trasera del vehículo observaba el horizonte que iba tomando forma, y la línea negra que se dibujaba ante ellos, quebrada e inarmónica. El macizo de Sidi-el-Madia se alzaba de improviso en la llanura, rojo y ocre, fruto de un inmenso cataclismo anterior probablemente a la aparición del hombre sobre el planeta, como si una mano monstruosa lo hubiera empujado desde los centros mismos de la tierra colocándolo allí por arte de brujería. El eterno viento del desierto había barrido sus cumbres durante millones de años despojándolas de todo rastro de tierra, arena o vegetación, y su apariencia era la de una infinita roca desnuda, reluciente, castigada por el sol y cuarteada por las brutales diferencias de temperatura entre el día y la noche. Los viajeros que en alguna ocasión habían atravesado aquellas montañas aseguraban que en los amaneceres se escuchaban voces, gritos y lamentos, aunque se trataba, en realidad, del estallido de las piedras recalentadas cuando la temperatura descendía bruscamente. Era en verdad un lugar inhóspito en el corazón de una región ya inhóspita de por sí; una región en la que cabría pensar que el Supremo Creador se había empeñado en arrojar todos los desperdicios de su obra, amontonando en confuso revoltijo rocas, salinas, arenas y «tierras vacías». Pero, a los ojos de Gacel, el macizo de Sidi-el-Madia no aparecía ahora como una región maldita de los dioses, sino como el laberinto en el que todo un ejército podría ocultarse sin que nadie confiase nunca en encontrarle. — ¿Cuánta gasolina queda…? — inquirió al fin. — Para dos horas… Tres como máximo. A esa velocidad y por ese terreno se consume mucho… — Hizo una pausa y añadió con preocupación—: No creo que lleguemos al pozo. Gacel negó con un gesto. — No vamos al pozo — señaló. — ¡Pero tú dijiste… El targuí asintió: — Sé lo que dije — admitió—. Tú lo oíste, y tus hombres también lo oyeron… Y se lo dirán a los otros. — Hizo una pausa—. En estos días, a solas en la salina, me pregunté cómo era posible que me hubierais salido al paso si mi ventaja era tan grande, pero ayer vi cómo hablabas por ese aparato y comprendí. ¿Cómo se llama? — Radio. — Eso es…: Radio. Mi primo Suleimán se compró una.!Dos meses de cargar ladrillos para conseguir una cosa que sonaba y hacía ruido¡ Fue así como me encontrasteis, ¿no es cierto? El teniente Razmán asintió en silencio. Gacel extendió la mano, tomó el auricular y lo arrancó lanzándolo lejos. Luego, con la culata de su arma, destrozó lo que quedaba del aparato. — No es justo — dijo—. Yo estoy solo y vosotros sois muchos. No es justo que, además, utilicéis métodos franceses. El teniente se había bajado los pantalones y defecaba en cuclillas a no más de tres metros del jeep. — A veces creo que no te has dado cuenta de cuál es la realidad — señaló con naturalidad—. No se trata de una lucha entre tú y nosotros. Se trata de que has cometido un delito y tienes que pagar por ello. No se puede asesinar impunemente. Gacel le había imitado descendiendo del vehículo y acuclillándose también a cierta distancia sin abandonar por ello su arma. — Es lo que le dije al capitán — replicó—. No debió asesinar a mi huésped… — Hizo una pausa—. Pero nadie le castigó por ello. Tuve que hacerlo yo. — El capitán cumplía órdenes. — ¿De quién? — Ordenes superiores, supongo… Del gobernador. — ¿Y quién es el gobernador, para dar esas órdenes? ¿Qué autoridad tiene sobre mí, mi familia, mi campamento y mis huéspedes…? — La que le da el ser el representante del Gobierno en la región. — ¿Qué Gobierno? — El de la República. — ¿Qué es una República? El teniente soltó un resoplido, buscó a su alrededor una piedra apropiada y se limpió con ella. Luego se puso en pie y se abrochó con parsimonia los pantalones. — No pretenderás que te explique ahora cómo, funciona el mundo… El targuí buscó una piedra a su vez, se limpió, y luego se echó repetidamente arena en el ano, aguardó unos instantes y se puso en pie. — ¿Por qué no…? — quiso saber—. Quieres explicarme que he cometido un delito, pero no quieres explicarme por qué. Me parece absurdo. Razmán había acudido al bidón de agua sirviéndose en el pequeño cazo que colgaba de una cadena en la parte posterior del vehículo, se enjuagó la boca y se lavó las manos. — No la malgastes… — le hizo notar el targuí—. La voy a necesitar. Obedeció y se volvió a mirarle: — Puede que tengas razón… — admitió—. Probablemente debería explicarte que ya no somos una colonia, y que, al igual que todo cambió para los tuareg cuando llegaron los franceses, ha vuelto a cambiar ahora que se han ido… — Si se han ido, lo lógico es que volvamos a nuestras antiguas tradiciones. — No. No es lo lógico. Estos cien años no han pasado en vano. Han ocurrido muchas cosas… El mundo; «todo el mundo» se ha transformado, Gacel hizo un amplio ademán con la mano indicando a su alrededor. — Aquí nada se ha transformado. El desierto continúa siendo el mismo y lo será durante cien veces, cien años… Nadie ha venido a decirme: «Toma agua; toma comida o municiones y medicinas, porque los franceses se han ido. No podemos respetar por más tiempo tus costumbres, leyes y tradiciones, que se remontan a los antepasados de tus antepasados, pero a cambio vamos a darte otras mejores, y a conseguir que la vida en el Sáhara sea más fácil; tan fácil, que no necesites ya de esas costumbres…» El teniente meditó unos instantes con la cabeza baja, contemplando sus botas, como si en el fondo se sintiera culpable, y encogiéndose de hombros, sentado como estaba en el estribo del jeep, aceptó. — Es cierto… Debieron decírtelo, pero somos un país joven que acaba de acceder a la independencia, y necesitaremos años para adaptarlo todo a la nueva situación. — En ese caso… — La lógica de Gacel resultaba a su modo de ver aplastante—. Mientras no estéis capacitados para adaptarlo todo, lo mejor sería que respetarais lo que ya existe. Es estúpido destruir sin haber construido antes. Razmán comprendió que no tenía respuesta. En realidad, nunca había te nido respuestas ni aun para sí mismo cuando las preguntas se agolpaban en su mente en los momentos en que asistía, consternado, al deterioro de la sociedad en que había nacido. — Será mejor que lo dejemos — dijo—. Nunca nos pondríamos de acuerdo… ¿Quieres comer algo? Gacel hizo un gesto de asentimiento y buscó en la gran caja de madera que guardaba las provisiones. Abrió una lata de carne que compartieron, añadiéndole galletas y un queso de cabra duro y reseco, mientras el sol se alzaba en el horizonte, calentando la tierra y sacando reflejos a las negras rocas de Sidi-el-Madia que se dibujaban cada vez con mayor perfección en el horizonte. — ¿Adónde vamos? — quiso saber por último el teniente. Gacel señaló un punto, a su derecha: — Allí queda el pozo. Nosotros nos dirigimos a aquel otro farallón de la izquierda. — Una vez pasé por debajo. No se puede subir. — Yo sí puedo. Las montañas del Huaila son como ésas.!Peores, quizá¡ Voy allí a cazar muflones. Una vez maté cinco. Tuvimos carne seca para un año y mis hijos duermen sobre sus pieles. — Gacel, «el Cazador»… — exclamó el teniente sonriendo levemente—. Te sientes orgulloso de ser quien eres y de ser targuí, ¿no es cierto? — Si no fuera así, cambiaría. ¿No te sientes tú orgulloso de ser quien eres? Agitó la cabeza. — No demasiado… — admitió con sinceridad—. En estos momentos preferiría estar de tu parte, que del lado en que estoy. Pero así no se construye un país. — Si los países se construyen haciendo las cosas injustamente, mal andarán luego… — puntualizó el targuí—. Es mejor que nos vayamos. Hemos hablado demasiado. Reemprendieron la marcha, pincharon una rueda nuevamente, y dos horas más tarde el motor comenzó a fallar, explosionó en falso y se detuvo por completo a unos cinco kilómetros del punto en que se alzaba, cortado a pico, el alto farallón en que iba a morir el gran «erg» de Tidikén. — !Hasta aquí hemos llegado…¡ — dijo Razmán mientras observaba con atención la lisa pared, negra y reluciente, que semejaba el muro de un castillo de cíclopes. ¿Realmente piensas trepar por ahí? Gacel asintió en silencio, saltó a tierra y comenzó a introducir en las mochilas de los soldados comida y municiones. Descargó las armas, se cercioró, de que ni una sola bala quedaba en las recámaras y estudió los fusiles de reglamento eligiendo el mejor mientras dejaba el suyo sobre el asiento: — Me lo regaló mi padre cuando era un niño — comentó—, y nunca he usado otro… Pero ya está viejo y cada día resulta más difícil conseguir munición de su calibre. — Lo conservaré como pieza de museo — replicó el teniente—. Le pondré una placa: «Perteneció a Gacel Sayah el „bandido-cazador“». — No soy un bandido. Sonrió tranquilizándole. — Es sólo una broma… — Las bromas son buenas en las noches, junto al fuego, y entre amigos. — Hizo una pausa—. Ahora voy a decirte algo: no me persigas más, porque si vuelvo a verte te mataré. — Si me lo ordenan, tendré que perseguirte — le hizo notar. El targuí se interrumpió en su labor de vaciar y aclarar con agua limpia su vieja gerba y agitó la cabeza incrédulo: — ¿Cómo puedes vivir pendiente de lo que te ordenan? — inquirió—. ¿Cómo puedes sentirte hombre, y libre, dependiendo siempre de la voluntad de otros? Si te dicen: «Persigue a un inocente», lo persigues. Si te dicen: «Deja en paz a un asesino como el capitán», lo, dejas en paz.!No lo entiendo…¡ — La vida no es tan sencilla como parece aquí en, el desierto. — No traigáis entonces esa vida al desierto. Aquí está claro lo que es bueno, malo, justo o injusto. — Concluyó de llenar la «gerba» y se cercioró de que las cantimploras de los soldados estaban llenas también. El bidón había quedado casi vacío, y el teniente lo advirtió: — ¿No me dejarás sin agua…? — inquirió preocupado—. Dame al menos una cantimplora. Negó decidido: — Un poco de sed te hará comprender lo que sentí en la salina — replicó—. Es bueno aprender a pasar sed en el desierto. — Pero yo no soy targuí — protestó No puedo regresar a pie a mi campamento. Está muy lejos y me perdería. !Por favor…¡ Negó de nuevo. — No debes moverte de aquí — le aconsejó—. Cuando haya llegado a las montañas puedes prender fuego a las mantas y a la ropa de tus soldados. Verán el humo y vendrán a buscarte. — Hizo una pausa, ¿Me das tu palabra de que esperarás a que llegue arriba? Asintió en silencio y observó, sin moverse de su asiento, cómo el targuí cargaba con mochilas, cantimploras, la «gerba» y sus armas. No pareció notar el peso, y cuando comenzó a alejarse lo hizo con paso firme, rápido y decidido, sin importarle el calor. Estaba ya a más de cien metros cuando Razmán hizo sonar el claxon insistentemente obligándole a volverse: — !Suerte…¡ — gritó. El otro hizo un gesto con la mano, dio media vuelta y continuó su camino. «Las palmeras aman tener la cabeza en el fuego y los pies en el agua», aseguraba un viejo adagio, y ante sus ojos se ofrecía la confirmación del proverbio, pues extendiéndose hasta casi perderse de vista en la distancia, alzaban sus penachos al cielo más de veinte mil palmeras, sin importarles que el calor resultara bochornoso, ya que sus raíces se hundían firmemente en el agua clara y fresca de cien manantiales e innumerables pozos. Era en verdad un hermoso espectáculo, incluso con el sol cayendo a plomo, vertical y justiciero, desolador y agobiante, porque dentro, en el inmenso despacho oscuro, protegido del exterior por gruesos cristales y suaves visillos inmaculadamente blancos, el aire acondicionado mantenía siempre, de día y de noche, durante todas las épocas del año, la misma temperatura, casi gélida, que el gobernador Hassán-ben-Koufra exigía, sin discusión posible, para trabajar a gusto. El Sáhara, visto desde allí, con un vaso de té en una mano y un «Davidoff-Ambassatrice» en la otra, resultaba en cierto modo soportable, e incluso, a veces, en los atardeceres, cuando el sol parecía detenerse a descansar un rato en el lecho de copas de palmera que constituían el único horizonte de El-Akab antes de ocultarse por completo a la altura del alminar de la mezquita, podía considerarse auténticamente paradisíaco. Abajo, al pie de sus balcones, en el recoleto jardín que según contaban las leyendas, había diseñado personalmente el mismísimo coronel Duperey cuando mandó edificar el palacio, los parterres de rosas y claveles disputaban el espacio a manzanos y limoneros, a la sombra de altos cipreses en los que se arrullaban las tórtolas por miles, o las codornices cuando llegaban en increíbles bandadas tras sus larguísimos vuelos migratorios. Era hermoso El-Akab no cabía duda; el más hermoso oasis del Sáhara, desde Marrakech a las orillas del Nilo, y por eso había sido elegido como capital de una provincia que era, por sí sola, mayor que muchos países europeos. Y desde aquel helado despacho de palacio, el «exquisito» gobernador Hassán-ben-Koufra manejaba su imperio con el poder absoluto de un virrey de mano firme, gestos medidos y palabra hiriente. — Es usted un inepto, teniente — dijo y se volvió a mirarle con una sonrisa más propia de una felicitación que de un insulto—. Si una docena de hombres no le bastan para atrapar a un fugitivo armado de un viejo fusil, ¿qué necesita? ¿Una División? — No quise arriesgar vidas, Excelencia. Ya se lo he dicho. Con su viejo fusil nos hubiera abatido uno por uno sin permitir aproximarnos. Su puntería es legendaria y nuestros hombres apenas han disparado cuarenta balas en su vida… — Hizo una pausa—. Tenemos orden de no desperdiciar munición. — Lo sé — admitió el gobernador abandonando la proximidad del balcón y regresando a su majestuosa mesa de despacho—. Yo mismo di esa orden. Si no hay guerra a la vista, considero un despilfarro convertir en tiradores de primera a unos reclutas que dentro de un año volverán a sus casas… Con que sepan apretar el gatillo, basta. — Pero no bastó, Excelencia. Y disculpe mi atrevimiento. En el desierto, a menudo, la vida de un hombre depende de su puntería. — Tragó saliva—. Este era uno de esos casos — concluyó. — Escuche teniente… — replicó Hassán-ben-Koufra sin perder su compostura, pues en realidad nadie recordaba habérsela visto perder jamás—. Y tenga en cuenta que puedo decir esto libremente porque no soy militar. Respetar la vida de los soldados me parece muy loable, pero hay casos, y éste es uno de ellos — puntualizó con intención—, en que esos soldados deben cumplir ante todo con su deber, porque está en juego el honor del Ejército al que pertenecen. El haber permitido que un beduino mate a un capitán y a uno de nuestros guías, desnude a dos soldados y se haga conducir por un teniente a través del desierto, constituye un descrédito para ustedes, como fuerzas armadas, y para mí, como máxima autoridad de la Provincia. El teniente Razmán asintió en silencio y contuvo como pudo un escalofrío, pues su leve uniforme no estaba concebido para la temperatura de aquel despacho. — Se solicitó mi ayuda para intentar atrapar a un hombre y someterlo a juicio, Excelencia — replicó, procurando conferir fuerza y serenidad a sus palabras, No para matarlo como a un perro. — Hizo una pausa—. Para actuar como policía, tenía que haber recibido órdenes superiores, muy claras y concretas. Quise colaborar y reconozco que mi actuación no resultó afortunada, pero creo sinceramente que peor hubiera sido regresar con cinco cadáveres. El gobernador negó muy despacio y se echó hacia atrás en su asiento como dando por concluida la conversación. — Eso era yo quien tenía que decidirlo, y por los comentarios que me llegan, más nos hubieran valido los cadáveres. Habíamos heredado el res peto impuesto por los franceses entre las tribus nómadas, y ahora, por primera vez, y gracias a ese beduino y la ineptitud que usted ha demostrado, ese respeto se resquebraja. No es bueno — sentenció. No. No es bueno. — Lo lamento… — Y más lo va a lamentar, teniente, se lo aseguro. A partir de hoy queda usted destinado al Puesto de Adoras en sustitución del capitán Kaleb-el-Fasi. El teniente Razmán advirtió que un sudor frío le invadía sin que nada tuviera que ver con ello el aire acondicionado, y las piernas le temblaron hasta casi entrechocar entre sí. — !Adoras¡ — repitió incrédulo—. Eso es injusto, Excelencia. Yo puedo haber cometido un error, pero no un delito. — Adoras no es una prisión — le hizo notar su interlocutor con calma—. Tan sólo un Puesto Avanzado. Mis poderes me permiten enviar allí a quien estime conveniente. — Pero todo el mundo sabe que es un lugar reservado a maleantes…!La escoria del Ejército¡ El gobernador Hassán-ben-Koufra se encogió de hombros indiferente y comenzó a estudiar un informe que tenía sobre la mesa fingiendo interesarse profundamente en él. Sin mirarle, comentó: — Eso es tan sólo una opinión, no un hecho oficialmente aceptado… Tiene usted un mes para arreglar sus asuntos y organizar su traslado. El teniente Razmán fue a decir algo, pero comprendió que resultaba inútil, saludó rígidamente y se encaminó a la puerta rogando al Cielo que cesara el temblor de sus piernas para no dar a aquel hijo de perra la satisfacción de ver cómo caía al suelo. Ya en el exterior tuvo que apoyar la frente en una de las columnas de mármol y aguardar unos instantes, pues no se sentía capaz de descender las majestuosas escalinatas de mármol, a la vista de una veintena de atareados funcionarios, sin rodar por ellas hasta el jardín y sus parterres. Uno de aquellos funcionarios cruzó silenciosamente a sus espaldas, golpeó por tres veces la puerta del despacho, y penetró cerrando tras si. El gobernador, que había dejado de fingir que estudiaba el informe y contemplaba el minarete de la Mezquita a través de los ventanales sin moverse de su sillón, inclinó levemente la cabeza hacia el recién llegado que se había detenido respetuoso al borde de la alfombra, e inquirió: — ¿Qué ocurre, Anuhar? — Ninguna noticia del targuí. Excelencia. Ha desaparecido. — No me extraña… — admitió—. En un mes uno de esos «Hijos del Viento» es capaz de recorrerse el desierto de punta a punta. Habrá vuelto con los suyos. ¿Sabemos al menos quién es exactamente? — Gacel Sayah, un «inmouchar» del Kel-Talgimus. Suele nomadear por un territorio muy amplio, cerca de las montañas del Huaila. El gobernador Hassán-ben-Koufra lanzó una ojeada al gran mapa de la región empotrado en la pared y agitó la cabeza pesimista. — !Las montañas del Huaila¡ — repitió—. Eso queda a caballo sobre la frontera… — La frontera en esa zona es prácticamente inexistente señor. Nadie la ha determinado con exactitud. — «Nada» está determinado ahí con exactitud. — Le hizo notar poniéndose en pie y paseando despacio por el inmenso despacho—. Buscar a un targuí fugitivo en esas soledades, es como buscar a un pez en el océano… — Se volvió a mirarle de frente—. Archive el asunto. Anuhar, el-Mojkri, eficiente secretario con más de ocho años a las órdenes directas del gobernador, se permitió el lujo de torcer el gesto mostrando su descontento: — A los militares no va a gustarles, Excelencia… Asesinó a un capitán… — Despreciaban al capitán Kalebel-Fasi — le recordó—. Era un bicho… — Buscó de nuevo un «Davidoff» y lo encendió despacio—. Igual que el sargento El-Haideri… — Esa clase de gente son los únicos que pueden meter en cintura a la chusma de Adoras… — Ahora tendrá que hacerlo el teniente Razmán… — ¿Razmán…? — Se asombró El Mojkri—. ¿Ha destinado a Razmán a Adoras…? No durará tres meses. — Sonrió divertido—. Por eso estaba a punto de desmayarse ahí fuera. Acabarán violándole antes de cortarle el cuello. El gobernador se dejó caer en uno de los sillones del amplio tresillo de cuero negro que ocupaba el rincón del despacho, lanzó al aire una columna de humo, y negó con un gesto: — Tal vez no… — aventuró—. Tal vez se espabile, luche por su vida y comprenda que no se puede venir a esta región a leer «Beau Geste» e imitar a Duperey. — Hizo una larga pausa—. Me recomendaron una misión: barrer de la región todo viejo romanticismo decadente y paternalismo enfermizo, y poner a esta provincia y a estas gentes a rendir para el bien común. Aquí hay petróleo, hierro, cobre, forasteros y mil riquezas más que necesitamos si queremos convertirnos en una nación poderosa, progresista y moderna… — negó convencido—. No es con hombres como el teniente Razmán como puedo conseguirlo, sino con tipos como Malik o el capitán Kaleb… Resulta lamentable admitirlo, pero los tuareg no tienen razón de existir en pleno siglo veinte, al igual que no lo tienen los indios amazónicos, o no lo tuvieron los pieles rojas americanos. ¿Se imagina a los sioux correteando aún por las praderas del Medio-Oeste, persiguiendo manadas de búfalos por entre los pozos petroleros o las centrales atómicas? Hay formas de vida que cumplen un ciclo histórico y están condenadas a desaparecer y, lo queramos o no, eso ocurre con nuestros nómadas. Hay que adaptarlos o exterminarlos. — Suena muy duro… — También sonaba duro cuando comenzamos a decir que había que expulsar a unos franceses que convivían con nosotros desde hacía cien años. Muchos eran incluso mis amigos personales, habíamos ido juntos a la escuela, y los conocía por su nombre y sus gustos. Pero había llegado el momento de acabar con ellos sin detenerse en sentimentalismos, y lo hicimos. Hay cosas que tienen que estar por encima de la moral burguesa y ésta es una de ellas. — Hizo una nueva pausa, larga y meditada—. El Presidente lo tiene muy claro, y así me lo dijo: «Hassán…: Los nómadas son una minoría abocada por lógica a extinguirse. Transformémoslos en trabajadores útiles, o precipitemos su desaparición para evitarles sufrimientos y evitarnos problemas…». — Sin embargo, en su último discurso… — aventuró tímidamente. — ¡Oh, vamos, Anuhar…! — le reprendió como a un muchacho—. Esas no son cosas que puedan decirse en público, cuando parte de esos nómadas están escuchando y el mundo tiene los ojos puestos en nuestra evolución como país independiente… Los norteamericanos, por ejemplo, se convirtieron en grandes defensores de los derechos humanos en el mismo momento en que acabaron con los derechos de sus indios. — Eran otros tiempos. Pero idénticas circunstancias. Una nación recién independizada, que necesita poner en explotación todas sus riquezas y deshacerse del pesado lastre de una carga humana irrecuperable… Nosotros les daremos al menos la oportunidad de integrarse a la vida común. No los aniquilaremos a tiros, ni los encarcelaremos en «Reservas»… — ¿Y los que no quieran integrarse? ¿Los que sigan creyendo, como ese Gacel, que deben ser sus viejas costumbres las que rijan la vida del desierto? ¿Qué vamos a hacer con ellos? ¿Perseguirlos a tiros como a los pieles rojas? — No, desde luego… Simplemente expulsarlos. Usted mismo ha dicho que las fronteras en el desierto no están delimitadas y ellos no las respetan… Que las atraviesen… Que se vayan con sus hermanos de otros países… — Agitó la mano en el aire—. Pero, si se quedan, que se adapten a nuestra forma de vida o se atengan a las consecuencias. — No se adaptarán… — replicó Anu har-el-Mojkri convencido—. Los he tratado a fondo en este tiempo, y me consta que, aunque algunos renuncien, la mayoría continuarán aferrados a sus arenas y sus costumbres… — Señaló hacia fuera, a la lejana torre desde la que un muecín llamaba a los fieles—. Es la hora de la oración… ¿Va a ir a la mezquita? El gobernador asintió en silencio, se aproximó a la mesa, apagó el habano aplastándolo contra un pesado cenicero de cristal y hojeó los documentos que había estado estudiando: — Luego volveremos — indicó—. Que se quede una secretaria; esto debe salir mañana para la capital. — ¿Irá a cenar a casa? — No. Que avisen a mi esposa. Salieron. Anuhar dio unas órdenes y corrió escaleras abajo para alcanzarle en el momento en que subía al negro automóvil en el que ya el chófer había puesto el aire acondicionado a la máxima potencia. Hicieron en silencio el corto trayecto, y rezaron el uno junto al otro, rodeados de respetuosos beduinos que habían dejado un ancho espacio en torno a ellos. A la salida, el gobernador contempló con satisfacción el palmeral en sombras. Le gustaba aquella hora. Era, sin duda, la más bella en el oasis, como eran los amaneceres los momentos más hermosos del desierto, y le agradaba pasear despacio por los jardines y los pozos, observando cómo cientos de aves llegaban desde muy lejos a pasar la noche en las copas de los árboles. Se diría que a esa hora despertaban también los olores de su letargo del caluroso día, aplastados por el violento sol, libre ahora el perfume de las rosas, los jazmines y los claveles, y el gobernador Hassán-ben Koufra abrigaba el convencimiento de que en ningún otro lugar del mundo llegaban a ser tan olorosas las flores como en aquella tierra caliente y rica. Despidió al chófer con un gesto, y abordó despacio el senderillo, olvidando por unos minutos los mil problemas que significaban gobernar una región desolada y a unos hombres semisalvajes. El fiel Anuhar le seguía como su sombra, consciente de que en esos momentos prefería el silencio, sabedor de antemano de cada punto en el que se detendría, dónde encendería un habano y de qué parterre de rosas arrancaría un capullo para la mesilla de noche de Tamat. Aquellos paseos se habían convertido en un ritual casi diario, y tenía que apretar mucho el calor o amontonarse en exceso el trabajo, para que su Excelencia renunciara a lo que constituía su único ejercicio y distracción. Llegaba la noche con la rapidez con que caía siempre sobre los trópicos, como si no quisiera que el hombre disfrutara en exceso de la belleza y la placidez de los atardeceres, pero no les importaba la oscuridad que se apoderaría en minutos de los jardines y el palmeral, pues conocían a ciegas cada sendero y cada fuente, y las luces del palacio, allá a lo lejos, bastaban para orientarles. Pero, esta vez, y antes de que las tinieblas cerraran por completo, una sombra nació de una palmera, o tal vez del mismísimo suelo, y aun sin distinguirla por completo, y sin percatarse claramente de que empuñaba un pesado revólver, comprendieron que se trataba de él, y les estaba esperando. Anuhar quiso gritar, pero el negro agujero del cañón se detuvo a una cuarta de sus ojos. — !Silencio¡ — pidió—. No quiero hacer daño. El gobernador Ben-Koufra ni se inmutó siquiera. — ¿Qué buscas entonces? — A mi huésped. ¿Sabes quién soy? — Lo imagino… — Hizo una pausa—. Pero yo no tengo a tu huésped… Gacel Sayah. le observó un largo instante y comprendió que no mentía. — ¿Dónde está? — quiso saber. — Muy lejos. — Hizo una pausa—. Es inútil. Nunca lo encontrarás. más allá del velo, los oscuros ojos del targuí brillaron con intensidad unos momentos. Apretó con fuerza la culata del arma: — Eso lo veremos… — dijo, y luego señaló a Anuhar-el-Mojkri—. Puedes irte — ordenó—. Si dentro de una semana Abdul-el-Kebir no está, sano, libre y solo, en el «guelta», al norte de las montañas de Sidi-el-Madia, le cortaré la cabeza a tu amo. ¿Has entendido? Anuhar-el-Mojkri no se sintió capaz de responder, y fue Hassán-benKoufra quien lo hizo: — Si lo que buscas es a Abdul-el-Kebir, más vale que me pegues un tiro aquí mismo y nos evitemos molestias — aseguró convencido—. Nunca te lo entregarán… — ¿Por qué? — El Presidente no lo consentirá. — ¿Qué Presidente? — ¿Quién va a ser? El de la República. — ¿Ni siquiera a cambio de tu vida? — Ni siquiera a cambio de mi vida. Gacel Sayah se encogió de hombros y se volvió con tranquilidad a Anuhar-el-Mojkri: — Limítate a transmitir mi mensaje. — Hizo una pausa—. Y advierte a ese Presidente, quien quiera que sea, que si no me devuelve a mi huésped, lo mataré también. — !Estás loco¡ — No. Soy targuí — agitó el arma—. Ahora vete, y recuerda: dentro de una semana en el «guelta» al norte de las montañas de Sidi-el-Madia. — Clavó el cañón del arma en los riñones del gobernador y lo empujó en dirección contraria—.!Por aquí¡ — señaló. Anuhar-el-Mojkri dio unos pasos y volvió a tiempo de verlos desaparecer entre las sombras del palmeral. Luego, corrió hacia las luces del palacio. — Abdul-el-Kebir fue el artífice de nuestra Independencia, un héroe nacional, el primer Presidente de la nación, como tal nación. ¿Realmente es posible que nunca oyeras hablar de él? — Nunca. — ¿Dónde has estado metido todos estos años? — En el desierto… Nadie fue a contarme lo que ocurría. — No pasaban viajeros por tu campamento? — Pocos… Y teníamos cosas más importantes de las que hablar. ¿Qué pasó con Abdul-el-Kebir? — El actual Presidente lo derrocó… Le quitó el poder, pero lo respetaba y no se atrevió a matarle. Habían combatido juntos y juntos estuvieron muchos años en las cárceles francesas. — Agitó la cabeza negativamente—. No. No podía matarle… Ni su conciencia, ni el pueblo, se lo hubieran perdonado. — Pero lo encarceló, ¿no es cierto? — Lo deportó. Al desierto. — ¿Dónde? — Al desierto. Ya te lo he dicho. — El desierto es muy grande. — Lo sé. Pero no tan grande como para que uno de sus partidarios no lo encontrara y le ayudara a huir. Así fue a parar a tu «jaima». — ¿Quién era el joven? — Un fanático. — Contempló largamente la hoguera que se iba consumiendo muy despacio, y pareció hundirse en sus pensamientos. Cuando habló no miró al targuí, sino que lo hacía casi para sí mismo—. Un fanático que quería conducirnos a la guerra civil. Si Abdul consiguiera la libertad, organizaría la oposición desde el exilio y acabaríamos sumergidos en un baño de sangre. Los franceses, que tanto le persiguieron en un tiempo, le apoyarían ahora. — Hizo una pausa—. Le prefieren a nosotros… Alzó el rostro y paseó muy despacio la mirada por la angosta cueva para detenerla al fin sobre Gacel que le observaba a su vez, recostado contra un saliente de la roca. Su voz sonó sincera al añadir: — ¿Comprendes por qué te repito una y otra vez que estás perdiendo el tiempo? Nunca me canjearán por él, y los disculpo. No soy más que un simple gobernador: un funcionario fiel y útil, que cumple su trabajo lo mejor que puede, pero por el que nadie se arriesgaría a una guerra civil… Tienen que pasar muchos años para que el recuerdo de Abdul-el-Kebir se diluya en la nada y pierda su carisma… — tomó cuidadosamente, con las manos atadas como las tenía, el vaso de té y se lo llevó a los labios sorbiendo para no quemarse—. Y las cosas no han ido demasiado bien en este tiempo… — continuó—. Se han cometido errores; errores propios de todas las naciones recién independizadas y los gobiernos nuevos, pero hay muchos que no lo entienden así y están descontentos… Abdul supo prometer cosas… Cosas que el pueblo espera que nosotros cumplamos, y que jamás podremos darle porque resultan utópicas… Guardó silencio y depositó de nuevo el vaso sobre la arena, cerca del fuego, advirtiendo, clavados en él, los ojos del targuí que asomaban por encima de su «lithan» y parecían querer penetrar más allá de su frente. — Le tienes miedo — sentenció al fin Gacel—. Tú y los tuyos le tenéis un miedo espantoso, ¿no es cierto…? Asintió convencido. — Le habíamos jurado fidelidad, y aunque no participé en la conjura y me enteré cuando ya todo había ocurrido, no me atreví a protestar — sonrió con tristeza—. Compraron mi silencio con un nombramiento de gobernador absolutista de un territorio inmenso, y acepté agradecido. Pero tienes razón, y en el fondo aún le temo. Todos le tememos porque dormimos con la seguridad de que un día volverá a pedir cuentas. Abdul siempre vuelve. — ¿Dónde está ahora…? — En el desierto otra vez. — ¿En qué parte? — Nunca te lo diré. El targuí le miró fijamente, con severidad, y el tono de su voz denotaba que se hallaba plenamente convencido de lo que decía. — Si me lo propongo, lo dirás — aseguró—. Mis antepasados eran famosos por su capacidad de torturar a sus prisioneros, y aunque ya no lo hacemos, los viejos métodos se han ido transmitiendo, de boca en boca, como mera curiosidad. — Tomó la tetera y llenó de nuevo los vasos ¡Escucha! — continuó—. Tal vez no lo entiendas porque no has nacido en esta tierra, pero yo no podré dormir en paz mientras no sepa a ese hombre tan libre como el día que apareció ante la puerta de mi «jaima». Si para ello tengo que matar, destruir, o incluso torturar, lo haré, aun lamentándolo. No puedo devolverle la vida al que mandaste asesinar, pero sí puedo devolverle la libertad al otro. — No puedes. Le miró con extraña fijeza: — ¿Estás seguro? — Completamente. En El-Akab únicamente yo sé dónde está, y por más que me tortures, no te lo diré. — Te equivocas — sentenció Gacel—. Alguien más lo sabe. — ?Quién¿ — Tu esposa. Le alegró comprender que había acertado, porque el rostro de Hassán-ben-Koufra se alteró y por primera vez perdió su aplomo. Quiso protestar tímidamente, pero Gacel interrumpió con un gesto. — No trates de engañarme — pidió—. Hace quince días que te vigilo, y te he visto con ella… Es una de esas mujeres con las que un hombre comparte todos sus secretos con absoluta confianza. ¿O no…? Le observó con atención: — A veces me pregunto si eres un simple targuí ignorante, nacido y criado en el más inmundo de los desiertos, o se oculta alguien más tras ese velo. El targuí sonrió levemente: — Dicen que nuestra raza era ya inteligente, culta y poderosa, allá en la isla de Creta en tiempo de los faraones. Tan inteligente y poderosa, que trató de invadir Egipto, pero una mujer los traicionó y perdieron la gran batalla. Unos huyeron hacia el Este, se establecieron junto al mar y formaron el pueblo de los fenicios, que dominaron los océanos. Otros escaparon hacia el Oeste y se establecieron sobre las arenas, dominando el desierto. Miles de años después, llegasteis vosotros, los bárbaros árabes a los que Mahoma acababa de sacar de la más negra ignorancia… — Sí, ya he oído esa leyenda que os proclaman descendientes de los «garamantes». Pero no la creo. — Puede que no sea cierta, pero sí lo es que estamos aquí mucho antes que vosotros, y que siempre fuimos más inteligentes, aunque menos ambiciosos. Nos gusta nuestra vida y no aspiramos a más. Preferimos dejar que piensen lo que quieran de nosotros, pero, cuando nos provocan, reaccionamos — endureció su voz—. ¿Me dirás dónde está Abdul-el-Kebir, o tendré que preguntárselo a tu esposa? El gobernador Hassán-ben-Koufra recordó lo que el ministro del Interior le recomendara la víspera de su partida hacia El-Akab: — «No te fíes de los tuareg — le había dicho—. No te dejes llevar por su apariencia, porque me consta que poseen el cerebro más analítico y la más rara astucia del continente. Son una raza aparte, que si se lo propusiera nos dominaría a nosotros, los de la costa o la montaña. Un targuí puede entender lo que es el mar sin haberlo visto nunca, o desentrañar un problema filosófico del que ni tú ni yo comprendiéramos siquiera los términos de la exposición. Su cultura es muy antigua, y aunque como grupo social se han ido deteriorando al cambiar su entorno y perder su espíritu guerrero, como individuos continúan siendo particularmente notables.!Cuídate de ellos…¡» — Un targuí nunca le haría daño a una mujer — dijo al fin—. Y no creo que seas la excepción. El respeto a la mujer es para vosotros casi tan importante como la ley de la hospitalidad. ¿Quebrantarás una ley por hacer cumplir otra…? — No, desde luego — admitió Gacel—. Pero no necesitaré hacerle daño. Si ella comprende que tu vida depende de que me diga o no dónde se encuentra Abdul-el-Kebir, me lo dirá. Hassán-ben-Koufra pensó en Tamat, en sus trece años de matrimonio y sus dos hijos, y tuvo la absoluta seguridad de que el targuí estaba en lo cierto. Y no podía culparla, porque sabía que él haría lo mismo. Al fin y al cabo confesar dónde se encontraba Abdul-el-Kebir no significaba ponerle en libertad. — Está en el fortín de Gerifíes — dijo al fin. Gacel tuvo la sensación de que decía la verdad y calculó mentalmente la distancia. — Necesitaré tres días para llegar, y uno más para conseguir camellos y provisiones… — meditó largamente y su voz tenía un cierto tono divertido—. Eso quiere decir que cuando me tiendan una emboscada en el «guelta» de Sidi-el-Madia, yo ya estaré en Gerifíes. — Bebió su té muy despacio, con delectación—. Nos esperarán un día; dos como máximo antes de comprender la verdad y mandar aviso para que me esperen…!Tengo tiempo¡ — afirmó convencida—. Sí. Creo que tengo tiempo. — ¿Y qué harás conmigo? — inquirió el gobernador con un leve temblor en el tono de voz. — Debería matarte, pero te dejaré agua y comida para diez días. Si me has dicho la verdad, mandaré a alguien. Si me has mentido y Abdul-el-Kebir no está en ese lugar, morirás de hambre y sed, porque las ataduras de piel de camello nadie puede romperlas. — ¿Cómo sé que de verdad mandarás a alguien a buscarme? — No puedes saberlo, pero lo haré… ¿Tienes dinero? El gobernador Hassán-ben-Koufra señaló con un gesto de barbilla la cartera que guardaba en el bolsillo posterior de su pantalón, y el targuí la tomó. Apartó los billetes mayores y los partió cuidadosamente por la mitad. Guardó una parte, y dejó otra en la cartera que abandonó junto a la hoguera. — Buscaré a un nómada, le daré esta mitad de los billetes, y le explicaré dónde puede encontrar la otra mitad… — Sonrió bajo el velo—. Por una suma semejante, cualquier beduino pasaría un mes a camello. No te preocupes — le tranquilizó—. Vendrán a por ti. Ahora quítate los pantalones. — ¿Por qué? — se alarmó. — Vas a pasar diez días en esta cueva, atado de pies y manos… Si te orinas y te ensucias encima, te saldrán llagas. — Hizo un gesto expresivo con las manos—. Estarás mejor con el culo al aire… Su Excelencia el gobernador Hassán-ben-Koufra, autoridad suprema e indiscutible de un territorio mayor que Francia fue a protestar, pero pareció pensárselo mejor, se tragó su orgullo y su ira, y comenzó a desabrocharse trabajosamente el cinturón y los pantalones. Gacel le ayudó a quitárselos, le ató luego a conciencia, y le despojó por último del reloj y un anillo adornado con un grueso brillante. — Esto pagará los camellos y las provisiones — señaló—. Soy pobre, y tuve que matar mi montura. Era un hermoso mehari. Nunca encontraré otro igual. Recogió sus cosas, dejó apoyada en la pared una «gerba» de agua y un saco de frutos secos — y los señaló con un gesto. — !Cuídalos¡ — aconsejó—. Sobre todo, el agua. Y no trates de liberarte. Te haría sudar y necesitarías beber. En ese caso, tal vez el agua no te alcance. Procura dormir… Eso es lo mejor: dormir no consume energías… Salió. Fuera la noche estaba oscura bajo un negro cielo sin luna salpicado de estrellas que allí, en las montañas, parecían aún más cerca, casi rozando las crestas de los picachos que se alzaban sobre su cabeza y permaneció unos instantes pensativo, orientándose tal vez, o trazando en su mente el camino que había de seguir desde donde se encontraba, a un lejano fortín. Necesitaba, ante todo, cabalgaduras, gran cantidad de provisiones, y «gerbas» en las que almacenar todo el agua que pudiese, pues le constaba que por los alrededores del «erg» de Tikdabra no existían pozos, y más al Sur se abría «la gran tierra vacía» de la que nadie conocía exactamente los límites. Anduvo toda la noche, con aquel su paso rápido y elástico, un paso que agotaría a cualquiera, pero que para un targuí constituía algo consustancial con la vida, y el amanecer le sorprendió en la cumbre de una colina que dominaba un valle por el que miles de años atrás debió correr un riachuelo. Los nómadas sabían que en aquel valle bastaba cavar medio metro para que un «atankor» ofreciera agua suficiente para cinco camellos y era por tanto paso obligado para las caravanas que, viniendo del Sur, se dirigían al gran oasis de El-Akab. Pudo distinguir tres campamentos distribuidos a lo largo del cauce que, con la primera claridad, comenzaban a reavivar sus fuegos y recoger las bestias que pastaban por las laderas, preparándose para reemprender la marcha. Observó con atención, sin dejarse ver, hasta que tuvo la absoluta seguridad de que no había soldados entre ellos, y sólo entonces se decidió a descender para detenerse frente a la mayor de las «jaimas» que encontró en su camino, y en la que cuatro hombres sorbían el té de la mañana. — ¡«Metulem, metulem»! — «Aselam aleikum» — fue la respuesta unánime—. Siéntate y toma el té con nosotros. ¿Galletas? Agradeció las galletas, el queso, casi rancio, pero fuerte y sabroso, y jugosos dátiles con los que acompañó un té pringoso, dulce y muy azucarado, que calentó su cuerpo haciendo huir el frío del amanecer en el desierto. El que parecía comandar el grupo, un beduino de rala barba, y ojos astutos que miraban fijamente, inquirió sin entonación alguna en la voz: — ¿Eres tú Gacel? ¿Gacel Sayah, del Kel-Talgimus…? — Ante su mudo asentimiento, añadió—: Te buscan. — Lo sé. — ¿Has matado al gobernador? — No. Le miraban con interés e incluso habían dejado de masticar esforzándose probablemente por averiguar si decía o no la verdad. Al fin el beduino añadió con naturalidad: — ¿Necesitas algo? — Cuatro meharis, agua y comida. — Extrajo de la bolsita de cuero rojo que colgaba de su cuello el reloj y el anillo y los mostró—: Pagaré con esto. Un anciano escuálido de largas y delicadas manos de «majarrero», tomó el anillo y lo estudió con la expresión de quien conoce su oficio, mientras el de la rala barba observaba a su vez el pesado reloj. El artesano entregó al fin la joya a su jefe: — Vale al menos diez camellos — aseguró—. La piedra es buena. El otro asintió, se quedó con el anillo y alargó el brazo devolviendo el reloj. — Llévate cuanto necesitas a cambio del anillo — sonrió—. Esto puede hacerte falta. — No sé usarlo. — Tampoco yo, pero cuando quieras venderlo te pagarán bien… Es de oro. — Ofrecen dinero por tu cabeza — comentó el «majarrero» sin darle importancia—. Mucho dinero. — ¿Sabes de alguien que pretenda cobrarlo? — No de los nuestros — puntualizó el más joven de los beduinos que había estado contemplando al targuí con indudable admiración, ¿Necesitas ayuda? Puedo acompañarte. El jefe, probablemente su padre, negó con un gesto de desaprobación: — No necesita ayuda. Con tu silencio, le basta. — Hizo una pausa—. Y no debemos mezclarnos en esto. Los militares están furiosos y ya hemos tenido bastantes problemas con ellos. — Se volvió a Gacel—. Lo siento, pero debo proteger a los míos. Gacel Sayah asintió. — Lo comprendo. Ya haces bastante al venderme tus camellos. — Dirigió una mirada de simpatía al jovenzuelo—. Y tienes razón: no necesito ayuda, sólo silencio. El muchacho inclinó la cabeza leve mente, como agradeciéndole su deferencia, y se puso en pie. — Te elegiré los mejores camellos y cuanto necesitas. También llenaré tus «gerbas». Se alejó con paso rápido, seguido por la mirada de los otros, y sin duda el jefe se sentía orgulloso de él. — Es valiente y animoso, y admira tus hazañas — comentó. Llevas camino de convertirte en el hombre más famoso del desierto. — No es eso lo que busco — replicó convencido—. No pretendo más que vivir en paz con mi familia. — Hizo una pausa—. Y que se cumplan nuestras leyes. — Ya nunca podrás vivir en paz con tu familia — le advirtió el «majarrero»—. Tendrás que marcharte del país. — Hay una frontera al sur de las «tierras vacías» de Tikdabra — señaló el jefe—. Y otra al Este, a unas tres jornadas de las montañas de Huaila. — Agitó la cabeza negativamente—. Las del Oeste están lejos, muy lejos. Nunca llegué a ellas. Por el Norte están las ciudades y el mar. Tampoco fui allí nunca. — ¿Cómo puedo saber cuándo he cruzado una frontera y estoy a salvo? — inquirió interesado. Los otros se miraron entre sí, incapaces de conocer la respuesta. El que no había hablado hasta ese momento, un negro «akli», hijo de esclavos, se encogió de hombros. — Nadie lo sabe con exactitud. Nadie — repitió seguro de lo que decía—. El año pasado bajé con una caravana hasta el Níger, y ni a la ida ni a la vuelta sabíamos nunca en qué país nos encontrábamos. — ¿Cuánto tardasteis en llegar al río? El negro meditó la respuesta tratando de hacer memoria. Al fin, no muy convencido, aventuró: — ¿Un mes…? — Chasqueó la lengua como tratando de desechar unos pensamientos desagradables—. Casi el doble a la vuelta. Llegó la sequía, los pozos se agotaron y tuvimos que dar un gran rodeo para evitar Tikdabra. Cuando yo era niño, podían encontrarse buenos pozos y sabanas muchos días antes de llegar al río. Ahora, las arenas amenazan sus orillas, los pozos se han cegado y los últimos rastros de hierba desaparecen. Llanuras donde antes pastaba el ganado de los «peuls», no son buenas ya ni para los camellos más hambrientos, y de poblados oasis que constituían un descanso, no queda ni el recuerdo. — Chasqueó la lengua nuevamente—. Y no soy viejo… — puntualizó—. No. No soy viejo. Es el desierto que avanza demasiado aprisa… — A mí no me importa que el desierto avance y se trague otras tierras — le hizo notar Gacel—. Estoy bien aquí. Me preocupa que ya ni siquiera el desierto sea lo suficientemente grande como para que nos permitan vivir en paz. Cuanto más crezca, mejor. Quizás así algún día se olviden de nosotros. — No se olvidarán… — afirmó el «majarrero»—. Han encontrado petróleo y el petróleo es lo que más interesa a los «rumi». Lo sé porque trabajé dos años en la capital y allí todas las conversaciones giran siempre, de una forma u otra, en torno al petróleo. Gacel observó al anciano, con renovado interés. Los «majarreros», como todos los artesanos, bien fuera que trabajaran la plata y el oro, como aquél, la piel, o la piedra, estaban considerados por los tuareg como una casta inferior, situada a mitad de camino entre un «imohag» y un «ingad» o vasallo, e incluso a veces, entre un «ingad» y un esclavo «akli». Pero, aun así clasificados, los tuareg reconocían que los «majarreros» constituían probablemente la clase más culta de todo su sistema social, ya que muchos de ellos sabían leer y escribir y algunos habían viajado más allá de las fronteras del desierto. — Estuve una vez en una ciudad… — comentó al fin—. Pero era muy pequeña y todavía mandaban los franceses. ¿Han cambiado mucho las cosas desde entonces…? — Mucho — admitió En aquel tiempo a un lado estaban los franceses y al otro, nosotros. Ahora, nos peleamos entre hermanos, y unos quieren una cosa y otros, otra. — Agitó la cabeza con gesto pesaroso—. Y cuando los franceses se fueron dividieron los territorios con fronteras, trazando una línea en el mapa de modo que una misma tribu, incluso una misma familia, puede pertenecer a dos países. Si el gobierno es comunista, comunista. Si el gobierno es fascista, fascista; si gobierna el rey, monárquico… Se interrumpió y estudió con detenimiento a su interlocutor para inquirir: — ¿Sabes lo que significa ser comunista? Gacel negó convencido: — Nunca oí hablar de ellos. ¿Son una secta? — Más o menos… Pero no religiosa. Sólo política. — ¿Política? — replicó sin comprender. — Pretenden que todos los hombres deben ser iguales, con los mismos deberes y derechos, y que las riquezas se repartan entre todos… — ¿Pretenden que sean iguales el listo y el tonto, el «imohag» y el esclavo, el trabajador y el haragán, el guerrero y el cobarde…? — Soltó una exclamación de asombro—.!Están locos¡ Si Alá nos hizo distintos, ¿por qué pretenden ellos que seamos iguales? — Soltó un resoplido—. ¿De qué me valdría entonces haber nacido targuí? — Es más complicado que eso — sentenció el anciano. — Lo imagino… — admitió—. Debe ser mucho, mucho más complicado, pues semejante tontería no admite siquiera discusión. — Hizo una pausa como dando por concluido el tema e inquirió—: ¿Alguna vez oíste hablar de Abdul-el-Kebir? — Todos hemos oído hablar de él — intervino el jefe de los beduinos adelantándose al «majarrero»—. Fue quien expulsó a los franceses y gobernó los primeros años. — ¿Qué clase de hombre es? — Un hombre justo — admitió el otro—. Equivocado, pero justo. — ¿Por qué equivocado? — Todo el que confía en los demás hasta el punto de dejarse arrebatar el poder y encarcelar, es un hombre equivocado. Gacel se volvió al anciano: — ¿Es de los que pretenden que todos debemos ser iguales? ¿Cómo se llaman…? — ¿Comunista…? — inquirió el «majarrero»—. No. No creo que fuera exactamente comunista. Decían que era socialista. — ¿Y eso qué es? — Otra cosa. — ¿Parecida? — No lo sé muy bien. Buscó aclaración en los rostros de los otros que se limitaron a encogerse de hombros mostrando la misma ignorancia y optó por encogerse de hombros a su vez, convencido de que no llegaría a parte alguna haciendo aquel tipo de preguntas. — He de irme… — fue todo lo que dijo poniéndose en pie. — «Aselam aleikum». — «Aselam aleikum». Se encaminó hacia donde estaban concluyendo de afirmar la carga de sus camellos, comprobó con una ojeada de experto que todo estaba en orden, montó en el más rápido de ellos, y antes de obligarle a ponerse en pie, extrajo un puñado de billetes y se los entregó al muchacho. — Encontrarás las mitades que faltan en la cueva de las gargantas de Tatalet, a medio día de marcha. ¿La conoces? — La conozco — afirmó—. ¿Escondiste allí al gobernador? — Junto a los billetes — replicó—. Dentro de una semana, cuando pases por aquí de regreso de El-Abak, déjalo en libertad… — Confía en mí. — Gracias. Y recuerda: dentro de una semana, No antes. — Descuida.!Que Alá te acompañe¡ El targuí taloneó el cuello del mehari, que se alzó, los demás le siguieron, y se alejaron sin prisas hasta desaparecer por completo tras un grupo de rocas. Tan sólo entonces el muchacho regresó a tomar asiento a la puerta de la jaima. Su padre sonrió levemente. — No te inquietes por él — señaló—. Es targuí, y no existe en el mundo nadie capaz de atrapar a un tuareg solitario en el desierto. Le despertaron la luz y el silencio. El sol penetraba a raudales por la enrejada ventana, iluminando las largas hileras de libros y sacando destellos plateados al cenicero de latón repleto de colillas, pero, pese a ello, pese a lo avanzado de la hora, no escuchó ni un rumor en el patio, y estaba seguro de que no había sonado, como cada amanecer, el toque de diana. Le inquietó aquel silencio. Los años le habían acostumbrado a una rutina militar y rígida en la que cada uno de sus actos se encontraba regido por un horario espartano, y advertir de improviso que ese horario se alteraba y no le habían hecho saltar de la cama a las seis en punto, con media hora de tiempo para asearse antes de que sirvieran el desayuno, le producía una inexplicable desazón. Y el silencio. El agobiante silencio del patio, alborotado siempre a aquella hora por las charlas de los soldados antes de que llegaran los grandes calores, le obligó a saltar del camastro, calzarse los pantalones, y aproximarse a la ventana. No distinguió a nadie. Ni junto al pozo, ni en las almenas de la esquina oeste, que era la única parte del muro visible desde allí. — ¡Eh! — llamó levemente angustiado—. ¿Qué ocurre? ¿Dónde están todos? No obtuvo respuesta. Insistió, pero el resultado fue el mismo, y se asustó de veras. — «Me han abandonado…» — fue lo primero que pensó—. «Se han ido y me han dejado aquí encerrado para que muera de hambre y sed…» Corrió hacia la puerta y le sorprendió encontrarla entreabierta. Salió al patio y un sol violento le hirió en los ojos al ser devuelto por los blancos muros mil veces encalados por unos soldados que ninguna otra obligación tenían, durante días y años, que repasar una y otra vez las inmaculadas paredes. 1 Pero ninguno de ellos aparecía a la vista. Y ninguno de ellos montaba guardia en la garita de las esquinas, o junto a la puerta, a través de la cual podía distinguir el desierto sin límites. — ¡Eh! — repitió una vez más—. ¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre? El silencio. El maldito silencio, sin que ni un soplo de aire trajera un rumor de vida o alterara la quietud de un lugar que parecía petrificado, aplastado y destruido por un sol que empezaba a calentar con fuerza. Bajó de dos saltos los cuatro escalones y avanzó hacia el pozo llamando hacia las oficinas, el comedor y los alojamientos de las tropas. — ¡Capitán…! ¡Capitán…! ¿Qué broma es ésta? ¿Dónde se han metido? Una sombra oscura nació de entre las sombras de la cocina. Era un targuí alto, muy delgado, con un oscuro «lithan» cubriéndole el rostro, un fusil en una mano y una larga espada en la otra. Se detuvo bajo el porche. — Están muertos — dijo. Le observó incrédulo. — ¿Muertos…? — repitió estúpidamente—. ¿Todos…? — Todos. — ¿Quién los mató? — Yo. Se aproximó sin dar crédito a lo que estaba oyendo. — ¿Tú…? — inquirió agitando la cabeza como para desechar la idea—. ¿Pretendes decirme que tú, sin ayuda de nadie, has matado a doce soldados, un sargento y un oficial…? Asintió con naturalidad: — Dormían. Abdul-el-Kebir, que había visto morir a miles de personas, que había ordenado ejecutar a muchas, y que aborrecía a todos y cada uno de sus carceleros, experimentó sin embargo una insoportable sensación de angustia y vacío en la boca del estómago, y se apoyó levemente en el poste de madera que soportaba el porche para no perder el equilibrio. — ¿Los has asesinado mientras dormían? — inquirió—. ¿Por qué? — Porque ellos asesinaron a mi 1huésped. — Hizo una pausa—. Y porque eran demasiados. Si uno daba la voz de alarma, hubieras muerto de viejo entre estas cuatro paredes… Abdul-el-Kebir le observó en silencio y agitó la cabeza afirmativamente, como si comprendiese algo que se le antojó oscuro en un principio. — Ahora te recuerdo… — admitió—. Eres el targuí que nos dio hospitalidad… Te vi cuando me llevaban. — Sí — asintió. Soy Gacel Sayah, eras mi huésped, y tengo la obligación de llevarte al otro lado de la frontera. — ¿Por qué? Le miró sin comprender. Por último, señaló: — Es la costumbre… Pediste mi protección y debo protegerte. — Matar a catorce hombres por protegerme resulta excesivo, ¿no crees…? El targuí no se dignó responder y echó a andar en dirección a la abierta puerta. — Traeré los camellos… — dijo—. Prepárate para un largo viaje. Le observó mientras se alejaba, perdiéndose de vista más allá del portalón abierto de par en par, y le agobió sentirse solo en el fortín abandonado. Le agobió y le asustó incluso más que cuando lo vio por primera vez abrigando la certeza de que jamás saldría vivo de él y aquellos muros se convertirían a la vez en su prisión y su tumba. Permaneció unos instantes muy quieto, escuchando aun a sabiendas de que no había nada que escuchar, pues el viento y los hombres eran los únicos capaces de provocar algún ruido, y era un día sin viento y los hombres habían muerto. ¡Catorce! Recordaba sus caras, una por una, desde el afilado rostro intensamente pálido del capitán que odiaba el sol y amaba la penumbra de su despacho, a los sudorosos y congestionados mofletes del cocinero, pasando por los largos bigotes insolentes del sucio cabo que le atendía limpiando la celda y trayendo la comida. Conocía también a cada centinela y cada pinche; había jugado con ellos a los dados o había escrito cartas para sus familiares, leyéndoles a veces novelas en las infinitas noches del desierto, pues, con frecuencia, resultaba imposible determinar quién, de entre todos ellos, era el más prisionero de aquel fortín de los confines del desierto. Los conocía a todos y ahora estaban muertos. Se preguntó qué clase de hombre era aquel que admitía que había matado a catorce seres humanos mientras dormían, sin la más leve alteración de la voz, sin una disculpa, sin señal alguna que delatase el menor síntoma de arrepentimiento. Era un targuí, desde luego, y en la Universidad le habían enseñado que aquella raza nada tenía que ver con las demás razas del mundo, y su moral o sus costumbres ningún punto de contacto con la moral o las costumbres del resto de los mortales. Era un pueblo altivo, indomable y rebelde que se regía por sus propias leyes, pero nadie le había explicado entonces que tales leyes contemplaran la posibilidad de asesinar fríamente a los durmientes. «La moral es una cuestión de costumbres y nunca debemos juzgar, según nuestro criterio, los actos de aquellos que tienen, por sus costumbres ancestrales, una visión y un criterio distinto de la vida…» Recordaba las palabras del «Gran Viejo» como si los años no hubieran pasado, apoltronado tras su enorme mesa, blancas de tiza las manos y las mangas de la oscura chaqueta, tratando de inculcarles el convencimiento de que las restantes etnias que componían lo que algún día sería un país libre, no debían parecerles inferiores por el hecho de que hubieran tenido menos contactos que ellos con los franceses. «Uno de los grandes problemas de nuestro continente — aseguraba una y otra veces el hecho, innegable, de que gran parte de los pueblos africanos son, de por sí, más racistas aún que los propios colonialistas. Tribus vecinas, casi hermanas, se odian y se desprecian, y ahora, que están llegando las Independencias, se demuestra claramente que el negro no tiene peor enemigo que el propio negro que habla otro dialecto. No cometamos el mismo error. Vosotros, que algún día gobernaréis esta nación, tened muy presente que los beduinos, los tuareg, o los cabileños de las montañas no son inferiores, sino únicamente distintos…» Distintos. Nunca dudó a la hora de ordenar un atentado contra uno de aquellos cafés en que se reunían los franceses, sin detenerse ante el hecho de que semejante orden significase la destrucción de muchos inocentes. Nunca dudó tampoco al empuñar la metralleta contra paracaidistas y legionarios y la muerte había estado desde la adolescencia en su camino, y lo siguió estando cuando en los primeros años de su mandato tuvo que enviar a docenas de colaboracionistas a la horca. No tenía por tanto derecho a asustarse por la muerte de catorce carceleros, pero a aquellos carceleros los conocía uno por uno, sabía sus nombres y sus gustos, y sabía, también, que los habían degollado en sus propias camas. Cruzó despacio el patio, llegó al pie del ancho ventanal del barracón, cubrió el cristal con las manos para evitar el reflejo y atisbó hacia adentro. No eran más que bultos alineados, dos metros de camastro a camastro, cubiertos por sucias sábanas que no permitían distinguir siquiera una mancha de sangre, empapada por los gruesos jergones. Ni una respiración, ni un leve ronquido, ni una voz entre sueños, ni el rumor de unas uñas al rascarse la piel reseca por el sol y la arena. Sólo silencio y algunas moscas que golpeaban contra el cristal como si se hubieran hartado de sangre y pugnasen por escapar hacia la luz y el aire libre. Diez metros más allá empujó la puerta del pabellón del capitán y el sol penetró por primera vez a raudales en la recargada estancia polvorienta, yendo a detenerse sobre la gran cama del fondo, en la que un cuerpo menudo y muy delgado aparecía también cubierto por una sábana muy blanca. Cerró de nuevo y recorrió, despacio, cada rincón del fortín, sin descubrir, ni en las garitas, ni ante la puerta, ningún otro cadáver, como si el targuí, por un extraño rito, hubiera preferido arrastrarlos hasta sus camas para taparlos luego. Regresó a su celda, recogió las cartas, las fotos de sus hijos y el sobado ejemplar del Corán que le acompañaba desde que tenía uso de razón, y lo metió todo, junto a sus escasas ropas, en una bolsa de lona. Luego se sentó a esperar a la sombra del porche, cerca del pozo, cuando ya el sol caía vertical y terrorífico, borrando del suelo todas las sombras. El calor agobiante le sumió en un sopor inquieto, un remedo de sueño del que despertó sobresaltado, pero sobresaltado por aquel mismo silencio: aquella quietud y aquella angustiosa sensación de vacío, sudando a chorros y experimentando casi dolor en los oídos, como si le hubieran hundido de improviso en un universo hueco, hasta el punto de que murmuró por lo bajo unas palabras con el único objeto de escucharse a sí mismo y corroborar que aún existían sonidos en la tierra. ¿Qué lugar podía existir más callado que aquel gran panteón en que se había convertido el viejo fortín de los confines del Sáhara en un día sin viento? Por qué lo habían alzado allí, en el centro de la llanura, lejos de los pozos conocidos y las rutas de las caravanas; lejos de los oasis y las fronteras, en el corazón mismo de la nada más absoluta, nadie parecía saberlo. «El Fortín de Gerifíes», pequeño e inútil, era válido tan sólo bajo la teoría de que convenía tener apoyo logístico y un lugar de descanso para las patrullas nómadas. Tan bueno resultaba por tanto aquel punto como cualquier otro en quinientos kilómetros cuadrados a la redonda, y se cavó un pozo, se alzaron los bajos muros almenados, se trajeron muebles desvencijados, desecho sin duda de viejos cuarteles desmantelados, y se condenó a unos hombres a vigilar un pedazo de desierto, tan desierto, que contaba la tradición que jamás, ni un solo viajero, se aproximó nunca a Gerifíes. Contaba también, esa misma tradición, que la guarnición de la Legión francesa tardó tres meses en enterarse de que ya no eran fuerzas coloniales, sino extranjeros vencidos. Seis tumbas anónimas se alzaban en el exterior del muro trasero. En un tiempo contaron incluso con una cruz y un nombre cada una, pero años atrás el cocinero tuvo que quemar las cruces cuando se le acabó la leña y muchas veces Abdul-el-Kebir se había preguntado quiénes serían los cristianos que fueron a morir allí, tan lejos de su patria, y qué extraña historia les obligó a enrolarse en la Legión y acabar sus días en la soledad sin horizontes del Sáhara. «Un día cavarán mi tumba junto a ellos — se dijo siempre—. Serán siete entonces las tumbas anónimas, y a partir de ese momento mis guardianes podrán abandonar Gerifíes… El héroe de la Independencia descansará para la eternidad junto a seis desconocidos mercenarios…» Pero no había sido así, y serían catorce las tumbas necesarias ahora; tumbas sobre las que nadie querría escribir nunca los nombres, pues a nadie le interesaría que se supiese dónde yacía un puñado de ineptos carceleros. De nuevo, instintivamente, volvió el rostro hacia el ventanal del barracón y le costó trabajo aceptar que allí comenzaban a pudrirse, bajo el seco calor insoportable, los cuerpos de cuantos habían llenado con sus voces y su presencia aquel lugar hasta la noche antes. ¡Cuántas veces había sentido la tentación de estrangular a alguno de ellos con sus propias manos! Durante sus años de cautiverio la mayoría le trató con respeto, pero otros le habían hecho víctima de toda clase de humillaciones, en especial en los últimos tiempos, a raíz de su regreso. El castigo por su evasión había afectado a toda la guarnición por igual, privada de concesión de permisos por un año, y muchos fueron partidarios de provocar un «accidente» que acabara con él de una vez por todas y les librara para siempre de lo que se había convertido ya en un encarcelamiento compartido. Ahora le espantaba la idea de reanudar la larga fuga; la infinita caminata a través de las arenas y los pedregales siempre bajo un sol incansable, sin saber hacia dónde se dirigía y si aquella llanura desolada tenía realmente fin en alguna parte. Recordaba con espanto el tormento de la sed y el dolor insufrible de cada uno de sus músculos acalambrados, y se preguntaba por qué continuaba sentado allí, a la sombra, con su hatillo en la mano, aguardando el regreso de un hombre, un asesino, que quería conducirle de nuevo a las arenas y los pedregales. Y apareció de pronto a su lado, nacido de la nada, silencioso pese a los cuatro cargados camellos que le seguían sin un rumor siquiera, como si se hubieran contagiado de su amo o les espantase el hecho, que su instinto percibía, de que habían penetrado en un mausoleo. Señaló hacia, el barracón con la cabeza: — ¿Por qué llevaste a los centinelas a su cama? ¿Crees que están mejor allí que donde los mataste? ¿Qué importancia puede tener ya? Gacel le observó un instante como si no comprendiese a qué se refería. Al fin se encogió de hombros: — Un ave carroñera descubre un cadáver al aire libre a las dos horas de muerto — replicó—. Pero se necesitarán tres días para que el olor atraviese esas paredes, y para entonces estaremos ya camino de la frontera. — ¿Qué frontera? — ¿Acaso no son buenas todas las fronteras? — La del Sur y la del Este, sí. Pero si cruzo la del Oeste me ahorcarán en el acto. Gacel no respondió, inmerso como estaba en la tarea de sacar agua del pozo y dar de beber a los insaciables animales, pero cuando hubo concluido, reparó en la bolsa de lona. — ¿No llevas más que eso? — quiso saber. — Es todo lo que tengo… — No es mucho para quien ha sido presidente de un país… — indicó hacia adentro—. Ve a la cocina y trae provisiones y todos los recipientes para llevar agua que consigas. — Agitó la cabeza—. El agua va a ser nuestro problema en este viaje. — En el desierto el agua siempre es el problema… ¿O no? — Sí, desde luego, pero adonde vamos, más que en ninguna otra parte. — ¿Y a dónde vamos, si puedo saberlo…? — Adonde nadie pueda seguirnos: A la «gran tierra vacía» de Tikdabra. — ¿Hacia dónde pueden haberse dirigido? No obtuvo respuesta. El ministro del Interior Alí Madani, un hombre alto, fuerte, de pelo planchado y ojos diminutos que intentaba ocultar, junto con sus intenciones, tras unas gruesas gafas muy oscuras, recorrió uno por uno los rostros de los presentes, y al no encontrar eco a su pregunta, insistió: — ¡Vamos, señores…! No he hecho un viaje de mil quinientos kilómetros para sentarme a mirarles. Se supone que ustedes son expertos en temas saharianos y en costumbres de los tuareg. Repito: ¿hacia dónde puede haberse dirigido? — Hacia cualquier parte… — replicó, convencido, un coronel de gesto adusto—. Salió hacia el Norte, pero fue para buscar una zona rocosa en la que se perdieran sus huellas. De ahí en adelante, todo el desierto es suyo. — ¿Pretende darme a entender — masculló el ministro en voz muy baja que trataba de acallar su indignación que un beduino, ¡un solo beduino! puede penetrar en uno de nuestros fortines, degollar a catorce hombres, liberar al más peligroso enemigo del Estado, y desaparecer con él en un desierto que, por lo visto, «es suyo»…? — Agitó la cabeza incrédulo—. Se suponía que el desierto era «nuestro», coronel. Que el país entero estaba bajo la jurisdicción del Ejército y las Fuerzas del Orden. — El país se compone de un noventa por ciento de desierto, Excelencia — intervino el general, Comandante en Jefe de la Región, en tono también claramente molesto—. Pero, sin embargo, el diez por ciento restante, la Costa, acapara todas las riquezas y todos los esfuerzos. Tengo que controlar una región tan grande como media Europa con los desechos de un ejército y un mínimo de mantenimiento. La proporción es, de menos de un hombre por cada mil kilómetros cuadrados, acuartelados en oasis y fortines desparramados aquí y allá sin lógica alguna. ¿De verdad cree, Excelencia, que de ese modo puede considerarse que el desierto nos pertenezca…? Nuestra penetración e influencia son tan nulas, que ese targuí ni siquiera sabía aún, más de veinte años después, que constituimos una nación independiente… El es el «dueño» del desierto — recalcó con intención—. El único dueño que existe. El ministro Madani pareció aceptar que tenía razón, o por lo menos prefirió no tener que responder directamente, y se volvió al teniente Razmán que permanecía respetuosamente en pie, en un rincón junto al sargento mayor, Malik-el-Haideri. — Usted, teniente, que es, por lo visto, el que más tiempo ha tratado a ese targuí, ¿qué opina de él? — Que es muy astuto, señor. De alguna manera se las arregla para hacer siempre aquello que no esperamos que haga. — Descríbamelo. — Es alto y delgado. El ministro permaneció expectante, y como no continuaba, insistió: — ¿Y qué más? — Nada más, Excelencia. Va siempre totalmente cubierto. Sólo se le ven los ojos, oscuros, y las manos, fuertes… El ministro soltó un reniego: — ¡Por todos los diablos…! — exclamó descargando un golpe con su lápiz sobre la mesa—. ¿Nos enfrentamos a un fantasma…? Alto, delgado, ojos oscuros, manos fuertes… ¿Es eso todo lo que sabemos del hombre que tiene en jaque al Ejército, preocupa al Presidente, ha raptado al gobernador y se ha llevado a Abdul-el-Kebir? ¡Es cosa de locos! — No, Excelencia… — apuntó de nuevo el general—. No es cosa de locos. Las leyes, aquí, autorizan a los tuareg a ocultar el rostro según sus tradiciones. La descripción corresponde, por lo tanto, a un targuí… Teniendo en cuenta que se calcula que existen unos trescientos mil, de los que algo más de la tercera parte habitan a este lado de nuestras fronteras, debemos aceptar que la descripción coincide con la de por lo menos, cincuenta mil hombres adultos. El ministro no dijo nada. Se quitó las gafas, las dejó a un lado, y se frotó los ojos con gesto de profunda preocupación. En las últimas cuarenta y ocho horas apenas había dormido, y el largo viaje y el calor de El-Akab le habían extenuado. Pero se sentía incapaz de irse a descansar, porque le constaba que, de no recuperar de inmediato a Abdul-el-Kebir, sus días al frente del Ministerio estaban contados y pasaría a convertirse en un oscuro funcionario sin futuro. Abdul-el-Kebir era una bomba de relojería que en menos de un mes haría saltar por los aires al Gobierno y al sistema si alcanzaba la frontera y llegaba a París donde los franceses le proporcionarían los medios que le negaron en un tiempo. Entre el dinero francés y su arrastre popular, no habría fuerza alguna capaz de oponérsele y aquellos que le habían traicionado tendrían el tiempo justo para hacer las maletas y emprender un largo éxodo, a la espera siempre de que les alcanzase la venganza donde quiera que se ocultasen. Había que encontrar a Abdul-el-Kebir, y había que acabar con él de una vez por todas, porque se sentía incapaz de soportar de nuevo semejante angustia. Si el Presidente le hubiera hecho caso, fusilándolo cuando escapó la primera vez, nada de aquello habría ocurrido y, por lo tanto, se había hecho el firme propósito de liquidar el problema definitivamente, pesara a quien pesara. — Hay que encontrarlos — dijo al fin—. Pidan lo que necesiten; hombres, aviones, tanques, ¡lo que sea! pero encuéntrenlo… ¡Es una orden! — ¡Señor…! Alzó el rostro hacia el que había hablado: — ¿Sí, sargento…? — Señor — repitió con un hilo de voz el sargento Malik—, yo estoy convencido de que se han adentrado en «la tierra vacía» de Tikdabra — ¿«La tierra vacía»? Tendrían que estar locos… ¿Qué le hace suponer eso? — Vi las huellas que salían del Fortín de Gerifíes. Cuatro camellos muy cargados. Y en el Fortín no quedaba ningún recipiente capaz de contener agua. Si a ese targuí le interesaba huir rápidamente, no llevaría cuatro camellos, ni los llevaría tan cargados… — Pero las huellas se dirigían al Norte… Y la «tierra vacía» queda hacia el Sur si no me equivoco. — No se equivoca, señor. Pero ese targuí ya nos ha engañado muchas veces. Puede que no le importe perder un día dirigiéndose al Norte para ocultar sus huellas y volver luego a Tikdabra. Al otro lado está a salvo. — Ningún ser humano ha cruzado jamás esa región… — le hizo notar el coronel—. Se eligió como frontera por eso mismo. No necesita protección. — Ningún ser humano sobreviviría sin agua en el centro de una salina durante cinco días, pero yo vi cómo ese targuí sobrevivió, mi coronel — replicó Malik—. Con todo respeto, quiero hacerle notar que no es un hombre común. Su capacidad de resistencia va más allá de lo imaginable. — Pero no está solo. Y Abdul-el-Kebir es casi un anciano debilitado por la aventura de su última fuga y por esos años de encierro. ¿Realmente le imagina soportando treinta días de sed a más de sesenta grados de temperatura? Si son tan insensatos como para intentarlo, le garantizo que no tendremos que volver a preocuparnos de ellos. El sargento mayor Malik-el-Haideri no se atrevió a contradecir una vez más a alguien cuyo rango estaba tan por encima del suyo, y fue el ministro el que tomó la palabra por él. — Tal vez sea descabellado — aceptó—. Pero el sargento y el teniente están aquí porque son los únicos que han tenido trato con ese salvaje y su opinión importa especialmente… ¿Qué piensa de eso, teniente? — Gacel es capaz de cualquier cosa, señor… Incluso de mantener con vida a un anciano a costa de su propia sangre… Para él, proteger a su huésped, se ha convertido en algo más importante que su propia existencia o la de su familia. Si considera que Tikdabra le brinda un refugio más seguro, irá a la «tierra vacía». — De acuerdo. Le buscaremos también allí entonces… Ahora bien — hizo una corta pausa—, usted ha mencionado a su familia. ¿Qué se sabe de ella? Si la encontráramos tal vez serviría para proponerle un canje… — Abandonaron sus zonas de pastoreo… — La voz del general denotaba su desagrado e incomodidad—. Y no me parece digno involucrar en esto a mujeres y niños. ¿Qué opinión merecería nuestro Ejército si tuviera que acudir a esos métodos para solucionar sus problemas? — El Ejército puede quedar al margen, general. Mi gente se ocupará del asunto. Aunque — añadió con intención no creo que el Ejército pueda resultar peor parado de lo que ha quedado hasta el momento. El general fue a responder violentamente, pero hizo un esfuerzo y se contuvo. Le constaba que Alí Madani era, por el momento, la mano derecha del Presidente y el segundo hombre más influyente del país, mientras él seguía siendo un simple militar recién ascendido a su primer empleo de general. Cuanto estaba ocurriendo debía achacarse más a la ineptitud de políticos como aquél, que a falta de auténtica eficacia de las Fuerzas Armadas, pero no era el momento, ni el lugar, para enzarzarse en una discusión que únicamente podía proporcionarle disgustos. Se mordió el labio por tanto y permaneció a la expectativa. Al fin y al cabo, probablemente el ministro habría desaparecido de la escena política cuando él ascendiera a general de Brigada. — ¿Cuántos helicópteros tenemos? — le oyó preguntar, dirigiéndose al coronel. — Uno. — Haré venir tres más. ¿Aviones? — Seis. Pero no podemos distraerlos. La mayoría de los puestos tan sólo pueden abastecerse por el aire. — Traeré una escuadrilla. Que rastreen toda el área de Gerifíes. — Hizo una pausa—. Y quiero que sitúen dos regimientos al otro lado de la «tierra vacía» de Tikdabra. — ¡Pero eso está fuera de nuestras fronteras! — protestó el coronel—. Lo considerarán como invasión de un país vecino… — Déjele esos problemas al ministro de Asuntos Exteriores y preocúpese de cumplir mis órdenes. Se interrumpió molesto porque habían golpeado a la puerta. Esta se abrió y un ordenanza cuchicheó algo al oído del secretario Anuhar-el-Mojkri, que había permanecido en silencio durante toda la reunión y cuyo semblante se alteró visiblemente. Asintió con un gesto, cerró de nuevo la puerta y comentó: — Perdone, Excelencia, pero me comunican que acaba de llegar el gobernador. — ¿Ben-Koufra…? — Se sorprendió Madani—. ¿Vivo? — Así es, señor. En mal estado, pero vivo… Aguarda en su despacho. El ministro se puso en pie de un salto y sin saludar siquiera a los presentes, abandonó la sala, cruzó la alta galería seguido por Anuhar-el-Mojkri y por las asustadas miradas de los funcionarios locales, y penetró en el amplio despacho en penumbras del gobernador, dejando fuera al secretario, que, prácticamente, se golpeó contra la pesada puerta. Con barba de diez días, sucio, enflaquecido y ojeroso, el gobernador Hassán-ben-Koufra era una sombra del hombre orgulloso, altivo y seguro que había abandonado una tarde aquel mismo despacho camino de la mezquita. Derrumbado en uno de los pesados sillones, contemplaba, sin ver, el bosque de palmeras a través de los pesados visillos, y se diría que su mente estaba muy lejos, probablemente en la cueva donde había sufrido la más traumatizante experiencia de su vida. Ni siquiera alzó los ojos cuando Madani entró, y éste tuvo que colocarse ante él, para que al fin reparara en su presencia. — No esperaba volver a verte. Los ojos, enrojecidos por el cansancio y se diría que dilatados por el terror, se alzaron lentamente y le costó trabajo reconocer a su interlocutor. Al fin musitó con voz ronca, apenas audible: — Yo tampoco… — Mostró sus muñecas llagadas y en carne viva—: ¡Mira! — Es mejor que estar muerto… Y por tu culpa, catorce hombres han sido asesinados y el país está en peligro. — Nunca imaginé que lo lograría… Estaba seguro de que lo enviaba a una trampa y en Gerifíes acabarían con él. Teníamos allí a nuestra mejor gente. — ¿La mejor…? — exclamó—. Los degolló como a gallinas, uno por uno… Y ahora Abdul está libre. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Asintió con un gesto: — Lo atraparemos. — ¿Cómo? Ahora no lo acompaña un muchacho fanático e inepto, sino un targuí que conoce esta tierra como jamás la conoceremos ninguno de nosotros. — Tomó asiento frente a él, en el sofá y se alisó los cabellos con un gesto mecánico—. Y pensar que fui yo quien te propuso para este puesto e insistí en tu nombre… — Lo lamento. — ¿Lo lamentas…? — Soltó una corta carcajada, amarga y despectiva—. Si al menos estuvieras muerto podría decir que te torturaron hasta límites inhumanos… Pero estás aquí, vivo y presumiendo de unas heridas que cicatrizarán en quince días. Cualquier estudiante revoltoso resiste más a mis hombres de lo que le has resistido tú a ese targuí. Antes eras más duro. — Cuando era joven y eran paracaidistas franceses los que torturaban… Entonces creía en algo. La causa era buena. Tal vez no estaba convencido de que fuera justo mantener a Abdul encerrado de por vida. — Te pareció justo mientras te proporcionó este despacho y un nombramiento de gobernador — le recordó. Y te pareció justo cuando decidimos qué hacer con él. Entonces no era «Abdul»; era el enemigo, el diablo; el que llevaba al país hacia el caos porque nos estaba apartando a nosotros, sus íntimos, del Gobierno. No, Hassán — negó con decisión—, no trates de engañarme, que te conozco hace tiempo. La realidad es que el poder, los años y la comodidad, te han vuelto blando y asustadizo… Se podía ser un héroe y resistir cuando no se tenía nada que perder más que la esperanza en un futuro mejor. Pero no cuando se vive en un palacio y se tiene una cuenta en Suiza como la tuya… No lo niegues — le atajó—. Recuerda que mi obligación es estar informado, y sé cuánto te pagan las compañías petroleras por tu colaboración. — Menos que a ti probablemente. — Desde luego… — admitió Alí Madani sin escandalizarse—. Pero de momento eres tú quien está en entredicho y no yo… — Se dirigió a la ventana a observar el muecín que llamaba a los fieles desde el alminar de la mezquita, y comentó sin volverse a mirarle—: Reza porque pueda arreglar lo que has estropeado, o será algo más que un puesto de gobernador lo que pierdas. — ¿Quiere eso decir que me has destituido…? — ¡Naturalmente! — replicó—. Y te garantizo que, si no encuentro a Abdul, haré que te juzguen por traición. El gobernador Hassán-ben-Koufra no respondió, absorto como estaba en observar las llagas que habían dejado las correas en sus muñecas, y meditando en que, días atrás, y en aquel mismo despacho, había sido él quien ocupara la posición de Madani, juzgando duramente a un hombre por culpa de aquel targuí que se estaba convirtiendo en una obsesión para todos. Evocó las horas y los días de ansiedad y zozobra que pasó en la cueva, preguntándose a cada instante si realmente el targuí enviaría a alguien a buscarle o le dejaría morir allí, como un perro, de hambre, terror y sed. Y evocó igualmente el modo en que el otro había demostrado ser más inteligente que él, descubriendo, sin esforzarse mucho, cuál era su punto débil, y de qué forma resultaba factible conseguir su colaboración sin necesidad de tocarle. Comprendió que odiaba al targuí por todo ello, pero le odiaba más aún, sobre todo, porque hubiese sido capaz de cumplir su promesa enviando a salvarle. — ¿Por qué? — preguntó Alí Madani, volviéndose a mirarle de nuevo como si hubiera estado leyendo su pensamiento—. ¿Por qué un hombre que mata con la frialdad con que él lo hace, te dejó libre…? — Lo había prometido. — Y un targuí siempre cumple sus promesas, lo sé… Aun así, me cuesta trabajo admitir que exista una mente que admita que es lícito degollar a unos desconocidos que duermen, pero no es lícito incumplir la promesa hecha a un enemigo. — Agitó la cabeza negativamente y fue a tomar asiento tras la pesada mesa, en el sillón que había pertenecido a su interlocutor—. A veces me pregunto cómo es posible que vivamos en el mismo país si tenemos tan pocas cosas en común… — Continuó como si hablase consigo mismo—. Es parte de la herencia que debemos agradecerle a los franceses: nos mezclaron como en un gigantesco «puding», y nos cortaron luego en pedazos, dividiéndonos a su antojo. Ahora, veinte años después, nos sentamos aquí, a tratar inútilmente de entender algo los unos de los otros. — Eso ya lo sabíamos… — señaló Hassán-ben-Koufra cansinamente—. Todos habíamos llegado a la misma conclusión, pero a ninguno se le ocurrió renunciar a la parte que no nos correspondía, conformándonos con un país más pequeño y homogéneo… — Abrió y cerró las manos como si le costara hacerlo, conteniendo un gesto de dolor—. La ambición nos cegaba y hubiéramos anhelado más y más territorio, aun a sabiendas de que no sabríamos gobernarlo. De ahí nuestra política: si no conseguimos que los beduinos se adapten a nuestro modo de ser, debemos destruirlos. ¿Qué hubiéramos hecho si los franceses hubieran tratado de destruirnos años atrás porque no nos adaptábamos a su forma de ser…? — Lo que hicimos al fin: independizarnos… Tal vez sea ése el futuro de los tuareg: independizarse de nosotros. — ¿Los imaginas independientes? — ¿Nos imaginaron acaso alguna vez los franceses, hasta que comenzamos a tirarles bombas y demostrar que podíamos serlo? Ese Gacel, o como quiera que se llame, ha demostrado que puede vencernos. Si todos los suyos se le unieran, te garantizo que nos arrojarían del desierto. Y medio mundo estaría dispuesto a ayudarles a cambio del petróleo de sus tierras… No — señaló convencido—, no debemos darles la oportunidad de averiguar que podrían convertir sus camellos en «Cadillacs» de oro. — ¿Para eso has venido? — Para eso, y para acabar de una vez con Abdul-el-Kebir. Era un mar de cuerpos de mujeres desnudas, tumbadas al sol, con la piel dorada, a veces cobriza y hasta roja en las crestas de las cumbres más viejas, pero eran cuerpos inmensos, con pechos que superaban a veces los doscientos metros de altura, traseros de un kilómetro de diámetro, y largas piernas, inacabables piernas, inaccesibles piernas, por las que los camellos ascendían pesadamente, resbalando, chillando y mordiendo, amenazando a cada instante con flanquear y caer redondos hasta el pie de la duna para no levantarse más y concluir devorados por la arena. Los «gassi», los pasos entre una y otra duna, se convertían en un tortuoso laberinto, inexistentes la mayoría de las veces, o que volvían al punto de partida muchas otras y tan sólo el increíble sentido de orientación de Gacel y la seguridad de su criterio, les permitía avanzar hacia el Sur día tras día, sin retornar sobre sus propios pasos. Abdul-el-Kebir, que se preciaba de conocer a fondo un país que había gobernado durante años, y que había vivido en el corazón mismo del desierto, jamás pudo imaginar, ni en sus peores sueños, que existiera sobre la tierra un mar de dunas semejante; una extensión de arena tan dilatada; un «erg» al que no se le veía el fin ni aun trepando a la más elevada de las «ghourds». Arena y viento era cuanto existía allí, en los aledaños de la «gran tierra vacía», y se preguntaba cómo era posible que el targuí asegurase que existía algo «aún peor» que aquel océano petrificado. Dejaban transcurrir las horas del día al socaire del viento y a la sombra de una ancha tienda de color amarillento que compartían con los camellos, para reiniciar la marcha en cuanto la tarde comenzaba a declinar, y continuarla durante toda la noche, a la luz de la luna y las estrellas, sorprendidos siempre por unos amaneceres portentosos, en los que las sombras parecían ir corriendo de cresta en cresta de los «sifs» en forma de sable, sobre cuyos filos podría pensarse que los granos de arena se mantenían unidos abrazándose los unos a los otros. — ¿Cuánto falta? — quiso saber en el quinto de aquellos amaneceres, cuando las primeras luces le permitieron comprobar que tampoco era capaz de distinguir en el confín del horizonte el comienzo de la gran planicie. — No lo sé. Nadie ha vuelto jamás de este lugar. Nadie ha contado los días de arena, ni los días de «tierra vacía». — ¿Vamos hacia la muerte entonces…? — Que nadie lo haya logrado, no quiere decir que no pueda hacerse. Agitó la cabeza incrédulo: — Me maravilla ésa fe que tienes en ti mismo — dijo—. Yo comienzo a sentir miedo. — El miedo es el principal enemigo en el desierto — fue la respuesta—. El miedo conduce a la desesperación y la locura, y la locura lleva a la estupidez y la muerte. — ¿Tú nunca tienes miedo? — ¿Al desierto? No. Aquí nací y aquí ha transcurrido mi vida… Tenemos cuatro camellos, las hembras todavía darán leche hoy y mañana, y no llegan señales de «harmatan». Si el viento nos respeta, tenemos esperanzas. — ¿Cuántos días de esperanza? — quiso saber Abdul. Se durmió tratando de calcular cuántos días de esperanza les quedaban, y cuántos aún de sufrir aquel martirio, y le despertó al mediodía un zumbido lejano. Abrió los ojos y lo primero que vio fue a Gacel, cuya silueta se recortaba contra la entrada de la tienda, arrodillado en la arena y vigilando el cielo. — Aviones… — señaló el targuí sin volverse. Se arrastró a su lado y pudo distinguir a una pequeña avioneta de reconocimiento que trazaba círculos a unos cinco kilómetros de distancia y que se iba aproximando lentamente. — ¿Puede vernos…? Gacel negó, pero aun así se aproximó a los camellos y les maniató las patas uniendo las de atrás con las de delante para impedirles cualquier intento de alzarse. — El ruido les asusta… — dijo—. Y si echan a correr nos delatarán. Cuando hubo concluido aguardó paciente a que, en uno de sus círculos, la cumbre de la duna más próxima se interpusiera entre la avioneta y ellos, y tan sólo entonces salió al exterior y cubrió con una capa de arena las partes más visibles de la tienda. Quince minutos después, y sin más molestias que el continuo barritar nervioso de las bestias, una de cuyas hembras intentó morderles por tres veces, el zumbido se alejó y el aparato pasó a convertirse en un punto de la distancia tras haber pasado una sola vez sobre sus cabezas. Sentado en la penumbra, apoyada la espalda en una de las monturas, Gacel extrajo de una bolsa de cuero un puñado de dátiles y comenzó a comer como si no hubiera pasado nada y no corrieran el menor peligro. Se le diría tranquilamente sentado en su cómoda «jaima». — ¿Realmente puedes quitarles el poder si logras cruzar la frontera…? — inquirió, aunque resultaba claro que no tenía demasiado interés en la respuesta. — Ellos lo creen así, aunque yo no estoy tan seguro. La mayoría de mi gente ha muerto o está encarcelada… Otros me traicionaron. — Aceptó los dátiles que el targuí le ofrecía—. No será fácil… — añadió—. Pero si lo logro, podrás pedirme lo que quieras… Todo te lo debo a ti. Gacel negó despacio: — No me deberás nada y aún seré yo el que esté en deuda por la muerte de tu amigo… Por mucho que haga y por años que pasen, nunca podré devolverle la vida que me confió. Le miró largamente tratando de calar en el fondo de aquellos ojos oscuros y profundos, la única parte de su rostro que había alcanzado a ver hasta el momento. — Me pregunto por qué unas vidas significan tanto para ti y otras tan poco. No podías hacer nada aquel día, pero se diría que su remuerdo te persigue y te atormenta. Sin embargo, el haber degollado a los soldados te deja por completo indiferente. No obtuvo respuesta. El targuí se había limitado a encogerse de hombros y continuaba con su tarea de introducirse dátiles en la boca, bajo el velo. — ¿Eres mi amigo? — inquirió Abdul de improviso. Le miró sorprendido: — Sí. Supongo que sí. — Los tuareg se despojan del velo ante sus familiares y sus amigos… Pero tú aún no lo has hecho ante mí. Gacel meditó unos instantes y luego, muy despacio, subió la mano y dejó caer el velo, permitiendo que estudiara a gusto su rostro delgado y firme, surcado de profundas arrugas. Sonrió: — Es una cara como cualquier otra. — Te imaginaba distinto. — ¿Distinto? — Más viejo quizá… ¿Cuántos años tienes? — No lo sé. Nunca los he contado. Mi madre murió siendo yo un niño, y ésas son cosas que únicamente preocupan a las mujeres. Ya no soy tan fuerte como antes, pero tampoco empiezo a estar cansado. — No te imagino cansado. ¿Tienes familia? — Mujer y cuatro hijos. Mi primera esposa murió. — Yo tengo dos hijos. Y mi esposa también murió, aunque nunca me dijeron cuándo. — ¿Cuánto tiempo llevas preso? — Catorce años. Gacel guardó silencio, tratando de hacerse una idea de lo que representaban catorce años en la vida de una persona, pero le resultó imposible imaginar siquiera lo que significaba permanecer tanto tiempo encerrado. — ¿Siempre estuviste en el Fortín de Gerifíes…? — Estos años, sí. Pero ya antes había pasado ocho en las prisiones francesas… — Sonrió con amargura Cuando era joven y luchaba por la libertad. — ¿Y pese a todo, quieres volver a la lucha y a la posibilidad de que te traicionen nuevamente y nuevamente te encierren? — Pertenezco a una clase de hombres que únicamente pueden estar en la cumbre o en el fondo. — ¿Cuánto tiempo estuviste en la cumbre? — ¿En el poder? Tres años y medio. — No compensa — replicó el targuí convencido, negando con la cabeza repetidamente—. Por bueno que sea el poder, no compensa veintidós años de cárcel por tres y medio de mandar. No. Ni aunque fuera al contrario. Para nosotros, los tuareg, la libertad es, siempre, lo más importante. Tan importante, que no construimos casas de piedra, porque sentir los muros alrededor nos ahoga. Me gusta saber que puedo levantar cualquiera de las paredes de mi «jaima» y ver la inmensidad del desierto al otro lado. Y me gusta advertir cómo el viento atraviesa por entre las cañas de las «sheribas»… — Hizo una pausa—. Alá no puede vernos cuando nos ocultamos bajo techos de piedra. — El nos ve en todas partes. Aun en la más profunda de las mazmorras. Calibra nuestros sufrimientos, y nos compensará si los soportamos por una causa justa. — Le miró a los ojos—. Y mi causa es justa — concluyó. — ¿Por qué? Le observó desconcertado. — ¿Cómo que por qué? — ¿Por qué tu causa es más justa que la de ellos? Todos buscáis el poder. ¿O no? — Existen muchos modos de ejercer el poder. Unos lo usan para su propio provecho. Otros, para ser útiles a los demás y conseguir un futuro mejor para su pueblo. Eso era lo que yo pretendía. Por ello no encontraron cargo alguno del que acusarme cuando me traicionaron y no se atrevieron a fusilarme. — Alguna razón tendrían para traicionarte. — No les permitía robar — sonrió—. Quise hacer un gobierno de hombres puros, sin darme cuenta de que ningún país cuenta con suficientes hombres puros como para formar un gobierno. Ahora, todos tienen yates, palacios en la Riviera, y cuentas en Suiza pese a que cuando éramos jóvenes y luchábamos juntos, juramos combatir la corrupción con el mismo espíritu con que combatíamos a los franceses. — Chasqueó la lengua como burlándose de sí mismo—. Era un juramento idiota. Podíamos luchar contra los franceses porque, por más que nos lo propusiéramos, jamás llegaríamos a ser franceses. Pero no resulta tan fácil luchar contra la corrupción, porque, a poco esfuerzo que hagamos, podemos convertirnos también en corrompidos. — Le observó con fijeza—. ¿Entiendes de lo que te estoy hablando? — Soy targuí, no estúpido. La diferencia entre nosotros estriba en que los tuareg se asoman a vuestro mundo, lo observan, lo comprenden, y se apartan. Vosotros, ni os acercáis a nuestro mundo, ni, mucho menos aún, lográis entenderlo. Por eso siempre seremos superiores. Abdul-el-Kebir sonrió por primera vez en mucho tiempo, sinceramente divertido: — ¿En verdad que los tuareg continuáis considerándoos la raza elegida de los dioses? Gacel señaló hacia fuera: — ¿Qué otra hubiera sobrevivido dos mil años en estos arenales? Si el agua se acaba, yo seguiré con vida cuando a ti te estén comiendo los gusanos. ¿No es ésa una demostración de que los dioses nos eligieron? — Es posible… Y si así fuera, es hora de que solicitéis toda su ayuda, porque lo que no consiguió el desierto en dos mil años, lo conseguirán los hombres en veinte. Quieren destruiros; acabar con vosotros y eliminaros de la faz de la tierra, aunque no se sientan capaces de construir nada sobre vuestras tumbas. Gacel cerró los ojos sin preocuparse gran cosa por la amenaza o la advertencia: — Nadie podrá destruir nunca a los tuareg — sentenció—. Nadie, más que los tuareg mismos, y hace años que están en paz y no luchan entre sí. — Hizo una pausa y sin abrir los ojos, añadió—: Ahora será mejor que duermas. La noche será larga. Y fue en verdad una larga y fatigosa noche. Desde que un sol rojo y tembloroso comenzó a sumergirse en la calima que flotaba sobre las crestas de las dunas, hasta que ese mismo sol, descansado y brillante, renació por su izquierda, iluminando idéntico paisaje de gigantescas mujeres desnudas. Rezaron sus oraciones, de cara a La Meca, y estudiaron de nuevo el horizonte: — ¿Hasta cuándo? — Mañana llegaremos a la llanura… Entonces empezará lo malo. — ¿Cómo lo sabes? El targuí no tenía respuesta. Era como predecir cuándo llegaría la tormenta de arena o cuándo el calor aumentaría hasta límites insoportables. Era como presentir la manada de antílopes más allá de una duna o recorrer, sin perderse, una ruta ignorada. — Lo sé… — fue todo lo que dijo al fin—. Al amanecer alcanzaremos la llanura. — Me alegrará hacerlo. Estoy harto de subir y bajar dunas y hundirme en la arena. — No. No te alegrará — sentenció—. Aquí corre brisa. Mucha o poca, refresca y ayuda a respirar. Los ríos de arena se forman en los caminos del viento. Pero las «tierras vacías» son como hoyas muertas donde todo es quietud, y donde el aire, de tan caliente, se vuelve espeso. La sangre quiere hervir, y los pulmones y la cabeza estallan. Por eso, ningún animal ni ninguna planta viven allí. Y esa llanura… — recalcó, señalando hacia delante con el dedo…jamás ha logrado atravesarla nadie. Abdul-el-Kebir no respondió, impresionado, más que por las palabras, por el tono de voz del targuí. Había aprendido a conocerle y le había visto desenvolverse en cada uno de los momentos que llevaban juntos, sin que nada ni nadie pareciera asustarle, absolutamente seguro del terreno que pisaba y el hostil mundo en que se desenvolvía. Era un hombre sereno, hermético y distante que parecía mantenerse por encima de los problemas y los peligros que pudieran presentársele, pero que ahora, al hablar de la «tierra vacía» lo hacía con un respeto que no podían por menos de alarmarle. Para cualquier ser humano, el «erg» que atravesaban hubiera significado el final de todos los caminos, el principio de todas las locuras, y la muerte sin esperanza alguna. Para el targuí no había constituido más que la etapa «cómoda», de un viaje que pronto comenzaría a tornarse verdaderamente difícil. A Abdul-el-Kebir le aterrorizaba imaginar siquiera lo que aquel hombre pudiera considerar «difícil». Por su parte, Gacel libraba una lucha consigo mismo, preguntándose si no estaría sobrevalorando sus fuerzas al despreciar un consejo, ¿o quizá fuera una ley? que durante generaciones se habían transmitido los de su pueblo verbalmente: «Huye de Tikdabra». Rub-al-Jali, al sur de la península arábiga y Tikdabra, en el corazón del Sáhara, constituían las dos regiones más inhóspitas del planeta; aquellas que los cielos reservaron para enviar a los espíritus de los peores asesinos, infanticidas y violadores, y donde moraban las almas atormentadas de los que habían vuelto la espalda al enemigo durante las guerras santas. Gacel Sayah había aprendido desde niño a no hacer caso de espíritus, fantasmas o apariciones, pero conocía otras «tierras vacías» menos famosas y menos terribles, que Tikdabra, y podía hacerse una clara idea, por tanto, de lo que les esperaba en los días venideros. Observó a su acompañante. De hecho venía estudiándolo desde el primer instante; desde que descubrió un relámpago de espanto en sus ojos cuando le confesó que había matado a sus guardianes. Si había soportado tantos años de cautiverio y no se había dado por vencido, decidido a reanudar la lucha, era, sin duda, un hombre de coraje, con un temple fuera de lo común. Pero el temple para la lucha — Gacel lo sabía bien — no tenía nada que ver con el temple necesario para enfrentarse al desierto. Con el desierto no se luchaba, porque al desierto jamás se le vencía. Al desierto había que resistírsele, mintiendo y engañando, para concluir por escamotearle la propia vida cuando ya creía tenerla en las manos. En la «tierra vacía» no había que ser héroe de carne, sino piedra sin sangre, porque las piedras eran las únicas que lograban pasar a formar parte del paisaje. Y Gacel abrigaba el temor de que Abdul-el-Kebir, al igual que cualquier otro ser humano que no hubiera nacido «imohag» y no se hubiese criado entre las arenas y las rocas, careciera de la más mínima capacidad de convertirse en piedra. Lo observó nuevamente. Era sin duda un hombre que no temía a los hombres, pero al que aplastaba la soledad y el silencio de aquella naturaleza callada y dulcemente agresiva, donde todo eran suaves curvas y colores tranquilos; donde no acechaba la fiera, ni se escondía el alacrán o la serpiente; donde ni siquiera un mosquito sediento acudía a amenazar en los atardeceres, pero que hedía a muerte aunque no oliese a nada, pues en el aséptico mar de dunas, hasta los olores se habían esfumado hacía mil años. Ya había comenzado a dar las primeras muestras de ansiedad desfalleciendo ante la dilatada inmensidad del mar de arena, cuando los problemas aún no habían hecho siquiera acto de presencia. Ya su pulso latía con fuerza cuando coronaban las más altas dunas, las viejas «ghourds» rojizas y duras como basalto, y no distinguía al otro lado sino una repetición exacta del paisaje que habían dejado atrás una y mil veces, y ya renegaba cuando los camellos tiraban al suelo su carga nuevamente, o se dejaban caer amenazando con no volver a levantarse nunca. Y era sólo el principio. Montaron la tienda y dos aviones volvieron al mediar la mañana. Gacel agradeció su presencia y el que sobrevolaran sus cabezas con insistencia sin llegar a descubrirles, porque comprendió que esos aviones constituían el acicate que Abdul necesitaba, la evidencia del peligro presente; de la vuelta al encierro; de la otra muerte, más sucia y denigrante, que sin duda le aguardaba si caía en manos de sus perseguidores. Y los dos sabían que, en caso de desaparecer para siempre en la «tierra vacía» de Tikdabra, entrarían directamente en el mundo de la leyenda; del mismo modo que entró en su día «La Gran Caravana», y al igual que entraban los héroes que jamás se rendían. Pasarían cien años antes de que el pueblo que le amaba perdiera la esperanza de que algún día el mítico Abdul-el-Kebir regresara del desierto, y sus enemigos se enfrentarían a ese fantasma porque jamás podrían tener una constancia, física y palpable, de su muerte. Los aviones rompían el terrible silencio, e incluso se diría que en el aire dejaban un olor a bencina que avivaba recuerdos. Cuando se hubieron alejado, salieron a observarlos, girando como buitres en busca de su presa. — Sospechan, hacia dónde nos dirigimos. ¿No sería mejor regresar e intentar escapar por otro lado…? El targuí negó lentamente. — El que lo sospechen, no quiere decir que nos encuentren. Y aunque nos encontraran, tendrían que venir a buscarnos. Y eso nadie lo hará. El desierto es ahora nuestro único enemigo, pero es, también, nuestro aliado. Piensa en ello y olvídate del resto. Pero, aunque lo intentara, Abdul-el-Kebir no podía olvidar el resto. En realidad, no quería olvidarlo, porque también él se había dado cuenta de que, por primera vez en su vida, algo le aterrorizaba realmente. Eran otras las luces, pero no otras las sombras, pues no existía objeto alguno capaz de proyectar la menor sombra sobre la blanca planicie ilimitada. Las últimas dunas morían mansamente, como lenguas sedientas o como largas olas de un mar sin fuerza sobre una playa sin fondo, caprichosa frontera que la Naturaleza se había impuesto sin razón aparente; sin explicar a nadie por qué acababa allí la arena, o por qué comenzaba la llanura. Y aumentó el silencio, a tal punto, que Abdul escuchó el golpear de su corazón acelerado, e incluso el palpitar de la sangre en sus sienes. Cerró los ojos en inútil intento de alejar de su mente semejante paisaje de pesadilla, pero se había clavado de tal forma en su retina, que tuvo la certeza que sería aquella la última visión que tendría en su agonía. Ni montañas, ni rocas, ni accidentes; nada más que una lisa depresión, una hoja de papel sobre la que podrían haberse escrito todos los libros de este mundo. «Insh. Allah!» ¿Por qué habría querido Dios, capaz de imaginarlo todo, plasmar allí, de modo tan patente, la realidad de la más absoluta de las nadas? «Insh. Allah!» Ese había sido su capricho y no quedaba más que aceptar que había conseguido rizar el rizo de su propia obra, creando un desierto dentro del desierto. Tenía razón Gacel, y el viento acababa en el límite mismo de las dunas para dar paso a un ambiente enrarecido, donde en menos de cien metros, la temperatura aumentaba quince grados, como una bofetada de aire caliente que impelía a retroceder nuevamente en busca de la dulce protección del mar de arena que hasta ese momento se le antojara insoportable. Iniciaron la marcha cuando el sol se ocultaba ya en el horizonte, pero no por ello refrescó el ambiente, como si aquel lugar maldito permaneciera al margen de las más simples leyes de la Naturaleza, y su masa de aire enrarecido tuviera la virtud de hacerse impenetrable, campana de cristal que aislaba la «tierra vacía» del resto del planeta. Los camellos berreaban, y era el suyo un grito de terror, porque su instinto les advertía que aquel suelo duro, caliente y firme, conducía al final de todos los caminos. Con la oscuridad llegaron las estrellas de las que Gacel escogió una a la que habrían de seguir constantemente, y más tarde hizo su aparición una pálida luna que proyectó, por primera vez quizá desde el comienzo de los siglos, sombras sobre la blanca llanura fantasmal. El targuí marchaba a pie con paso constante y monótono de máquina insensible, mientras Abdul montaba la más resistente de las bestias, una hembra joven en la que la fatiga y la falta de agua aún no parecía haber hecho mella, y cuando una claridad lechosa comenzó a borrar del cielo las estrellas, el primero se detuvo, obligó a las bestias a arrodillarse y levantó sobre ellas la ancha tela de pelo de camello. Una hora después Abdul-el-Kebir comenzó a advertir que se asfixiaba y el aire no bajaba a sus pulmones. — Agua… — pidió. Gacel se limitó a abrir los ojos y negar muy levemente con un movimiento de cabeza. — ¡Voy a morir…! — No. — ¡Me voy a morir…! — Deja de moverte. Tienes que permanecer quieto. Como los camellos. Como yo. Deja que tu corazón se serene y trabaje lentamente y que tus pulmones tomen el mínimo de aire que necesiten. No pienses en nada. — Sólo un trago… — suplicó nuevamente ¡Un trago…! — Sería peor. Beberás a la caída de la tarde. — ¡A la caída de la tarde…! — se horrorizó Abdul—. ¡Faltan por lo menos ocho horas! Pero comprendió que era inútil insistir, cerró los ojos, vació la mente e intentó que cada uno de sus músculos se relajara sin pensar en agua, ni en el desierto que le rodeaba, ni en el terror que se había aposentado, como un ser vivo, en la boca de su estómago. Trató que su mente abandonara por completo su cuerpo y lo dejara allí, a solas, recostado, en el camello como comprendió que lo hacía el targuí, que parecía haber conseguido su propósito de convertirse en piedra. Y se contempló a sí mismo, dividido en dos partes, de las que una parecía ser simple testigo, ajeno por completo a la realidad de la sed, el calor, o el desierto, mientras la otra se había convertido en una cáscara vacía; una envoltura humana incapaz de sentir o padecer. Y, sin llegar a dormirse por completo, se evadió hacia lugares muy lejanos; hacia tiempos pasados, más felices; hacia el recuerdo de sus hijos, a los que había visto por última vez siendo unos niños y que se habrían convertido ya en hombres y en padres de otros niños. Se entremezclaron en su mente ideas, realidad y fantasía, y se agolparon al tiempo escenas vividas intensamente con otras, aparentemente más auténticas, y que no eran, sin embargo, más que fruto de su imaginación desenfrenada. Despertó por dos veces, angustiado por la idea de que continuaba preso, y le angustió aún más la realidad de que era libre, porque su cárcel se había convertido en la mayor prisión que hubiera existido jamás sobre la Tierra. Y el targuí continuaba allí, frente a él, como una estatua, sin realizar un solo movimiento, casi sin respirar siquiera, y le observó tratando de descubrir qué clase de hombre era, y qué clase de sentimientos despertaba en él. Le temía. Le temía y respetaba al mismo tiempo; se sentía agradecido por haberle liberado, y era, probablemente, uno de los seres más seguros de sí mismo, rectos y admirables, que hubiera conocido nunca, pero existía algo — tal vez catorce cadáveres que se interponía entre ambos. O tal vez fuera la diferencia de razas y culturas; el hecho, como Gacel había asegurado, de que un hombre de la costa jamás aprendería a conocer a un targuí ni a aceptar sus costumbres. El tuareg era el único que, entre todos los pueblos islámicos, que, aun siguiendo fielmente las enseñanzas de Mahoma, pregonaban la igualdad de sexos, y sus mujeres, no sólo jamás se habían cubierto el rostro con un velo — a diferencia de los hombres—, sino que gozaban de absoluta libertad hasta el momento de casarse, sin rendir cuentas de sus actos, ni a sus padres, ni a su futuro esposo, que, por lo general, era escogido por ellas, según sus sentimientos. Eran famosas en el desierto las «Fiestas de Solteros» de los tuareg; los «Ahal» en que muchachos y muchachas se juntaban a cenar a la luz de la hoguera, contar historias y tocar el «amzad» de una sola cuerda, bailando en grupo hasta altas horas de la madrugada; horas en las que las mujeres tomaban las palmas de las manos de los hombres y trazaban sobre ellas dibujos cuyo significado únicamente los de su raza conocían, y que indicaban qué clase de acto de amor deseaban para esa noche. Luego, cada pareja se perdía en la oscuridad, a buscar en las dunas, sobre la blanda arena y la blanca «gandurah» extendida sobre ella, la satisfacción a los deseos expresados en la palma de la mano. Para un árabe tradicional, celoso de la virginidad de la que habría de ser su esposa o del honor de su hija, semejantes costumbres iban mucho más allá de los límites del simple escándalo, y Abdul sabía de países, como Arabia y Libia, e incluso regiones de su propia patria, donde por muchísimo menos se lapidaba o cortaba la cabeza a los culpables. Pero los «imohag» habían defendido el derecho de sus mujeres al sexo, a vestir como les viniera en gana o a tener voz y voto en los asuntos familiares, desde los viejos tiempos de la expansión mahometana, cuando más rígido y exigente se mostraba el fanatismo religioso. Era un pueblo que, desde que se tenía memoria de su aparición sobre la faz de la Tierra, habían sabido aceptar lo mejor de cuanto se le ofrecía, rechazando cuanto coartaba su libertad y su carácter, y aun sabiéndolo ingobernable, Abdul-el-Kebir se hubiera sentido feliz y orgulloso de ser su líder. Los tuareg hubieran sabido aceptar y comprender lo que él trataba de ofrecer, jamás le habrían traicionado, y jamás habrían consentido que otros le traicionaran, porque cuando los de su estirpe juraban obediencia a un «amenokal», esa obediencia iba más allá de la muerte. Pero los hombres de la costa, los que le habían aclamado hasta enloquecer cuando logró expulsar a los franceses ofreciéndoles por primera vez una patria y una razón para sentirse orgullosos de sí mismos, no supieron mantener su juramento de fidelidad, y se escondieron en lo más profundo de sus miserables chozas en cuanto presintieron el peligro. — ¿Qué es ser socialista…? — le había preguntado Gacel la primera noche, cuando aún tenían ganas de hablar y cabalgaban uno junto a otro sobre los bamboleantes camellos. — Es pretender que la justicia sea igual para todos. — ¿Tú eres socialista…? — Más o menos. — Crees que todos, «imohag» y sirvientes, somos iguales… — ¿Ante la ley? sí. — No me refiero a la ley. Me refiero a que sirvientes y señores seamos iguales por completo. — En cierto modo… — Trató de descubrir adónde quería ir a parar sin comprometerse—. Los tuareg sois los últimos seres de la Tierra que aún mantenéis esclavos sin avergonzaros de ello. No es justo. — Yo no tengo esclavos. Tengo sirvientes. — ¿De veras…? ¿Y qué haces si uno escapa y no quiere trabajar más para ti? — Lo busco, lo azoto y lo traigo de regreso. Nació en mi casa y le di agua, comida y protección cuando no podía valerse por sí mismo. ¿Qué derecho tiene a olvidarlo y marcharse cuando ya no me necesita? — El derecho a su propia libertad. ¿Aceptarías tú ser sirviente de otro, por el hecho de que te alimentó cuando eras niño? ¿Hasta cuándo debes pagar esa deuda? — No es el caso. Yo nací «imohag». Ellos nacieron «aklis». — ¿Y quién ha dispuesto que un «imohag» es superior a un «akli»? — Alá. Si no fuera así, no los hubiera hecho cobardes, ladrones y serviles. Ni nos hubiera hecho a nosotros valientes, honrados y orgullosos. — ¡Demonios! — exclamó—. Hubieras sido el más fanático de los fascistas… — ¿Qué es un fascista? — Aquel que proclama que su estirpe es superior a todas las demás. — En ese caso, soy fascista. — Realmente lo eres — admitió convencido—. Aunque estoy seguro de que si supieras lo que realmente significa, renunciarías a ello. — ¿Por qué? — No es algo que se pueda explicar dando tumbos sobre un camello que parece borracho… Será mejor que lo dejemos para otra ocasión. Pero esa otra ocasión no se había presentado, y Abdul abrigaba el convencimiento de que cada día disminuían las posibilidades de que llegara, pues la fatiga, el calor y la sed, los iban agotando, y el simple hecho de pronunciar una palabra comenzaba a requerir un esfuerzo sobrehumano. Cuando al fin despertó por completo, Gacel había levantado el campamento y afianzaba una vez más la carga sobre tres de los animales. Con un gesto de la cabeza señaló al cuarto: — Tendremos que matarlo esta noche. — Atraerá a los buitres, y los buitres atraerán a los aviones. Encontrarán nuestra pista. — Los buitres no se aventuran en la «tierra vacía»… — había tomado un pequeño cazo de estaño que llenó de agua y se lo entregó—. El aire es demasiado caliente. Bebió con ansia y ofreció de nuevo el recipiente, pero el targuí ya había cerrado firmemente la «gerba». — No hay más. — ¿Eso es todo…? — se asombró Abdul—. Ni siquiera me he humedecido la garganta. Gacel señaló nuevamente al camello. — Esta noche beberás su sangre. Y comerás su carne. Mañana comienza el Ramadán. — ¿El Ramadán? — repitió asombrado—. ¿Crees que estamos en condiciones de respetar las leyes del ayuno en semejante situación? Hubiera jurado que el targuí sonreía. — ¿Quién mejor que nosotros para respetarlas en este momento? — quiso saber¿ Y qué mejor destino para nuestros sufrimientos? Los animales se habían puesto en pie y tendió la mano para ayudarle a erguirse. — ¡Vamos! — rogó—. El camino es largo. — ¿Cuántos días durará este martirio? Negó convencido: — No lo sé. Te doy mi palabra de que no lo sé. Recemos para que Alá lo haga lo más corto posible, pero ni siquiera en sus manos está empequeñecer el desierto. Así lo creo, y así seguirá. El sargento mayor Malik-el-Haideri negó con firmeza una vez más: — Nadie sacará agua de este pozo, ni de ninguno en quinientos kilómetros a la redonda, hasta que averigüe dónde se esconde la familia de Gacel Sayah. El anciano se encogió de hombros, impotente: — Se fueron. Levantaron el campamento y se fueron. ¿Cómo podemos saber adónde? — Los tuareg sabéis cuanto ocurre en el desierto. No muere un camello, ni enferma una cabra sin que la voz corra de boca en boca. Ignoro cómo lo hacéis, pero es así. Me tomas por estúpido si pretendes hacerme creer que toda una familia, con sus «jaimas», sus animales, sus niños y sus siervos, puede desplazarse de un lado a otro del territorio sin que nadie lo advierta. — Se fueron. — ¿Adónde? — No lo sé. — Tendrás que averiguarlo si quieres agua. — Mis animales morirán. Y mi familia también. — No me culpes a mí. — Le señaló acusadoramente con el dedo, golpeándole repetidamente el pecho, lo que hizo que el anciano estuviera a punto de echar mano a su gumía—. Uno de los tuyos — añadió—, un sucio asesino, ha matado a muchos de los míos. Soldados de los que os protegen de los bandidos; de los que buscan agua, cavan pozos y los mantienen libres de arena. De los que van en pos de las caravanas cuando se han perdido, arriesgando su vida en el desierto. — Agitó la cabeza una y otra vez—. No. No tenéis derecho a agua, ni a la vida, hasta que encuentre a Gacel Sayah. — Gacel no está con su familia. — ¿Cómo lo sabes? — Porque lo andáis buscando por la «tierra vacía» de Tikdabra. — Podemos estar equivocados. Y si no lo encontramos un día u otro tendrá que regresar junto a los suyos. — Su tono de voz cambió volviéndose conciliador y convincente—. No queremos hacer daño a su familia. No tenemos nada en contra de su mujer o de sus hijos. Únicamente lo queremos a él, y nos limitaremos a esperarle… Pronto o tarde, tendrá que aparecer. El anciano agitó la cabeza negativamente. — No aparecerá — replicó—. Si estáis cerca, no aparecerá jamás, porque conoce mejor que nadie el desierto. — Hizo una pausa—. Y no es digno de guerreros, ni soldados, mezclar a mujeres y niños en luchas de hombres. Es una tradición y una ley tan antigua como el mundo. — ¡Escucha, viejo…! — La voz volvió a ser dura, cortante y amenazadora—. No he venido hasta aquí para recibir lecciones de moral. Ese cerdo, al que Alá confunda, asesinó a un capitán en mis narices, raptó al gobernador, degolló a unos pobres muchachos que dormían y está convencido de que puede burlarse de todo un país. ¡Y no es así! Te juro que no es así. De modo que elige. El anciano se puso en pie y se alejó lentamente del borde del pozo sin responder palabra. No había dado cinco pasos, cuando Malik gritó: — ¡Y recuerdo que mis hombres necesitan comer! ¡Sacrificaremos uno de tus camellos cada día, y podrás pasarle la cuenta al nuevo gobernador, en El-Akab! El anciano se detuvo un instante, pero no se volvió y, continuó pesadamente su camino hacia donde aguardaban sus hijos y sus animales. Malik hizo un gesto hacia un soldado negro. — ¡Alí! El llamado se aproximó con rapidez: — ¿Sí, mi sargento…? — Tú eres negro, como los esclavos de ese estúpido. El no dirá nada, porque es targuí y cree que su honor quedaría manchado para siempre, pero los «aklis» son propensos a hablar: Les gusta contar lo que saben, y alguno estará dispuesto a ganarse unas monedas y sacar a su amo de un problema. — Hizo una corta pausa—. Esta noche llévales un poco de agua y comida como si fuera cosa tuya. Solidaridad entre hermanos de raza, ya sabes… Procura volver con la información que necesito. — Si sospechan que voy como espía, esos tuareg son capaces de degollarme. — Pero si no lo hacen, ascenderás a cabo. — Le metió un puñado de arrugados billetes en la mano—. Convéncelos con esto. El sargento mayor Malik-el-Haideri conocía bien a los tuareg, y conocía bien a sus esclavos. Apenas había conciliado el sueño, cuando sintió pasos en el exterior de su tienda de campaña. — ¡Sargento! Asomó la cabeza y no le sorprendió encontrarse con un negro rostro sonriente: — El «guelta» de las montañas del Huaila. Junto a la tumba de Ahmed el-Ainín, el «morabito». — ¿La conoces? — No personalmente, pero me explicaron cómo llegar. — ¿Está lejos? — Día y medio. — Avisa al cabo. Saldremos al amanecer. La sonrisa del negro aumentó, y señaló con intención: — Ahora yo soy cabo… — le recordó—. Cabo Primero. Sonrió a su vez. — Tienes razón. Ahora eres cabo primero. Ocúpate de que todo esté listo en cuanto salga el sol… Y tráeme el té quince minutos antes. El piloto negó de nuevo. — Escuche, teniente… — repitió—. Hemos sobrevolado esas dunas a menos de cien metros de altura. Hubiéramos podido distinguir hasta la última rata, si en aquel maldito lugar hubiera ratas, pero no había nada: ¡Nada! — insistió convencido¿ Tiene una idea de la huella que dejan cuatro camellos en la arena? Si hubieran pasado, habríamos visto algo. — No, si quien conduce esos camellos es un targuí — replicó Razmán, seguro de lo que decía—. Y menos, si ese targuí es el que buscamos. No permitirá que los camellos marchen en fila, con lo que dejan un sendero visible, sino de cuatro en fondo, por lo que sus patas no habrán profundizado en la dura arena de esas dunas. Y si la arena es blanda, en menos de una hora el viento borra las huellas. — Hizo una pausa durante la cual le observaron, expectantes—. Los tuareg viajan de noche y se detienen al amanecer. Ustedes nunca despegan antes de las ocho de la mañana, lo que quiere decir que llegaron al «erg» cerca ya del mediodía… En esas cuatro horas no queda rastro alguno de las huellas de un camello en la arena. — ¿Y ellos…? Cuatro camellos y dos hombres… ¿Dónde se esconden…? — ¡Vamos, capitán…! — exclamó abriendo los brazos—. Usted sobrevuela cada día esas dunas. Cientos, miles, ¡tal vez millones! de dunas. ¿Pretende hacerme creer que todo un ejército no sería capaz de camuflarse allí…? Una hondonada, una tela de color claro, un poco de arena encima, y a silbar… — De acuerdo… — aceptó el piloto que había hablado en primer lugar—. Completamente de acuerdo… ¿Qué pretende entonces? ¿Que volvamos para seguir perdiendo el tiempo y gastando gasolina? No los encontraremos — insistió—. ¡Nunca los encontraremos! El teniente Razmán negó con un gesto, tranquilizándolos, y se aproximó al gran mapa de la región clavado en la pared del hangar. — No… — señaló—. No quiero que vuelvan al «erg», sino que me lleven a la auténtica «tierra vacía». Si mis cálculos no fallan, deben haber llegado ya a la llanura. ¿Podría aterrizar aquí…? Los dos hombres se miraron y resultaba claro que la proposición no les hacía ninguna gracia. — ¿Tiene una idea de cuál es la temperatura de esa llanura…? — Desde luego… — admitió—. La arena puede alcanzar los ochenta grados centígrados al mediodía. — ¿Y sabe lo que eso significa para unos aviones viejos y de pésimo mantenimiento como los nuestros…? Problemas de refrigeración del motor, de turbulencias, de imprevistas bolsas de aire incontrolables y, sobre todo, de ignición… Podríamos aterrizar, desde luego, pero nos arriesgamos a no levantar el vuelo nunca más. O explotar en cuanto pongamos de nuevo el contacto… — Hizo un gesto con la mano que quería ser definitivo—. Yo me niego. Quedaba claro que su compañero compartía sus puntos de vista. Razmán, pese a ello, insistió: — ¿Aunque la orden venga de arriba? — Bajó instintivamente la voz¿ Saben a quién estamos buscando…? — Sí — admitió el que llevaba la voz cantante—. Hemos oído rumores, pero eso son problemas de los políticos, en los que no deberían mezclarnos a nosotros, los militares. — Hizo una pausa, y señaló el mapa con amplio ademán—. Si me ordenan que aterrice en cualquier punto de ese desierto, porque estamos en guerra o nos ha invadido el enemigo, aterrizaré sin dudarlo un momento. Pero no lo haré por cazar a Abdul-el-Kebir, porque me consta que Abdul-el-Kebir no me pediría nunca algo parecido. El teniente Razmán se envaró y, sin poder evitarlo, lanzó una discreta ojeada a los mecánicos que, al otro extremo del amplio hangar, se afanaban en poner a punto los aparatos. Bajando de nuevo la voz, advirtió: — Eso que acaba de decir es peligroso. — Lo sé — replicó el piloto—. Pero creo que, después de tantos años, empieza a ser hora de que empecemos a demostrar lo que sentimos. Si ustedes no lo agarran en Tikdabra, y lo veo muy difícil, Abdul-el-Kebir volverá muy pronto, y habrá llegado el momento de que cada cual clarifique su posición. — Se diría que le alegra no haberle encontrado. — Mi misión era buscarle, y le busqué lo mejor que supe. No es culpa mía si no lo hemos encontrado. En el fondo, me da miedo pensar en lo que puede ocurrir. Abdul en libertad significa la división del país, enfrentamientos, y, tal vez, la guerra civil. Nadie debe desear eso para su propia gente. Cuando abandonó el hangar de regreso a su alojamiento, el teniente Razmán aún iba dándole vueltas a aquellas palabras, ya que, por primera vez, se había mencionado una posibilidad que espantaba a todos: la guerra civil; el enfrentamiento entre dos facciones de un mismo pueblo al que únicamente separaba un hombre: Abdul-el-Kebir. Tras más de un siglo de colonialismo su gente no se encontraba dividida en clases sociales claramente determinadas, ricos muy ricos y pobres muy pobres, y no respondían aún a los esquemas clásicos de las naciones desarrolladas: capitalismo por un lado, y proletariado por otro que acaban enfrentándose a muerte en una lucha despiadada por la supremacía de sus ideales. Para ellos, con un setenta por ciento de analfabetismo y una extensa tradición de sometimiento, lo importante continuaba siendo el carisma de los hombres, su capacidad de arrastre y el eco que sus palabras despertaran en el fondo de sus corazones. Y en eso — Razmán lo sabía. Abdul-el-Kebir llevaba las de ganar, por que, gracias a un rostro noble y franco que inspiraban confianza, y un verbo fácil, el pueblo acababa por seguirle adonde se propusiera, ya que, al fin y al cabo, había cumplido su promesa, conduciéndoles del colonialismo a la libertad. Tumbado en la cama contemplando sin ver las aspas del viejo ventilador que no lograba, pese a sus esfuerzos, refrescar el ambiente, se preguntó a sí mismo cuál sería su posición cuando llegara el momento de elegir. Recordó el Abdul-el-Kebir de su juventud, cuando lo convirtió en su héroe, cubriendo con su retrato las paredes de su habitación, y recordó luego al gobernador Hassán-ben Koufra y a todos cuantos componían su camarilla, y comprendió que su decisión personal estaba tomada desde mucho tiempo atrás. Pensó luego en el targuí; en aquel hombre extraño que había desafiado a la sed y a la muerte y le había burlado limpiamente, y trató de imaginar dónde se encontraría, qué estaría haciendo en aquellos momentos, y de qué hablaría con Abdul cuando se tumbaran a descansar agotados por la larga caminata. «No sé por qué los persigo — se dijo—. Si, en el fondo, me gustaría escapar con ellos…» ª Habían bebido la sangre del camello, y habían comido su carne. Se sentía fuerte, animoso, lleno de energía y capaz de enfrentarse a la «tierra vacía» sin sentir miedo, pero le preocupaban los terrores de su acompañante; el mutismo en que se iba sumiendo; la desesperación que leía en sus ojos cada vez que la luz de un nuevo día venía a gritarles que el paisaje continuaba siendo el mismo. — ¡No es posible! — fue lo último que le oyó decir—. ¡No es posible! Tuvo que ayudarle a descender de la camella, y arrastrarlo hasta la sombra, dándole de beber y recostándole la cabeza como a un niño asustado, preguntándose por dónde se le iban las fuerzas, y qué extraño maleficio ejercía sobre él la infinita llanura. «Es un anciano — se repetía una y otra vez—. Un hombre prematuramente envejecido, que ha pasado los últimos años de su vida encerrado entre cuatro paredes, y para el que todo lo que no sea pensar, significa ya un esfuerzo sobrehumano». ¿Cómo confesarle que las auténticas dificultades todavía no habían hecho su aparición? Aún quedaba agua. Y tres camellos a los que robarles la sangre. Aún faltaban días para que extrañas luces brillantes como mil soles comenzaran a estallar en el fondo de sus ojos, síntoma inequívoco, de que empezaba la auténtica deshidratación, pero el camino era largo, muy largo, y exigiría una gran fuerza de voluntad y un invencible espíritu de supervivencia, sin ofrecer siquiera a cambio la esperanza de que el éxito coronaría sus esfuerzos. «Huye de Tikdabra.» No podía recordar cuándo escuchó por primera vez aquella advertencia que probablemente había aprendido ya en el mismísimo vientre de su madre, pero ahora se encontraba allí, en algún punto de Tikdabra, arrastrando consigo a un hombre que comenzaba a convertirse en sombra, y abrigó el convencimiento de que él, Gacel Sayah, «el Cazador», «imohag» del Kel-Talgimus, hubiera podido vencer a Tikdabra con ayuda de cuatro camellos. Hubiera sido el primero en conseguirlo, y su fama se habría extendido de punta a punta del desierto, para que su nombre pasara de boca en boca como una leyenda, pero arrastraba una carga insoportable, como una de aquellas cadenas que algunos amos sujetaban a los tobillos de sus esclavos rebeldes, y con aquel peso — un hombre destruido que en menos de una semana se había dado por vencido—, ni él, ni ningún otro targuí del desierto, llegaría a parte alguna. Le constaba que se presentaría un momento en el que tendría que optar por entre pegarle un tiro para aliviar sus padecimientos y tratar de salvarse a sí mismo, o continuar hasta el fin para sufrir juntos la más espantosa de las muertes. «Será él mismo quien me pida que le mate — se dijo—. Cuando ya no pueda más, me lo suplicará, y tendré que hacerlo…» Sólo cabía esperar que, para entonces, no fuera ya demasiado tarde. Si su huésped le pedía voluntariamente la muerte, estaba en su derecho al concedérsela, y desde ese momento quedaba libre de toda responsabilidad, y libre igualmente para intentar su propia salvación. «Cinco días — calculó—. Dentro de cinco días aún estaré en condiciones de intentarlo por mí mismo. Si resiste más, será demasiado tarde para los dos». Comprendió que se le planteaba un difícil dilema: por un lado debía esforzarse por mantener entero a su acompañante, alimentar sus esperanzas, e intentar lo humanamente viable para salvarlo. Por otra parte, le constaba que cada día o cada hora que le prolongase la vida, era un día o una hora menos que tenía para salvar la suya. Abdul-el-Kebir, por su constitución y su falta de costumbre, consumía tres veces más agua de la que Gacel necesitaba. Eso significaba que, a la hora de la verdad, el targuí, solo, cuadruplicaba sus expectativas de continuar con vida. Lo observó mientras dormía, inquieto, murmurando a ratos y con la boca muy abierta como buscando siempre un aire que se resistía a bajar a sus pulmones. Le haría un favor si prolongaba su sueño eternamente, evitándole los terrores y las penalidades de los días venideros, ya que se sumergiría en un sueño más tranquilo cuando aún mantenía en su corazón una pequeña ilusión de que era libre y aún acariciaba una leve esperanza de que cruzarían la frontera. ¿Qué frontera? Por allí debía estar, en alguna parte frente a ellos o quizá ya a sus espaldas, sin que nadie en este mundo supiera señalarla, porque la «tierra vacía» de Tikdabra que no había sido capaz de aceptar una simple presencia humana, menos aún aceptaría la imposición de una frontera. «Ella» era la propia frontera. Frontera entre países, entre regiones, e incluso entre la vida y la muerte. «Ella» se imponía como frontera a los hombres y Gacel comprendió que, en cierto modo, amaba la «tierra vacía» y amaba el hecho de encontrarse allí por su propia voluntad y ser tal vez el primer ser humano desde el comienzo de los siglos, que podía experimentar, con plena conciencia, lo que significaba desafiar al «desierto de los desiertos». «Me siento capaz de vencerte — fue lo último que murmuró antes de quedar profundamente dormido—. Me siento capaz de vencerte y acabar de una vez con tu leyenda…» Pero ya dormido, una voz repitió en su cerebro machaconamente, «Huye de Tikdabra», hasta que de entre las sombras nació la figura de Laila que le acarició la frente, le dio de beber agua fresca del pozo más profundo y cantó a su oído como cantara aquella noche en que el «Ahal» de los solteros, cuando trazó sobre su mano extraños signos que sólo los de su pueblo sabían interpretar. ¡Laila! ¡Laila! Se detuvo en su tarea de moler el mijo y alzó los inmensos ojos oscuros hacia el arrugado rostro de Suílem que señaló la cumbre del farallón que dominaba el «guelta». — Soldados — fue todo lo que dijo. Eran soldados, en efecto, y descendían desde todos los puntos con las armas listas, como si se dispusieran a atacar un peligroso enclave enemigo, en lugar de un mísero campamento nómada ocupado únicamente por mujeres, ancianos y niños. Le bastó una ojeada para comprender la situación, y cuando se volvió al negro su voz no admitía réplica: — ¡Escóndete! — ordenó—. Tu amo necesitará saber lo que ha ocurrido. El viejo dudó un instante, pero obedeció en seguida, se deslizó entre las «jaimas» y «sheribas» y desapareció como tragado por el cañaveral de la diminuta laguna. Laila llamó después a los hijos de su esposo y a las mujeres y sirvientes, tomó a su pequeño en brazos, y aguardó, altiva y firme, a que el hombre que parecía comandar al grupo de soldados se plantara ante ella. — ¿Qué buscas en mi campamento? — inquirió, aunque de sobra lo sabía. — A Gacel Sayah. ¿Lo conoces? — Es mi esposo. Pero no está aquí. El sargento Malik contempló a su gusto a la hermosa targuí altiva y desafiante, sin velos que le cubrieran el rostro ni pesados mantos que ocultaran sus brazos, el nacimiento de sus pechos o sus fuertes piernas. Hacía años, desde que llegara al desierto, que no había tenido tan cerca a una mujer semejante y tuvo que hacer un gran esfuerzo para olvidar sus pensamientos y replicar sonriendo levemente: — Ya sé que no está aquí. Está muy lejos. En Tikdabra. Ella experimentó un estremecimiento al oír el nombre tan temido, pero logró disimularlo. Nadie debía decir jamás que en una ocasión vio a una targuí sentir miedo. — Si sabes dónde está, ¿a qué has venido? — A protegeros… Tendréis que venir con nosotros, porque tu marido se ha convertido en un peligroso criminal y las autoridades temen que la muchedumbre, indignada, os ataque. Laila estuvo a punto de soltar una carcajada ante la desfachatez del individuo, y señaló con un amplio gesto a su alrededor. — ¿Muchedumbre? — repitió ¿Qué muchedumbre? No hay ni un alma en dos días de marcha en todas direcciones. Malik-el-Haideri dejó escapar una sonrisa de conejo, feliz y divertido por primera vez en mucho tiempo: — Las noticias vuelan en el desierto — dijo—. Tú lo sabes. Pronto acudirán y debemos evitar incidentes que podrían originar una guerra entre tribus… Vendréis con nosotros. — ¿Y si nos negamos? — Vendréis igualmente. Por la fuerza. — Recorrió con la vista a los presentes—. ¿Están todos aquí…? — Ante la muda afirmación hizo un gesto con el brazo—. ¡Bien! En marcha entonces. Laila señaló a su alrededor. — Tenemos que levantar el campamento. — El campamento seguirá aquí… Mis hombres se quedarán esperando a tu marido. Por primera vez Laila pareció perder la calma y su voz se alteró levemente, con un deje de súplica. — ¡Pero es todo lo que tenemos! Malik rió despectivo: — No es mucho, desde luego… Pero adonde vais ni siquiera eso necesitaréis. — Hizo una pausa—. Comprende que no puedo andar por el desierto cargando mantas, alfombras y cacharros como un «majarrero». — Hizo una señal a uno de sus hombres—. Que se pongan en marcha. ¡Alí! ¡Quédate aquí con cuatro hombres, y ya sabes lo que tienes que hacer si el targuí aparece! Quince minutos después, Laila se volvía a contemplar por última vez, allá abajo, en el fondo de la diminuta hondonada, el agua del «guelta», sus «jaimas» y «sheribas», el corral de las cabras, y el rincón, cerca del cañaveral, donde pastaban los camellos. Aquello y un hombre, era cuanto había poseído en esta vida, aparte del hijo que llevaba en brazos, y le asaltó el temor de no volver a ver, ni a su hogar, ni a su esposo. Se volvió a Malik que se había detenido a su lado: — ¿Qué es lo que pretendes realmente de nosotros? — quiso saber—. Nunca he visto que se utilice a mujeres, ancianos y niños en los enfrentamientos entre hombres… ¿Tan poca fuerza tiene tu Ejército que nos necesita en su lucha con Gacel? — El tiene a alguien que nosotros queremos — fue la respuesta—. Ahora tenemos algo que él quiere… Utilizamos sus métodos, y gracias puede dar porque no hemos degollado a nadie mientras duerme. Le ofreceremos un canje: un hombre por toda una familia. — Si ese hombre era su huésped, no puede aceptar. Nuestra ley lo prohíbe. — ¡Vuestra ley ya no existe! — Malik-el-Haideri había tomado asiento sobre una piedra encendiendo un cigarrillo mientras la columna de soldados y cautivos iniciaba el descenso de la colina rocosa en procura de la planicie en que aguardaban los vehículos—. Vuestra ley, hecha por los tuareg para conveniencia y uso exclusivo de los tuareg, no tiene validez frente a las leyes nacionales. — Lanzó una columna de humo a la cara de la mujer—. Tu marido no ha querido comprenderlo por las buenas, y ahora vamos a tener que explicárselo por las malas. No se puede hacer lo que él ha hecho amparándose en que su tradición se lo permite y el desierto es demasiado grande. Regresará algún día, y ese día tendrá que aceptar sus responsabilidades. Si desea ver en libertad a su mujer y sus hijos tendrá que entregarse para que se le juzgue. — Nunca se entregará — sentenció Laila convencida. — En ese caso, hazte a la idea de que nunca volverás a ser libre. No respondió, dirigió una larga mirada al punto del cañaveral en que sabía que el negro Suílem estaba escondido, y luego, como si diera definitivamente la espalda a todo su pasado, giró sobre sí misma e inició el descenso en pos de su familia. Malik-el-Haideri concluyó su cigarrillo mientras contemplaba, alterado, el suave balanceo de las caderas de la mujer, y por último, arrojando la colilla con gesto de fastidio, la siguió sin prisas. Lo vio con la primera claridad del día, creyó que su vista le engañaba, pero a medida que se fue aproximando se convenció de que era «algo», no sabía qué, que destacaba apenas sobre la planicie sin un solo accidente. El sol comenzaba a calentar y comprendió que había llegado el momento de detenerse y montar el campamento antes de que la camella, que cojeaba desde la medianoche, se tumbara definitivamente, pero la curiosidad pudo más que él, exigió a las bestias un nuevo esfuerzo y dejó por último que se detuvieran a un kilómetro de distancia. Extendió la lona sobre los animales y el hombre que no era ya más que un peso muerto, se cercioró de que todo estaba en orden, y continuó a pie, sin prisas, esforzándose por tomárselo con calma y no derrochar sus escasas fuerzas, pese a que su deseo hubiera sido echar a correr y llegar cuanto antes. A doscientos metros ya no le cupo duda: era una mancha blanca recortada contra la blanca llanura, el esqueleto, momificado y casi intacto gracias a la sequedad del ambiente, de un gran camello enjaezado. Lo contempló de cerca. Sus enormes dientes mostraban la triste sonrisa de la muerte, sus ojos habían desaparecido de las cuencas, y algunos rotos de su piel mostraban el total vacío de su interior. Se encontraba arrodillado, con el cuello extendido a lo largo de la arena, mirando hacia el punto por el que Gacel venía, es decir, mirando hacia el Nordeste, lo que significaba que había llegado del Sudoeste, porque los camellos, cuando morían de sed, buscaban siempre como última esperanza su punto de destino. No supo si alegrarse o entristecerse. Era un esqueleto de mehari; algo que rompía la monotonía del paisaje que les había venido acompañando desde días atrás, pero si había ido a acabar allí, significaba que, a sus espaldas, no existía tampoco rastro alguno de agua. La camella coja moriría pronto allí, a menos de un kilómetro de distancia llegando en sentido opuesto y quedaría momificada igualmente mirándose sin verse, marcando cada uno de los cadáveres la mitad del camino. Muertos, habían unido el Norte con el Sur de la «tierra vacía» de Tikdabra, los límites de sus fuerzas de pobres bestias del desierto. ¿Qué esperanza le quedaba por tanto a él, que habría de continuar adelante con dos sombras de monturas agotadas y un hombre que se había entregado y al que únicamente él lograba, a duras penas, mantener con vida? No quiso responderse, porque conocía la respuesta, y prefirió preguntarse quién sería el dueño de aquel blanco mehari, y dónde habría ido a parar. Estudió la piel y los trozos de calavera que quedaban al descubierto. En cualquier parte del desierto hubiera sido capaz de calcular cuánto tiempo llevaba muerto el animal, pero allí, con semejante calor y sequedad, en una tierra en la que jamás había caído una gota de agua ni sobrevivía ningún ser viviente, lo mismo podía tratarse de tres años que de cien. Era una momia, y Gacel no entendía mucho de momias. Advirtió que el calor comenzaba a aplastarle, y regresó sobre sus pasos. Agradeció la sombra, y estudió con detenimiento el rostro de Abdul-el-Kebir que jadeaba casi incapaz de respirar regularmente. Degolló a la camella y le dio de beber su sangre y los restos, casi putrefactos, del líquido de su estómago, apenas seis dedos del cazo de latón. Agradeció que continuara inconsciente, pues de otro modo nunca hubiera podido ingerir semejante inmundicia, y se preguntó, seriamente, si no podría matarle, teniendo en cuenta que no era un hombre acostumbrado a beber, como los tuareg, aguas a menudo casi corrompidas. «Igual da que muera de esto que de sed — reflexionó—. Y si lo soporta, le ayudará a seguir adelante». Se tumbó luego, dispuesto a dormir, pero en esta ocasión el sueño no acudió como siempre al instante llamado por la fatiga de la larga caminata. Le obsesionaba el esqueleto del camello muerto, terriblemente solo allí, en el corazón de la llanura, y trataba de imaginar al loco targuí que había desafiado Tikdabra, saliendo de Gao o Tombuctú en busca de los oasis del Norte. El mehari continuaba enjaezado, pero había perdido la montura y la carga en el camino, lo que significaba que su amo había muerto antes que él, que había continuado solo en busca de una salvación que nunca encontró. Tanto los beduinos como los tuareg libraban siempre de sus arneses a las bestias que iban a morir, aunque tan sólo fuera como muestra de agradecimiento y respeto por los servicios prestados. Si el dueño de éste no lo había hecho era, sin duda, porque no había podido hacerlo. Probablemente esa noche, o al día siguiente, encontraría su cadáver en la llanura, y probablemente también las cuencas de sus ojos mirarían al Nordeste, a la búsqueda del fin de aquella planicie interminable. Pero no fue un cadáver, sino cientos. Tropezó con ellos en la oscuridad; distinguió sus formas en la penumbra bajo la fantasmagórica luz de la luna creciente, y el nuevo día le sorprendió rodeado por ellos, infinidad de hombres y de bestias desparramados a su alrededor hasta perderse de vista en la distancia y en ese momento, Gacel Sayah, «inmouchar» del Kel-Talgimus conocido entre los suyos por el sobrenombre de «el Cazador», comprendió que era el primer ser humano que encontraba los restos de «La Gran Caravana». Jirones de tela cubrían a medias los cuerpos de guías y conductores, aferrados muchos de ellos a sus armas o a sus «gerbas» vacías, y los camellos mostraban sobre sus jorobas monturas tuareg descoloridas por el sol, arreos de plata y cobre y grandes fardos de mercancías reventados por el tiempo, que habían derramado sobre la dura arena su preciado contenido. Colmillos de elefante, estatuillas de ébano, sedas que se deshacían al tocarse, monedas de oro y plata, y probablemente, en la bolsa de los más ricos mercaderes, diamantes del tamaño de garbanzos. Allí estaba «La Gran Caravana» de la leyenda; el viejo sueño de todos los soñadores del desierto; mil y una riquezas, que ni siquiera Sherezade hubiera osado nunca imaginar. Allí estaba, pero no experimentó alegría alguna al verla, sino tan sólo un profundo desasosiego; una invencible angustia, pues contemplar las momias de aquellos pobres seres y observar la expresión de terror y sufrimiento de sus rostros era tanto como contemplarse a sí mismo dentro de diez o veinte años; tal vez dentro de cien, mil o un millón de años, con la piel convertida en pergamino, los ojos vacíos mirando hacia la nada, y la boca abierta por el último gemido en procura del agua. Y lloró por ellos. Por primera vez desde que tenía memoria, Gacel Sayah lloró por alguien, y aunque comprendió que resulta estúpido y absurdo llorar por quienes habían muerto tantos años atrás, verlos allí, ante él, y comprender la magnitud de la desesperación de sus últimos momentos, resquebrajó su entereza. Montó su campamento en medio de los muertos, y se sentó a mirarlos, preguntándose cuál de ellos sería Gacel, su tío, el mítico guerrero buscador de aventuras, contratado para proteger la caravana de los ataques de bandidos y salteadores, y que no pudo protegerla de su auténtico enemigo: el desierto. Pasó el día despierto haciendo compañía a los difuntos; la primera compañía que tuvieron desde que les alcanzó la muerte en el camino, y pidió a sus espíritus, que tal vez vagaran eternamente por aquellos contornos, que le ayudaran a escapar de tan trágico destino, mostrándole la ruta que no supieron encontrar en vida. Y los muertos le hablaron con sus bocas sin lengua, sus cuencas vacías y sus huesudas manos clavadas en la arena. No supieron decirle el camino correcto, pero la larga, inacabable hilera de momias que se perdía de vista al Sudoeste, le gritó que el rumbo que él seguía, el que ellos habían traído, era incorrecto, y no conducía más que a días y días de soledad y sed sin retorno posible. Le quedaba por tanto una sola esperanza, desviarse hacia el Este, derivando luego hacia el Sur, y confiar en que, al menos en aquella dirección, los límites de la «tierra vacía» se encontraran más cerca. Gacel conocía bien a los guías tuareg y le constaba que cuando uno de ellos equivocaba el rumbo, persistía en su error hasta sus últimas consecuencias, porque ese error significaba haber perdido por completo la noción del espacio, las distancias y el punto en que se encontraba, y ya no le quedaba otra solución que buscar la salvación en continuar adelante y confiar en que su instinto le guiara hasta el agua. Los guías tuareg odiaban cambiar de ruta si no estaban plenamente convencidos de que sabían hacia dónde se dirigían, pues, por tradición sabían, desde siglos atrás, que nada hay peor en el desierto, y nada agota y desmoraliza más a los hombres, que vagar de un lado a otro sin destino concreto. Por ello, sin duda, el guía de la «Gran Caravana», cuando por alguna circunstancia que nunca conocería nadie, se descubrió de pronto inmerso en el desconocido universo de «la tierra vacía», debió optar por seguir su rumbo, confiando en que Alá hiciera el camino mucho más corto de lo que era en realidad. Y ahora estaba allí, seco al sol, enseñando a Gacel una lección que Gacel aceptaba. Cayó la tarde, y cuando ese sol dejó de calcinar con rabia la llanura, abandonó la sombra de su refugio y llenó su bolsa de pesadas monedas de oro y gruesos diamantes. Ni por un momento experimentó la sensación de estar despojando a los difuntos de sus pertenencias. Según la ley no escrita del desierto, todo cuanto allí había pertenecía a quien lo encontrara, pues las almas que hubieran entrado en el Paraíso hallarían en él todas las riquezas deseadas y los que, por su maldad, permanecían fuera, poco derecho tenían a que sus espíritus malditos vagaran por toda la eternidad con las bolsas repletas. Luego, dividió el agua que quedaba entre Abdul, que ni siquiera abrió los ojos para agradecérselo, y la más joven de las camellas; la única que aún se sostendría un par de días en pie. Se bebió la sangre del último animal, y atando al anciano a la montura, reemprendió la marcha abandonando incluso la tela que les proporcionaba sombra, un peso inútil ya, pues había tomado clara conciencia de que no volverían a detenerse, ni de día ni de noche, y su única posibilidad de salvación se centraba en que, tanto el animal como él mismo, fueran capaces de caminar sin descanso hasta salir de aquel infierno. Rezó sus oraciones, pidió por él, por Abdul y por los muertos, lanzó una última mirada al ejército de momias, rectificó su rumbo, y emprendió la marcha conduciendo del ronzal a la camella que le siguió sin un bramido de protesta, convencida de que tan sólo una confianza ciega en el hombre que avanzaba ante ella, podía salvarla. Gacel no supo si fue aquélla la noche más corta o más larga de su vida, pues sus piernas se movían como las de un autómata, y su sobrehumana fuerza de voluntad le convirtió una vez más en piedra; pero en esta ocasión era una de aquellas «piedras viajeras» del desierto; pesadas rocas que misteriosamente se trasladaban por las planicies dejando tras ellas un ancho surco, sin que nadie hubiera sido capaz de precisar si las arrastraban las fuerzas magnéticas, los espíritus de los condenados a la Eternidad o el simple capricho de Alá. El cabo Abdel Osmán abrió los ojos y, de inmediato, maldijo su suerte. El sol se había alzado ya una cuarta en el horizonte y calentaba la tierra, o mejor dicho, la arena blanca y dura, casi petrificada, de la llanura; aquella llanura torturante en cuyos límites llevaban seis días acampados, sufriendo el calor más insoportable que recordaba de sus trece años de servicio en el desierto. Se volvió a medias, ladeando apenas el rostro, y observó al gordo Kader que aún dormía resoplando agitado, como si, inconscientemente, luchara por continuar en el mundo de los sueños, negándose a volver a la puerca realidad que les rodeaba. Las órdenes habían sido tajantes: «Quedarse en aquel punto y vigilar la „tierra vacía“ hasta que vinieran a buscarles. Podía ser mañana, dentro de un mes o dentro de un año, pero si se movían, los fusilaban». Había un pozo cerca: agua sucia y maloliente que producía diarrea, y caza donde acaba la «tierra vacía» y nace la altiplanicie de la «hamada», con sus pedruscos, sus matojos, y sus viejos cauces de ríos que miles de años atrás debieron correr impetuosos hacia el lejano Níger o el lejanísimo Chad. Un buen soldado, y se suponía que ellos lo eran, tenía la obligación de sobrevivir en semejantes circunstancias, resistiendo el tiempo que fuera necesario. Que acababan por volverse locos en semejante soledad y bajo aquel calor inaguantable, era ya algo que no entraba en los cálculos de quienes habían impartido la orden, y que a buen seguro, jamás habían conocido, ni de lejos, el Sáhara. Una gota de sudor, la primera del día, le corrió por el grueso mostacho y se deslizó cuello abajo, hacia el velludo pecho. Se irguió de mala gana quedando sentado sobre la sucia manta, y entrecerró los ojos recorriendo con la vista, de forma mecánica, la blanca planicie. Súbitamente el corazón le dio un vuelco, alcanzó los prismáticos y los fijó en un punto casi directamente frente a él. Luego, llamó impaciente: — ¡Kader…! ¡Kader…! ¡Despierta, maldito hijo de perra! El gordo Mohamed Kader abrió los ojos con desgana y sin sentirse ofendido, pues años de convivencia le había acostumbrado al hecho de que el cabo no podía pronunciar su nombre sin incluir un cariñoso insulto. — ¿Qué coño pasa…? — Mira y dime qué puede ser aquello… Le tendió los prismáticos, y, apoyado sobre un codo como se encontraba, Kader los fijó en el lugar que el otro le indicaba. Sin alterarse replicó suavemente: — Un hombre y un camello. — ¿Estás seguro? — Seguro. — ¿Muertos? — Eso parece… El cabo Abdel Osmán se había puesto en pie y, trepando a la parte trasera del jeep, se recostó contra la ametralladora y fijó de nuevo los prismáticos procurando que el pulso no le temblara. — Tienes razón… — admitió al fin—. Un hombre y un camello… — Hizo una pausa en la que buscó a su alrededor—. El otro no está. — No me extraña… — puntualizó el gordo que había comenzado a recoger calmosamente las mantas sobre las que habían dormido y el pequeño hornillo que les servía para calentar el té y preparar la comida—. Lo extraño es que «ése» haya logrado llegar hasta aquí. Osmán le miró z con fijeza y un cierto aire de duda: — ¿Y ahora qué hacemos? — Ir a buscarlo, digo yo… — Ese targuí es peligroso. Jodidamente peligroso. Kader, que había concluido de guardarlo todo en el vehículo, indicó con un gesto la ametralladora en la que el otro se encontraba apoyado. — Tú apuntas y yo conduzco. Al menor movimiento lo achicharras. Dudó un instante pero acabó asintiendo convencido. — Siempre será mejor que quedarnos esperando… Si está realmente muerto, hoy mismo podemos largarnos. ¡Vamos! Amartilló el arma y el obeso y sudoroso Mohamed Kader puso el jeep en marcha y arrancó despacio, girando el volante para enfilar directamente hacia el lugar en que se distinguían los dos cuerpos. A trescientos metros se detuvo, observó atentamente y tomó los prismáticos mientras el cabo no perdía al yacente de su punto de mira. — Es el targuí, no cabe duda. — ¿Está muerto? — Con tanta ropa no puedo saber si respira o no. El camello sí está muerto. Ha comenzado a hincharse… — ¿Le disparo a ese cerdo…? Mohamed Kader negó. El cabo era su superior en rango, pero resultaba claro que él era el más inteligente de los dos, aparte de que su calma, su sangre fría, o su pachorra, eran famosas en el Regimiento. — Sería mejor cogerle vivo. Podría decirnos qué fue de Abdul-el-Kebir… Al comandante le gustaría eso… — Tal vez nos ascienda. — Tal vez… — admitió de mala gana el gordo, que no tenía ningún interés en ser ascendido y que sus obligaciones aumentaran—. O tal vez nos concedan un mes de permiso en El-Akab. El cabo pareció tomar una determinación. — Bien… ¡Acércate más! A cincuenta metros pudieron advertir que no se distinguía ningún arma junto al cuerpo del targuí, y que sus manos aparecían abiertas, separadas y perfectamente visibles, pues había caído a unos diez metros del camello como si hubiera intentado seguir su camino cuando las fuerzas le abandonaron por completo. Al fin se detuvieron a menos de siete metros mientras la ametralladora le apuntaba directamente al pecho, con lo que, al menor movimiento, le hubieran acribillado. Mohamed Kader saltó del asiento, tomó su metralleta y, dando un rodeo por detrás del camello para no situarse en la línea de tiro del cabo Osmán, se aproximó al targuí cuyo turbante aparecía levemente ladeado, casi caído sobre el sucio velo. El gordo clavó el cañón de su arma en el estómago del yacente, que ni se movió, ni emitió sonido alguno. Le golpeó luego con la culata, y concluyó por inclinarse sobre él escuchando los latidos de su corazón. Desde su puesto, tras la ametralladora, el cabo se impacientó: — ¿Qué ocurre…? ¿Está vivo o muerto? — Más muerto que vivo… Apenas respira y está completamente deshidratado. Si no le damos agua no aguantará ni seis horas. — ¡Regístralo…! Lo hizo minuciosamente, — No tiene armas — aseguró, y luego se interrumpió mientras abría una bolsa de cuero y desparramaba sobre la dura arena una catarata de monedas y diamantes—. ¡Joder…! — exclamó. El cabo Abdel Osmán saltó del vehículo, en dos zancadas se colocó junto a su compañero, y extendió la mano hacia las monedas y el puñado de gruesas piedras que rodaban por el suelo. — ¿Qué es esto…? ¡El hijo de puta es rico…! ¡Puñeteramente rico…! El gordo Mohamed Kader dejó a un lado su arma y recogió todo guardándolo de nuevo en la bolsa. Sin alzar el rostro, señaló: — Sí. Pero eso únicamente él lo sabe… — Hizo una pausa—. Y ahora nosotros. — ¿Qué quieres decir? Lo miró de frente. — ¡No seas estúpido! Si lo devolvemos vivo, nos darán un mes de permiso, pero en cuanto se recupere reclamará su dinero y el comandante tardará un minuto en averiguar quién lo tiene. — Hizo una pausa—. ¿Pero qué pasaría si hubiéramos tardado tan sólo unas horas más en encontrar el cadáver…? — ¿Serías capaz de dejar morir así a un tipo? — Le estamos haciendo un favor — le hizo notar—. ¿Qué crees que va a ocurrir cuando le pongan la mano encima después de todo lo que ha hecho? Lo apalearán, se las harán pasar putas, y acabarán ahorcándolo. ¿O no? — Eso no es cosa mía. Yo cumplo con mi deber — extendió la mano y apartó el velo que cubría el rostro del hombre inconsciente—. ¡Mírale a la cara! ¿Vas a asesinarle…? Aun sin desearlo, el gordo Mohamed Kader observó el rostro cubierto de costras, macilento y arrugado, que una hirsuta barba blanca envejecía notablemente. Quiso apartar de inmediato la vista, pero algo llamó su atención y súbitamente exclamó: — ¡Este tipo no puede ser el targuí…! ¡Este es Abdul-el-Kebir…! Como si ese descubrimiento le hubiera advertido del peligro echó mano a su arma, pero en ese mismo instante sonaron dos disparos, únicamente dos, y el cabo Abdel Osmán y el soldado Mohamed Kader dieron un salto en el aire como si hubieran sido empujados violentamente por una mano invisible y cayeron de bruces, el primero sobre el cuerpo de Abdul-el-Kebir y el segundo de cara a la arena. Pasaron unos segundos en los que todo fue quietud. El cabo ladeó pesadamente la cabeza, descubrió el rostro de su compañero con un agujero en la frente y experimentó un profundo dolor en el pecho y en la boca del estómago pero aun así, hizo un esfuerzo y consiguió girarse, cara al cielo, para erguirse trabajosamente y buscar a su alrededor al autor de los disparos. No distinguió a nadie. La llanura continuaba tan infinita como siempre, tan desolada y firme, sin ofrecer escondite alguno a un francotirador, pero ante sus ojos, cuya visión comenzaba a emborronarse lentamente, hizo su aparición, semidesnudo y cubierto de sangre, como un ser de otro mundo que sujetaba firmemente un arma en la mano la alta figura de un hombre delgado y fuerte que parecía nacer del hinchado vientre de la camella muerta. Cruzó a su lado tras dirigirle una corta mirada por la que pareció comprobar que no ofrecía peligro, empujó con el pie, alejándola, la metralleta del gordo, y se encaminó rápidamente al jeep, en el que buscó ansioso hasta encontrar una cantimplora de agua de la que bebió largamente sin apartar por ello la vista del herido. Bebió y bebió permitiendo que el líquido escurriese por su garganta y su pecho, atragantándose y tosiendo, pero volviendo a beber de nuevo como si no lo hubiera hecho en años, y al fin, cuando hubo consumido hasta la última gota, soltó un sonoro eructo y se apoyó un instante en la rueda de repuesto para recobrar el aliento tras el tremendo esfuerzo. Tomó luego otra cantimplora, se aproximó al cuerpo de Abdul-el-Kebir, le alzó la cabeza y le hizo tragar como buenamente pudo, aunque era más el agua que se desperdiciaba que la que descendía garganta abajo. Por último le remojó la cara y se volvió al herido: — ¿Quieres agua…? El cabo Osmán asintió con un gesto. El targuí se aproximó, le tomó por los hombros, lo arrastró hasta apoyarle a la sombra del vehículo, y le ofreció la cantimplora ayudándole a beber. Observó la herida del pecho por la que manaba la sangre a borbotones y agitó la cabeza. — Creo que vas a morirte… — dijo—. Necesitas un médico y no hay ninguno cerca. Osmán asintió con un gesto y, pesadamente, inquirió: — Tú eres Gacel, ¿verdad? Debí recordarlo, y recordar ese viejo truco de cazador. Pero las ropas, el turbante y el velo me confundieron. — Esa era mi intención. — ¿Cómo supiste que vendríamos? — Os descubrí con la primera claridad y tuve tiempo de prepararlo todo. — ¿Mataste al camello? — Hubiera muerto de cualquier modo. El cabo tosió dejando escapar un hilillo de sangre por la comisura de los labios y cerró un momento los ojos con un gesto de profundo dolor y desaliento. Cuando los abrió de nuevo hizo un ademán hacia la bolsa que continuaba junto al cadáver del gordo. — ¿Encontraste «La Gran Caravana»? Asintió con un gesto y señaló a sus espaldas. — Está allí; a tres días de distancia. El otro agitó la cabeza como si le costara trabajo admitirlo o le maravillase el hecho de que fuera cierta su existencia. Al fin cerró los ojos y respiró con dificultad. No dijo nada más, y diez minutos después estaba muerto. Gacel permaneció inmóvil, acuclillado ante él, respetuoso con su agonía, y tan sólo cuando advirtió que había inclinado definitivamente la cabeza sobre el pecho, se puso en pie y arrastró, empleando sus últimas fuerzas, el cuerpo de Abdul-el-Kebir, hasta la parte trasera del vehículo. Descansó un rato porque el esfuerzo había sido excesivo, despojó luego al inconsciente Abdul de sus ropas, su velo y su turbante, y se vistió. Cuando hubo concluido, se sentía agotado. Bebió de nuevo, y se tumbó a la sombra del jeep, junto al cuerpo del cabo Osmán. Al instante dormía. Le despertó, tres horas más tarde, el aletear de los primeros buitres. Algunos habían penetrado ya en las entrañas de la bestia muerta, y otros comenzaban a aproximarse, tímidamente, al cadáver del soldado. Miró al cielo. Las aves de rapiña eran ya docenas, pues se encontraban al borde mismo de la «tierra vacía», y se pensaría que aparecían de pronto como por arte de magia, surgiendo de entre los matojos y los arbustos de la cercana «hamada». Le preocuparon. Un círculo de buitres en el aire resultaba visible desde muchos kilómetros a la redonda, e ignoraba a qué distancia debía encontrarse la siguiente patrulla. Estudió la arena. Era dura y aunque hubiera picos y palas en el vehículo, no se sentía capaz de cavar una fosa en la que cupieran los dos hombres y la camella. Escrutó más tarde el rostro de Abdul que respiraba mejor, pero parecía lejos aún de recobrar el conocimiento. Le dio agua nuevamente y comprobó que había dos bidones rebosantes, así como otro de gasolina y abundante comida. Meditó un largo rato; sabía que tenían que marcharse de allí cuanto antes, pero no tenía idea de cómo hacer funcionar el jeep, que en sus manos no era más que un montón de chatarra inútil. Trató de recordar. El teniente Razmán manejaba un vehículo idéntico, y le había llamado la atención cómo giraba a un lado y otro el volante, y cómo empujaba los pedales del suelo y movía constante la larga palanca coronada de una bola negra situada a su derecha. Se acomodó en el asiento del conductor, e imitó cada uno de los movimientos del teniente, girando el volante, apretando con fuerza todos y cada uno de los pedales, del freno, del embrague o del acelerador, y tratando de llevar de un lado a otro la bola negra, pero el motor seguía mudo. Ni un sonido llegaba hasta él, y comprendió que todos aquellos gestos servían para conducir, pero que antes debía conseguir que el motor arrancara. Se inclinó, y estudió con detenimiento las pequeñas palancas, llaves, botones e indicadores del panel de mando. Hizo sonar el claxon, lo que asustó a los buitres, consiguió que se mojara de agua el parabrisas y que inmediatamente ese agua fuera esparcida a un lado y otro por dos brazos oscilantes, pero continuó sin escuchar el ansiado rugido del motor. Por último vio una llave dentro de una cerradura. La quitó, no pasó nada y volvió a introducirla con idéntico resultado. Probó a hacerla girar y el monstruo mecánico se animó, tosió por tres veces, se estremeció de punta a punta y guardó otra vez silencio. Sus ojos se animaron al comprender que se encontraba en el buen camino. Hizo girar la llave con una mano mientras que con la otra agitaba el volante como un enloquecido y el resultado fue idéntico: toses, estremecimiento y silencio. Probó con la llave y la palanca al mismo tiempo. Nada. La llave y el pedal. Nada. La llave y el pedal de la derecha, y el motor chilló superacelerado, pero se mantuvo así, y cuando, muy despacio, fue aflojando la presión del pie, comprobó, satisfecho, que quedaba en marcha, runruneando mansamente. Continuó haciendo pruebas con el freno, el embrague, el acelerador, la palanca del freno de mano, los interruptores de las luces y el cambio de marchas y cuando ya desesperaba, consiguió que el vehículo diera un salto hacia delante, las ruedas traseras pasaran por encima del cabo Osmán y se detuviera tres metros más allá. Los buitres aletearon malhumorados. Recomenzó el proceso y avanzó otros dos metros. Lo intentó hasta la caída de la tarde, y cuando decidió dejarlo no más de cien metros le separaban de los buitres y los muertos. Comió y bebió, hizo una sopa con galletas, agua y miel, consiguió que Abdul-el-Kebir la tragase y apenas cayó la noche, se acurrucó sobre una de las mantas, en el suelo, y se quedó profundamente dormido. Esta vez no fueron los buitres, sino los gruñidos de las hienas y chacales que se disputaban la carroña, lo que le despertó cerca ya de la madrugada, y durante largos minutos escuchó las peleas, el quebrarse de los huesos bajo la presión de las fuertes mandíbulas, y el desgarrarse de la carne arrancada de cuajo. Gacel odiaba a las hienas. Aborrecía a los buitres y los chacales, pero por las hienas en particular sentía una aversión incontrolable desde que, siendo apenas un muchacho, casi un niño, descubriera una mañana que habían devorado a un cabritillo recién nacido y a su madre. Eran bestias repelentes y hediondas; cojitrancas, cobardes, traicioneras, sucias y crueles, que, si se reunían en número suficiente eran capaces incluso de atacar a un hombre desarmado. Por qué las había puesto Alá sobre la tierra era una de las preguntas que se hacía a menudo, y para la que jamás había encontrado respuesta. Se aproximó a Abdul que dormía profundamente respirando ahora con normalidad. Le dio de beber una vez más, y se sentó después a esperar el día, meditando en el hecho de que él, Gacel Sayah, pasaría a la historia del desierto — y a su leyenda como el primer hombre que había vencido a la «tierra vacía» de Tikdabra. Y quizá, también, algún día, se supiera que fue quien encontró al fin a «La Gran Caravana». ¡«La Gran Caravana»! Hubiera bastado con que sus guías se desviaran ligeramente al Sur para salvarse, pero Alá no lo había querido así y nadie más que El podía saber a causa de qué terribles pecados había castigado a sus miembros con tan espantoso destino. El repartía la vida y la muerte, y lo único que cabía era aceptarlo mansamente y agradecer que en esta ocasión se hubiera mostrado benévolo con él permitiéndole salvarse y salvar a su huésped. «¡Insh.Allah!» Ahora se suponía que se encontraba en otro país, fuera ya de peligro, pero los soldados continuaban siendo sus enemigos y la persecución no parecía haber concluido. Y no existía modo alguno de escapar. El último camello estaba siendo devorado por las bestias carroñeras, y Abdul-el-Kebir tardaría días en poder dar un paso. Únicamente aquel pedazo de metal inanimado podía alejarles del peligro, y experimentó una profunda sensación de rabia ante su impotencia y su ignorancia. Simples soldados, el más sucio beduino, e incluso un negro «akli» liberado, que hubiese permanecido unos meses junto a los franceses, se encontraban en capacidad de hacer avanzar un vehículo mucho mayor que aquél, un pesado camión cargado de cemento, pero él, Gacel Sayah, «inmouchar» reconocido por su inteligencia, su valor y su astucia, era, sin embargo, como el más estúpido de los niños frente a la complejidad de la tortuosa máquina indescifrable. Los objetos habían sido siempre sus enemigos, los aborrecía y su vida de nómada se había reducido a no más de dos docenas de los más imprescindibles, pero aun así, los rechazaba instintivamente y para él, como hombre libre y cazador solitario, le bastaba con sus armas, la «gerba» del agua, y los arneses de su montura. Los días transcurridos en El-Akab a la espera del momento propicio para apoderarse del gobernador Ben-Koufra, le habían enfrentado de improviso con un universo desconcertante en el que auténticos tuaregs, antaño tan austeros como él, parecían haberse enviciado con las «cosas», cosas que nunca conocieron ni necesitaron con anterioridad, pero que ahora se dirían tan imprescindibles para ellos como el agua, o el aire que respiraban. Y el automóvil, el sentirse transportados de un lado a otro sin razón aparente, se había convertido, por lo que pudo advertir, en la más acuciante de tales necesidades, sin que a los jóvenes nómadas les satisficieran ya, como a sus padres, las larguísimas caminatas de días y semanas a través de la llanura sin prisa y sin ansia, conscientes de que su punto de destino estaba allí, al final del sendero, y allí seguiría por los siglos de los siglos por lento que fuera su paso. Ahora, por extrañas ironías del destino, él, Gacel, que tanto odiaba y despreciaba a los objetos, y que tanta repulsión experimentaba ante toda clase de vehículos mecánicos, se encontraba allí, tumbado al pie de uno de ellos del que dependía su vida y la de su huésped, y se maldecía a sí mismo por su ignorancia, y por no sentirse capaz de obligarle, a patadas, a correr por la llanura hacia una libertad que tenía al alcance de la mano. Amaneció. Ahuyentó a hienas y chacales, pero los buitres continuaron acudiendo por docenas, infestando el cielo con sus giros de muerte, desgarrando con sus fuertes picos la carne de dos hombres y una bestia que veinticuatro horas antes aún rebosaban de vida, y graznándole al mundo que allí, al borde de la «hamada», en el límite mismo de la «tierra vacía» de Tikdabra, el ser humano había desencadenado, una vez más, una tragedia. — En ese mismo camastro en el que estás sentada, y aproximadamente a esta misma hora, cuando todos dormían, tu marido degolló a mi capitán, y comenzó a complicarse la vida aún más de lo que la tenía. Laila hizo un gesto instintivo para levantarse del camastro, pero el sargento Malik-el-Haideri colocó con fuerza la mano sobre su hombro y la obligó a permanecer en el sitio. — No te he dado permiso para moverte — puntualizó—. Y tienes que ir acostumbrándote a la idea de que en Adoras, y hasta que envíen a un nuevo oficial, nada se mueve sin mi permiso. Atravesó la estancia, tomó asiento en la vieja mecedora en la que el difunto Kaleb-el-Fasi pasaba horas leyendo y balanceándose y se impulsó, despacio, sin apartar la vista de la muchacha. — Eres muy bonita… — dijo al fin con la voz un poco ronca—. La targuí más bonita que he visto nunca… ¿Cuántos años tienes? — No lo sé. Y no soy targuí. Soy «akli». — ¿«Akli»…? ¡Hija de esclavos! — exclamó—. ¡Vaya…! Ese targuí debe estar loco por ti para convertir a una esclava en su esposa. No me extraña… Tienes aspecto de ser buena en la cama. ¿Eres buena en la cama? No obtuvo respuesta y se diría que no la esperaba. Buscó un cigarrillo en el bolsillo superior de su camisa, lo prendió con el encendedor que había pertenecido al capitán, y fumó despacio complaciéndose en el humo y en la visión de la muchacha que le contemplaba a su vez, erguida y desafiante. — ¿Sabes cuánto tiempo hace que no veo a una mujer desnuda? — inquirió sonriendo con amargura—. No; no puedes saberlo, porque ni siquiera yo mismo lo recuerdo a estas alturas. — Hizo un ademán con la cabeza hacia un viejo calendario que colgaba sobre la cama—. Esa puta gorda, que ya debe tener cien años, es todo cuanto he tenido en este tiempo y he pasado horas mirándola, masturbándome y soñando en el día en que encontrara una mujer de verdad. — Buscó un sucio pañuelo y se enjugó el sudor que corría libremente por su cuello—. Y ahora estás aquí, como en mis sueños; mejor y más joven aún que en mis sueños… — Hizo una pausa y por último, suavemente sin alzar el tono de voz pero con firmeza, añadió—: Desnúdate. Laila permaneció inmóvil, como si no le hubiera oído y tan sólo un leve destello de temor brilló en el fondo de sus inmensos ojos negros mientras sus dedos se crispaban levemente sobre la áspera y sucia tela del jergón. Malik-el-Haideri aguardó unos instantes, concluyó su cigarrillo, lo depositó con cuidado en el suelo, bajo la mecedora, y dejó que ésta lo aplastara en su vaivén. Alzó de nuevo el rostro y la miró con fijeza. — ¡Escucha…! — señaló—. Hay dos formas de llevar estos asuntos adelante: Por las buenas, o por las malas. Yo, personalmente, prefiero la primera, porque es siempre más divertida para los dos. Colaboras, pasamos un rato agradable, y yo colaboro a mi vez, haciéndote el encierro más llevadero. Si te resistes, obtendré lo mismo por la fuerza, y además no me importará en absoluto lo que pueda pasarte después… O lo que pueda pasarle a tu gente… — Sonrió con intención—. Dos de los hijos de tu esposo son muy guapos… ¡Lindos adolescentes…! ¿Te has fijado en cómo los miran algunos de mis hombres? También llevan aquí años encerrados y hay por lo menos ocho que se sentirán muy felices si hago la vista gorda y permito que esta noche, cuando todos duerman, les pongan la mano encima a esos muchachos… — Eres un cerdo. — No más que otro cualquiera que haya pasado tanto tiempo como yo en este maldito desierto. — Se detuvo en su balanceo y se inclinó hacia atrás, contemplando, a través del ventanuco, las altas dunas que encerrajaban el oasis—. Las cosas se ven distintas desde aquí, a medida que van corriendo los años y pierdes la esperanza de que algún día te permitan regresar… Cuando comprendes que ya nadie va a sentir nunca interés o compasión por ti, dejas de sentir interés o compasión por los demás. — Se volvió de nuevo a mirarla—. No me van a dar nada. Lo que yo no tome, nadie me lo ofrecerá y te garantizo que, en cuanto te vean, otros lo intentarán también… ¡Desnúdate! — repitió, y ahora era ya una orden. Laila dudó. Aún trató de resistirse y todo su ser se rebeló contra la idea de obedecer, pero comprendió, lo sabía desde el momento en que lo vio por primera vez, que el sargento mayor Malik-el-Haideri era capaz de todo, incluso de permitir que sus hombres se divirtieran hasta el agotamiento con los hijos de su esposo, a los que éste le había enseñado a querer como si fueran propios. Al fin, muy lentamente, se puso en pie, cruzó los brazos, asió los bordes de su sencillo vestido, y lo alzó sobre su cabeza arrojándolo a un rincón. Su cuerpo, firme, joven y oscuro, de pechos pequeños y duras nalgas, quedó por completo al descubierto, y el sargento Malik lo contempló largo rato sin dejar por ello de mecerse, como si le complaciera la idea de prolongar lo más posible aquel momento regodeándose con sus pensamientos a la espera de desnudarse a su vez. El sol estaba muy alto, el hedor de los cadáveres comenzaba a hacerse insoportable y los buitres se habían convertido en una nube contra la que resultaba inútil combatir. Distinguió en primer lugar la columna de polvo que se alzaba al Oeste aproximándose con rapidez, y cuando trepó al jeep y trató de estudiar el mecanismo de la ametralladora dispuesto a defenderse, advirtió la mancha gris y maciza de un nuevo vehículo que llegaba del Sur, más lento y pesado, coronada su diminuta torreta por un cañón ligero de tiro rápido. Su aguda vista le hizo comprender que contra semejante arma todo intento de resistencia resultaba inútil, y trató de consolarse con la idea de que había vencido al desierto de los desiertos de Tikdabra, y que tan sólo su fidelidad hacia su huésped había conseguido derrotarle. Tomó su rifle y avanzó hasta el borde mismo de la «hamada» sin buscar la protección de rocas o matojos, mientras Abdul-el-Kebir quedaba a sus espaldas, fuera del alcance de las balas. Aprestó su arma y esperó calculando la distancia y el momento en que el jeep se pusiera a tiro, pero cuando pudo distinguir perfectamente a los soldados, y dudaba, con el arma encarada, entre abatir al conductor o al que se disponía a amartillar la ametralladora, resonó, lejana, una explosión, un obús silbó en el aire, y el vehículo saltó en pedazos, alcanzado de pleno y frenado en seco como si se hubiera estrellado contra un muro invisible. Un cadáver destrozado voló a más de cuarenta metros de distancia, el otro se desintegró como si nunca hubiera existido y a los pocos segundos no quedaba del jeep más que un montón de humeante chatarra. Gacel Sayah, «inmouchar» del Pueblo del Kel-Talgimus, conocido por el sobrenombre de «el Cazador», permaneció clavado en el suelo, asombrado, incapaz quizá por única vez en su vida, de comprender qué era lo que estaba ocurriendo ante sus propios ojos. Al fin, lentamente, se volvió hacia el segundo de los vehículos, la «tanqueta-oruga», que continuaba su marcha impertérrita, y que fue a detenerse a una veintena de metros de distancia, en el punto exacto en que se unían la «hamada» y la «tierra vacía». Un hombre alto, de cuidado bigote, uniforme color arena, y estrellas en la bocamanga, saltó de inmediato y avanzó con paso firme para detenerse frente al targuí. — ¿Abdul-el-Kebir…? — inquirió. Gacel señaló a sus espaldas. El oficial sonrió aliviado y agitó la cabeza como si acabara de quitarse un gran peso de encima. — En nombre de mi Gobierno y en el mío propio, les doy la bienvenida a nuestro país… Será para mí un honor escoltarlos al puesto militar y acompañar personalmente al Presidente Kebir hasta la capital… Echaron a andar despacio, hacia el vehículo, y, al hacerlo, Gacel no pudo evitar lanzar una larga mirada hacia los restos del destrozado jeep aún humeante. El recién llegado lo advirtió y agitó la cabeza negativamente. — Somos un país pequeño, pobre, y pacífico, pero no nos gusta que nadie invada nuestras fronteras. Cuando llegaron junto al cuerpo, aún inconsciente, de Abdul-el-Kebir, lo examinó minuciosamente, se cercioró de que respiraba con naturalidad y parecía fuera de peligro, y alzó el rostro lanzando una larga mirada a la infinita llanura que se abría ante él. — ¡Nunca hubiera creído que nadie…, nadie en este mundo…. fuera capaz de atravesar este lugar maldito! Gacel sonrió levemente. — Acepta un consejo — dijo—. ¡Huye de Tikdabra! A las tres horas de marcha golpeó levemente el antebrazo del oficial. — Para… — pidió. El otro obedeció deteniendo el jeep, y alzando la mano para que la tanqueta que les seguía se detuviera a su vez. — ¿Qué ocurre….? — quiso saber. — Me bajo aquí. — ¿Aquí…? — Se asombró dirigiendo una desconcertada mirada a la llanura de piedras y matojos—. ¿Qué vas a hacer aquí? — Volver a casa… — señaló el targuí—. Tú vas al Sur. Mi familia está allá, muy lejos, al Nordeste, en las montañas del Huaila… Es hora de regresar. El militar agitó la cabeza como si le costara trabajo admitirlo. — ¿A pie? ¿Y solo…? — Alguien me venderá un camello. — Es un viaje muy largo bordeando la «tierra vacía». — Por eso debo emprenderlo cuanto antes. El oficial se volvió y señaló con un gesto de la cabeza el dormido cuerpo de Abdul-el-Kebir. — ¿No vas a esperar a que despierte…? Querrá darte las gracias personalmente… Gacel negó con naturalidad. Había descendido a tierra tomando sus armas y su «gerba» de agua. — No tiene nada que agradecerme… — Hizo una corta pausa—. Quería cruzar la frontera y ya la ha cruzado. Ahora es tu huésped… Le dirigió una larga mirada afectuosa—. Deséale suerte de mi parte. El otro pareció comprender que su decisión era firme y nada podía hacer para disuadirle. — ¿Necesitas algo? — inquirió—. ¿Dinero o provisiones? Negó con la cabeza y señaló la llanura: — Ahora soy un hombre rico, y en esta región he visto mucha caza. No necesito nada. Permaneció muy quieto mientras los vehículos pasaban a su lado y se ale 1jaban hacia el Sur, y tan sólo cuando el polvo que habían levantado se posó de nuevo y el ruido de los motores se perdió en la distancia, miró a su alrededor, se orientó aunque no existiera en la ancha planicie accidente natural alguno que sirviese para orientarle, e inició la caminata, sin prisa, con el aire tranquilo del paseante que recorre un prado en el suave atardecer, admirando el paisaje, cada matojo, cada roca, cada zancuda y cada escurridiza serpiente. Tenía agua, un buen rifle y municiones; aquél era su mundo, el corazón del desierto que amaba, y pensaba disfrutar de un largo viaje al final del cual encontraría a su esposa, sus hijos, sus esclavos, sus cabras y camellos. Corría una brisa suave, y al oscurecer las bestias de la planicie abandonaron sus refugios para ramonear los bajos chaparrales, en los que abatió una hermosa liebre que le sirvió de cena a la luz de una hoguera de tamariscos. Luego contempló las estrellas que acudieron a hacerle compañía, y se complació en sus recuerdos; el rostro y el cuerpo de Laila; las risas y juego de sus hijos; la voz, profunda y las inteligentes palabras de su amigo Abdul-el-Kebir y la hermosa, apasionante e inolvidable aventura que le había tocado vivir en el umbral mismo de la madurez, que marcaría su vida para siempre y que los ancianos relatarían durante años, asombrando a los muchachuelos con las hazañas del único hombre que había desafiado a un ejército y a la «tierra vacía» de Tikdabra al mismo tiempo. Y contaría a sus nietos cuáles fueron sus sentimientos el día que pasó en compañía de los espíritus de «La Gran Caravana» y cómo les habló de su miedo a morir también en la llanura, y cómo las voces ahogadas de las momias y sus dedos sin carne le marcaron el camino correcto, y cómo lo siguió durante tres días y tres noches, sin detenerse ni una sola vez en ese tiempo, consciente de que, si lo hacía, ni él ni la bestia serían capaces de reanudar la marcha, convertidos ambos, merced a su indomable voluntad, 1en auténticos autómatas mecanizados, insensibles al calor, la sed y la fatiga. Y ahora estaba allí, tendido sobre la blanda arena, notando bajo la mano el dulce contacto de la húmeda «gerba» rezumante de agua, con los restos de la liebre humeando aún junto a la hoguera, y la bolsa de oro colgando de su cintura y se sintió en paz consigo mismo y con el universo que le rodeaba, orgulloso de ser hombre y ser targuí, y orgulloso, sobre todo, de haber demostrado que nadie, ni siquiera un Gobierno, podía permitirse el lujo de despreciar las leyes y costumbres de su pueblo. Meditó después en lo que sería su futuro lejos de los pastizales conocidos y los lugares a los que estaba acostumbrado desde niño, pero no le inquietó la idea de emigrar más allá de las fronteras, pues el desierto era el mismo, e idéntico seguirla por miles de kilómetros cualquiera que fuese el país en el que se estableciese y no tenía por qué temer que nadie viniera a disputarle los arenales las rocas y los pedregales, pues resultaba claro que cada día eran menos los que elegían el desierto como forma de vida. No quería ya más guerras ni más luchas y ansiaba la paz de su «jaima», los largos días de caza y las hermosas veladas a la luz de la hoguera escuchando una y otra vez las historias del viejo Suílem; historias que escuchó ya cuando era un niño, y que seguiría escuchando, sin cansarse, hasta que el fiel esclavo enmudeciese para siempre. Al atardecer del tercer día descubrió un campamento de «jaimas» y «sheribas» junto a un pozo. Eran tuareg, del «Pueblo de la Lanza», gente pobre pero amable y hospitalaria, que aceptaron venderle su mejor mehari, sacrificaron en su honor un cordero con el que confeccionaron el más sabroso «cuscus» que había saboreado en mucho tiempo, y le invitaron a una fiesta que tendría lugar a la noche siguiente. Comprendió que no podía ofenderles negándose, y extrajo de la pequeña bolsa de cuero rojo que colgaba de su cuello una pesada moneda de oro que depositó ante él. — Únicamente acudiré, si yo soy quien paga los corderos — dijo—. Ese es mi precio. El dueño de la casa aceptó en silencio, tomó la moneda y la examinó interesado. — Ya circulan pocas de éstas — señaló—. Todo son sucios billetes cuyo valor cambia de un día al siguiente. ¿Quién te la dio? — Un viejo conductor de caravanas… — replicó sin mentir, pero sin decir tampoco exactamente la verdad—. Tenía muchas. — Con esto se pagaba a los guías y a los camelleros… — admitió el otro convencido—. Con esto se compraban las bestias y las provisiones… ¿Sabes? — añadió luego con una sonrisa irónica—. Yo me enrolé con «La Gran Caravana», pero diez días antes de partir comencé a escupir sangre y me rechazaron. «Tienes tuberculosis — dijeron—. No llegarías a Trípoli…» — Agitó la cabeza como si le costara trabajo admitir las bromas del destino—. Pronto cumpliré noventa años… — continuó—. Y de «La Gran Caravana» nada queda. — ¿Cómo te curaste de la tuberculosis? — quiso saber Gacel—. Mi hijo mayor y mi primera esposa murieron a causa de ella. — Hice un trato con un carnicero de Tombuctú… — replicó el anciano—. Trabajaría un año gratis para él, a cambio de que me permitiese comerme cruda la giba de todos los camellos que sacrificase… — sonrió divertido—. Engordé hasta convertirme en una especie de tonel, pero al fin dejé de escupir sangre… ¡Casi doscientas gibas de camello! — exclamó—. No he vuelto a acercarme a una de esas malditas bestias en mi vida, y prefiero caminar tres meses que subir a una de ellas… — Eres el primer «imohag» al que oigo hablar mal de los camellos… — le hizo notar Gacel. — Tal vez… — fue la divertida respuesta—. Pero también soy el primer «imohag» que sobrevive a una tuberculosis… La hermosa muchacha de finas trenzas, altos pechos y enjoyadas manos de palmas rojas, templó la única cuerda de su violín, extrajo de su interior un agudo sonido que más bien parecía un lamento o una aguda risa, miró directamente a Gacel, el extranjero, al que parecía dedicar personalmente su historia, y dijo así: — «Alá es Grande. Alabado sea… — hizo una pausa—. Cuenta, y esto no ocurrió en el país de los „imohag“, ni en el de los Tekna, ni en Marraquesh, Túnez, Argel, o Mauritania, sino allá, en Arabia, cerca de la ciudad santa de La Meca, a la que todo creyente debe hacer su peregrinación al menos una vez en la vida, que vivieron, mucho tiempo atrás, en la floreciente y populosa ciudad de Mir, gloria de los Califas, tres astutos mercaderes que habían logrado, después de muchos años de comerciar juntos, una apreciable cantidad de dinero que decidieron invertir en un nuevo negocio… — Resultaba, sin embargo, que estos mercaderes no confiaban los unos en los otros, por lo que guardaron su oro en una bolsa y acordaron dejárselo en custodia a la dueña de la casa en que vivían, con la expresa recomendación de que no lo entregara a ninguno de ellos si no se encontraban los otros presentes. — A los pocos días decidieron escribir por asuntos de su negocio a una ciudad vecina, y necesitando un pergamino, uno de ellos dijo: — Voy a pedírselo a la buena mujer, que seguramente tendrá alguno. — Pero entrando en la casa le dijo a ésta: — Entrégame la bolsa que te dimos, que la necesitamos… — No lo haré si no están tus amigos presentes — replicó la mujer, y aunque el otro insistió, continuó negándose, hasta que el astuto mercader le indicó: — Asómate a la ventana, y verás cómo mis compañeros, que están en la calle, te ordenan que me la des… — Hizo la mujer lo que pedía, mientras el mercader salía y aproximándose a sus socios dijo en voz baja: — Tiene el pergamino que necesitamos, pero no quiere dármelo a no ser que vosotros también se lo pidáis. — Ajenos a esta trampa, le gritaron a la mujer que hiciera lo que el otro decía, y así fue como ésta le entregó la bolsa con la que el ladrón huyó de la ciudad. — Pero cuando los dos mercaderes cayeron en el engaño y se dieron cuenta de que se habían quedado sin dinero, culparon a la pobre mujer, y llevándola ante el Caíd, pidieron justicia. — Resultó aquel juez un hombre equilibrado e inteligente, que escuchó a ambas partes, y tras una larga meditación, sentenció: — Pienso que razón tenéis en vuestra demanda, y justo es que esta mujer devuelva la bolsa, o reintegre de su hacienda el dinero… Pero como se da la circunstancia de que el pacto que acordasteis exige que para que la bolsa sea entregada es imprescindible que os encontréis reunidos los tres socios, estimo justo que os ocupéis de buscarle, lo traigáis a mi presencia, y en ese momento yo mismo me ocuparé de que el acuerdo se cumpla… — Y así fue cómo triunfó. la justicia y la razón, gracias al acertado juicio de aquel inteligente magistrado. — Quiera Alá que así sea siempre. Alabado sea…» La muchacha tañó el violín, como para poner un definitivo punto final a su relato, y luego, sin apartar los ojos de Gacel, añadió: — Tú, que al parecer vienes de tan lejos, ¿por qué no nos cuentas una historia? Gacel paseó la mirada por el grupo: una veintena de muchachos y muchachas que se amontonaban en torno a la hoguera, a cuyas brasas se asaban lentamente dos enormes carneros de los que emanaba un aroma dulce y profundo, e inquirió: — ¿Qué clase de historia queréis escuchar…? — La tuya… — replicó la muchacha rápidamente—. Por qué te encuentras, solo, tan lejos de tu casa? ¿Por qué pagas lo que compras con viejas monedas de oro? ¿Qué misterio ocultas? A pesar de tu velo, tus ojos delatan que escondes un profundo secreto. — Son tus ojos los que quieren ver secreto donde no existe más que cansancio — aseguró—. Hice un largo viaje. Quizás el más largo viaje que haya realizado nadie jamás en este mundo… Atravesé la «tierra vacía» de Tikdabra. El último de los llegados a la fiesta, un muchacho fuerte y de cráneo rapado, de ojos que bizqueaban levemente y una profunda cicatriz que le bajaba de la mejilla a la garganta, inquirió de improviso con voz alterada: — ¿Eres tú, quizá, Gacel Sayah; «inmouchar» del Kel-Talgimus, cuya familia acampaba en el «guelta» de las montañas del Huaila…? Advirtió que el corazón le daba un vuelco. — Sí. Yo soy. — Tengo malas noticias para ti… — se lamentó el muchacho—. Vengo del Norte… De tribu en tribu, de «jaima» en «jaima» corre la voz…: los soldados se llevaron a tu esposa y tus hijos… A todos los tuyos. Únicamente un viejo criado negro escapó y él lo dijo: «Te esperan para matarte en el „guelta“ del Huaila…» Tuvo que esforzarse para que del fondo de su garganta no naciera un sollozo y se exigió, más que en lo más profundo de la «tierra vacía», contener sus emociones. — ¿Adónde los llevaron…? — pudo articular al fin con voz falsamente tranquila. — Nadie lo sabe. Tal vez a El Akab… Tal vez más al Norte aún, a la capital… Quieren cambiártelos por Abdul-el-Kebir… El targuí se puso en pie y se alejó despacio hacia las dunas, seguido por todas las miradas y un silencioso respeto, pues, como por arte de magia, la alegría de la fiesta había desaparecido y nadie pareció reparar en que uno de los corderos se estaba quemando. El «gri-gri» de la desgracia, parecía haber nacido de las llamas de la hoguera y con su fétido aliento borraba la luz de entusiasmo en las miradas y el deseo de diversión de los cuerpos. Gacel se dejó caer en la oscuridad sobre una duna, y enterró el rostro en la arena esforzándose por no dar rienda suelta a su llanto, clavándose las uñas en la palma de la mano hasta hacerse sangre. Ya no era un hombre rico que regresaba a la paz de su hogar tras una larga aventura. Ya no era ni siquiera el héroe que había arrebatado a Abdul-el-Kebir de las garras de sus enemigos, y había atravesado con él el infierno de la «tierra vacía» poniéndolo a salvo al otro lado de la frontera. Ahora no era más que un pobre imbécil que había perdido cuanto tenía en este mundo por su estúpido empecinamiento en respetar unas caducas tradiciones que nada significaban para nadie. ¡Laila…! Un estremecimiento, como una corriente de agua helada, le recorrió la espalda al imaginarla en poder de aquellos hombres de sucios uniformes, pesados correajes y fuertes botas malolientes. Recordó sus rostros cuando le apuntaron con sus armas a la puerta de la «jaima», la dejadez de su campamento o el despotismo con que trataban a los beduinos en El-Akab, y aunque trató por todos los medios de evitarlo, un ronco gemido escapó de sus labios obligándole a morderse con fuerza el dorso de la mano. — No lo hagas… No te contengas. El más fuerte de los hombres tiene derecho a llorar en un momento como éste. Alzó el rostro. La hermosa muchacha de las finas trenzas había tomado asiento a su lado, y extendía la mano para acariciarle el rostro como pudiera hacerlo una madre con un niño asustado. — Ya pasó — dijo. Ella negó con firmeza. — No trates de engañarme. No ha pasado… Esas cosas no pasan. Quedan muy dentro, como una bala sin salida. Lo sé porque mi esposo murió hace dos años, y aún mis manos lo buscan en la noche. — Ella no ha muerto. Nadie puede atreverse a hacerle daño… — aseguró como si tratara de convencerse a sí mismo—. Es casi una niña… Dios no permitirá que le hagan nada. — No existe más Dios que el que nosotros queremos que exista — replicó ella con dureza—. Puedes confiar en él si quieres. Nunca está de más. Pero si has sido capaz de vencer a la «tierra vacía» de Tikdabra, serás capaz de recuperar a tu familia… Estoy segura. — ¿Y cómo podré hacerlo? — señaló sin ánimo—. Ya lo has oído: quieren a Abdul-el-Kebir y ya no está conmigo. La muchacha le miró con fijeza a la clara luz de la luna llena que había ascendido en el cielo hasta convertir la noche en día. — ¿Hubieras aceptado el cambio si aún siguiera contigo? — quiso saber. — Son mis hijos… — fue la respuesta—. Mi mujer y mis hijos… Lo único que tengo en esta vida. — Te queda tu orgullo de targuí… — le recordó ella—. Y por lo que sé de ti, eres el más orgulloso y valiente de nosotros. — Hizo una pausa—. Demasiado tal vez… Cuando los guerreros os lanzáis a la lucha, nunca os detenéis a meditar en el mal que podéis causarnos a nosotras, las mujeres, que quedamos atrás, recibiendo los golpes y sin participar de las glorias… — Chasqueó la lengua como disgustada consigo misma—. Pero no he venido a culparte — aseguró—. Lo hecho, hecho está, y tus razones tendrías para ello. He venido porque en momentos como éste, un hombre necesita compañía… ¿Te gustaría hablarme de ella…? Agitó la cabeza. — ¡Es tan niña…! — sollozó. La puerta se abrió de golpe y el sargento Malik-el-Haideri saltó del camastro abalanzándose sobre la pistola que descansaba sobre la mesa, pero se detuvo al distinguir la silueta del teniente Razmán recortándose contra la luminosidad violenta del exterior. Semidesnudo como se encontraba, hizo un esfuerzo por mantener su aire marcial, se cuadró rígidamente, saludando e intentando entrechocar los tacones, lo que resultó en verdad ridículo aunque el rostro del teniente mostró a las claras que no estaba de humor como para captar la comicidad de la situación, y en cuanto sus ojos se acostumbraron a la penumbra de la estancia, se aproximó a una de las ventanas, abrió los postigos, y señaló con un gesto de su fusta el barracón vecino: — ¿Quién es esa gente que está ahí encerrada, sargento? — quiso saber. Este advirtió que un súbito sudor frío emanaba de cada uno de los poros de su cuerpo, pero luchando por mantener su entereza, replicó: — La familia del targuí. — ¿Cuánto hace que está aquí? — Una semana. Razmán se volvió a él, como si no quisiera dar crédito a lo que estaba oyendo. — ¿Una semana…? — repitió horrorizado—. ¿Quiere hacerme creer que ha tenido a mujeres y niños asándose de calor encerrados en ese infierno durante una semana sin dar parte a sus superiores…? — La radio está estropeada. — Mentira… Acabo de hablar con el operador… Usted dio orden de mantener silencio… Por eso me fue imposible comunicarle mi llegada… — De pronto se interrumpió, pues su vista había recaído en la figura de Laila, completamente desnuda, que se acurrucaba asustada, en el más apartado rincón de la estancia, en el punto en que había estado durmiendo sobre una raída manta. Sus ojos fueron, alternativamente, de la muchacha a Malik-el-Haideri, y por último, como si temiera hacer la pregunta, inquirió roncamente—: ¿Quién es? — La esposa del targuí… Pero no es lo que usted piensa, teniente… — intentó justificarse—. No es lo que usted piensa… Ella aceptó de buena gana… ¡Aceptó…! — repitió extendiendo las manos en ademán de súplica. El teniente Razmán se aproximó a Laila, que trató de cubrir su desnudez con una punta de la manta. — ¿Es cierto que aceptaste? — quiso saber—. ¿No te forzó? La targuí le miró fijamente, y luego, volviéndose al sargento, replicó con firmeza: — Dijo que si no aceptaba, entregaría los niños a los soldados. El teniente Razmán afirmó una y otra vez en silencio, se volvió lentamente, y señalando la puerta ordenó a Malik: — ¡Salga! El otro hizo ademán de tomar su ropa, pero el teniente negó con firmeza: — ¡No! No es digno de volver a vestir ese uniforme… ¡Salga así! Como está… El sargento mayor Malik-el-Haideri lo hizo precediendo al teniente y ya en el umbral de la puerta se detuvo, pues ante él se encontraban, expectantes, todos los hombres del campamento acompañados ahora por la esposa de Razmán y el gigantesco sargento Ajamuk. — ¡Vaya hacia las dunas…! Obedeció pese a que la arena ardiente le quemaba la planta de los pies y avanzó en silencio, con la cabeza gacha y sin mirar a nadie, hasta el nacimiento de las dunas. Cuando comprendió que no podía avanzar más y resultaba inútil intentar trepar por la inclinada pendiente, se volvió, y no le sorprendió descubrir que el teniente había extraído de la funda su pesada pistola de reglamento. Bastó un solo disparo que le voló la cabeza. Razmán permaneció unos instantes pensativo, contemplando el cadáver, y luego, muy despacio, guardó de nuevo el arma, regresó sobre sus pasos, y se enfrentó a los presentes que no se habían movido de su sitio ni habían efectuado gesto alguno. Los miró uno por uno, tratando de leer en el fondo de sus ojos, y por último pareció como si se decidiera a sacar de lo más hondo algo que le torturaba desde hacía tiempo: — Sois la escoria de nuestro Ejército… — dijo—. Los hombres que siempre desprecié, y los soldados que nunca hubiera querido mandar…: ladrones, asesinos, drogadictos y violadores… ¡Carroña…! — Hizo una pausa—. Pero, en el fondo, quizá no sois más que víctimas, un reflejo de aquello en lo que este Gobierno ha convertido nuestro país… Permitió que meditaran un instante en lo que estaba intentando hacerles comprender, y subiendo de tono, continuó—: Pero empieza a ser hora de que las cosas cambien… El Presidente Abdul-el-Kebir ha logrado cruzar la frontera y ha lanzado un primer llamamiento a la lucha y la unión de cuantos desean un retorno a la democracia y la libertad… Hizo una nueva pausa, esta vez más dramática aún, consciente de la necesidad que tenía de una cierta teatralidad—. ¡Yo voy a reunirme con él…! — confesó al fin—. Lo que he visto hoy ha acabado de convencerme, y estoy dispuesto a romper con el pasado y reiniciar la lucha junto al único hombre en el que confío realmente… ¡Y voy a daros una oportunidad…! Los que quieran seguirme, cruzar la frontera, y unirse a Abdul-el-Kebir, pueden acompañarme… Los hombres se miraron incrédulos, incapaces de admitir que el más acariciado de sus sueños, escapar del infierno de Adoras y huir del país, les estaba siendo ofrecido en bandeja por el mismísimo oficial encargado de mantenerlos encerrados. Muchos de sus compañeros habían intentado la fuga y siempre fueron capturados, fusilados, o encarcelados por el resto de sus vidas, y de pronto, aquel joven teniente de cuidado uniforme que acababa de llegar en compañía de una atractiva esposa y un mastodóntico sargento de aspecto bonachón, trataba de convencerles de que, lo que hasta ese mismo momento había sido considerado el peor de los delitos, se convertía, como por arte de magia, en un acto heroico. Uno estuvo a punto de soltar la carcajada, otro dio un salto de alegría, y cuando Razmán, plenamente consciente de lo que hacía y de cuáles eran los auténticos sentimientos de aquella cuadrilla de facinerosos, pidió solemnemente que alzaran el brazo cuantos estuvieran dispuestos a seguirle, fue como si un único resorte irresistible actuase sobre todas las manos, haciendo que se elevaran al cielo al unísono. El teniente sonrió apenas, e intercambió una mirada con su esposa, que sonrió a su vez. Luego, se volvió a Ajamuk: — Prepáralo todo — ordenó—. Salimos dentro de dos horas… — Señaló con la fusta hacia el barracón desde cuyas enrejadas ventanas la familia de Gacel Sayah había seguido el desarrollo de la escena—: Ellos vienen con nosotros… — añadió—. Los dejaremos a salvo al otro lado de la frontera… Fue un largo viaje, sin saber exactamente dónde se dirigía de regreso a casa, sin saber dónde estaba ahora su casa; en busca de su familia, sin saber si aún tenía familia. Fue un largo viaje. Primero al Oeste, dejando a un día de distancia el nacimiento de la «tierra vacía», y luego, cuando supo que ésta ya había concluido, girando hacia el Norte, consciente de que estaba atravesando de nuevo la frontera y en cualquier momento podían hacer su aparición, una vez más, los soldados que parecían haberse convertido en su pesadilla. Fue un largo viaje. Y triste. Nunca, ni aun en los peores momentos, cuando en el confín de Tikdabra comprendió que la muerte era ya su única compañera de camino, imaginó que los acontecimientos pudieran adquirir un sesgo semejante, pues para él, como guerrero y noble de un pueblo de nobles guerreros, esa muerte constituía la única derrota definitiva. Pero ahora, súbitamente, como un mazazo, descubría que el hecho de morir nada significaba frente a la tremenda realidad de comprobar que los seres que amaba se convertían en víctimas de su guerra privada, y se constituían en la auténtica, la más tremenda de las derrotas. Por su mente cruzaban una y otra vez, obsesivamente, los rostros de sus hijos, la voz de Laila, o las escenas infinitamente repetidas de su vida en el campamento, cuando todo era soledad y paz al pie de las grandes dunas y los años pasaban sin que nadie acudiera a turbar la calma de una vida monótona y sencilla. Fríos amaneceres en los que Laila se acurrucaba contra su estómago buscando la tibieza de su cuerpo; largas mañanas de luz esplendorosa y expectante ansiedad en busca de la caza; pesados mediodías de calor bochornoso y dulce somnolencia; tardes de cielos rojos en las que las sombras se prolongaban por la llanura como si quisiera tocar el borde del horizonte y noches olorosas y densas, a la luz de una hoguera, repitiendo sin fatiga leyendas ya sabidas. Miedo al «harmatan» que soplaba rugiente, y a la sequía; amor a la llanura sin viento, y a la negra nube que se abría para que la tierra se cubriese con la alfombra verde del «acheb». La cabra que moría, la joven camella que al fin se preñaba, el llanto del pequeño, la risa del mayor, el gemido de placer de Laila en la penumbra… Esa era su vida, la que anhelaba, la única que había ambicionado, y que había perdido porque no se sintió capaz de soportar una ofensa contra su honor de targuí. ¿Quién podía haberle culpado por no enfrentarse a un ejército? ¿Quién no le culparía ahora por haberlo hecho perdiendo en la aventura a su familia? Ignoraba el tamaño de su país. Ignoraba incluso el número de seres que lo habitaban, y, sin embargo, se había opuesto a él, a sus soldados y sus gobernantes sin detenerse a meditar en las consecuencias que tamaña ignorancia podían acarrear. ¿En qué lugar, de aquel país gigantesco, encontraría a su mujer y sus hijos? ¿Quién, de entre todos sus habitantes, sabría darle noticias de ellos…? Día a día, a medida que avanzaba hacia el Norte, fue tomando conciencia de su propia pequeñez, pese a que ni el mismo desierto, con toda su inmensidad, había conseguido acomplejarle en más de cuarenta años de existencia. Ahora se sentía diminuto, no frente a la grandeza de la tierra, sino frente a la bajeza de quienes la habitaban, que habían sido capaces de involucrar, en una lucha de hombres, a mujeres y niños. No conocía las armas con las que debía enfrentarse a semejante clase de individuos. Nadie le había explicado nunca las reglas de aquel juego, y recordó una vez más la vieja historia que siempre contaba el negro Suílem y en la que dos familias en lucha llegaron a odiarse de tal modo que una vez enterraron a un pequeño en una duna haciendo que su madre se volviera loca. Pero había sido una sola vez en toda la historia del Sáhara, y tanto espanto causó entre sus habitantes, que su recuerdo perduró a través de los años transmitiéndose de boca en boca en los corros nocturnos, asqueando a los adultos y sirviendo de enseñanza a los menores. «Ved cómo el odio y las luchas a nada conducen más qué al miedo, la locura y la muerte.» Podía repetir de memoria cada una de las palabras del anciano, y quizás ahora, por primera vez después de años de escucharlas, caía en la cuenta de lo profundo de su significado. Eran tantos los hombres que habían muerto desde aquel lejano amanecer en que decidió montar en su mehari y lanzarse al desierto a la búsqueda de su honor perdido, que no tenía derecho a sorprenderse de que parte de la sangre de esos muertos le salpicara de pronto a él y a su familia. Mubarrak, cuyo único delito había sido conducir a una patrulla tras las huellas de unos hombres de los que nada sabía; el sudoroso capitán, que se defendía alegando que se habla limitado a cumplir órdenes, a las que no podía negarse, los catorce guardianes de Gerifíes, que no habían cometido otro error que el de dormirse en su camino; los soldados que mató al borde de la «tierra vacía», y los que volaron luego por el aire sin tiempo a averiguar de dónde les llegaba la muerte… Demasiados, y él, Gacel Sayah, no tenía más que una vida que ofrecerles a cambio; una sola muerte con la que compensar tantas muertes. Tal vez por ello le exigían a su familia como parte del pago de tan tremenda deuda. «¡Insh.Allah!» hubiera exclamado Abdul-el-Kebir. Le vino a la memoria una vez más la imagen del anciano, y se preguntó qué habría sido de él, y si habría vuelto, como prometió, a la lucha por el poder. «Era un loco… — musitó en voz muy baja—. Un loco soñador, de los que nacen predestinados a recibir todas las bofetadas, y el „gri-gri“ de la desgracia cabalgaba a su lado, pegado a su ropa. Tanta era la fuerza de ese „gri-gri“ que incluso a mí me contagió parte de su desgracia». Para los beduinos, los «gri-gri» eran espíritus del mal que podían acarrear la enfermedad, la desgracia o la muerte, y aunque oficialmente los tuareg se reían de tales supersticiones, propias de siervos y esclavos, lo cierto era que incluso los más nobles «inmouchars» se esforzaban por evitar ciertas regiones, famosas por sus malos espíritus, o determinadas personas de las que se sabía, positivamente, que atraían de modo muy, especial a los «gri-gri». Triste resultaba, ¡y trágico! que un «gri-gri» se enamorara de alguien, pues resultaba inútil en ese caso intentar escapar al confín del universo, enterrarse en la más profunda de las dunas, o atravesar a pie el infierno de Tikdabra. Los «gri-gri» se aferraban a la piel, como las garrapatas, como el olor o el tinte de las telas, y ahora el targuí tenía la impresión de que se había apoderado de él el «gri-gri» de la muerte; el más fiel e insistente de entre todos ellos; aquel del que un guerrero tan sólo se libraba cuando se enfrentaba a otro guerrero cuyo espíritu de muerte fuese aún más poderoso. «¿Por qué me has elegido? — le preguntaba a veces, en las noches, cuando a la luz de la hoguera creía verlo sentado al otro lado del fuego—. Yo nunca te llamé. Fueron los soldados los que te atrajeron a mi casa cuando el capitán disparó contra el muchacho dormido…» Desde aquel mismo día; desde el momento en que un huésped había resultado asesinado bajo su techo, resultaba lógico aceptar que el «gri-gri» de la muerte se apoderase del dueño de esa «jaima», del mismo modo que el «grigri» del adulterio se instalaba para siempre en la esposa que traicionaba a su marido durante el mes que precedía a la boda. «Pero yo no tuve la culpa — protestó intentando ahuyentarle de su lado—. Quise defenderle, y hubiera dado mi vida a cambio de la suya». Pero, como Suílem decía, los «gri-gri» eran sordos a las palabras, los ruegos e incluso las amenazas de los humanos, pues tenían criterio propio, y cuando amaban a alguien lo amaban hasta el fin de los siglos. «Hubo una vez un hombre — contaba al que tomó un amor inusitado el „gri-gri“ de la langosta. Habitaba en Arabia, y año tras año, indefectiblemente, la plaga maldita acudía a arrasar sus campos y los campos de sus conciudadanos». «Desesperados, sus vecinos, le llevaron ante el califa rogándole que lo ejecutara o de lo contrario todos morirían de hambre, pero el califa que comprendió que el pobre hombre no tenía culpa alguna de su desgracia, le defendió diciendo: „Si le mato, el „gri-gri“ de la langosta, que le ama más allá de la muerte, acudirá cada año a visitar su tumba. Por lo tanto, le ordeno que tanto ahora, en vida, como su espíritu el día de mañana, cuando muera, viajen cada siete años a la costa oeste de África y permanezcan allí durante igual período de tiempo. De ese modo, como la langosta es también obra de Alá y no podemos ir contra Alá, pues le ofenderíamos, al menos distribuimos equitativamente la carga, y disfrutaremos, alternativamente, de siete años de abundancia y siete de miseria“». «Así lo hizo el hombre en vida y continuó haciéndolo su alma, y es por ello que la plaga nos visita siempre durante ese período de tiempo, y regresa luego, en pos del espíritu del hombre, hasta su país de origen». Fuera cierta o no la leyenda, cierto era, sin embargo, que de aquel modo se comportaba la langosta, pero cierto era, también, que los tuareg, más astutos que los campesinos de Arabia, habían solucionado el problema de su hambre por un procedimiento mucho más práctico que el de intentar ejecutar a un inocente, y habían optado por devorar a los insectos, del mismo modo que éstos devoraban sus cosechas. Tostadas a la brasa, o convertidas en harina, las transformaban en uno de sus alimentos preferidos, y su llegada, por millones, ocultando el sol en los mediodías, no representaba para ellos una imagen de la miseria, sino por el contrario, de prosperidad y abundancia durante largos meses. Dentro de tres años regresarían y Laila las convertiría en harina que mezclada con miel y dátiles haría las delicias de los niños. Le gustaban aquellos pasteles y añoraba las horas del atardecer mordisqueándolos contemplando el sol que se ocultaba y sorbiendo té hirviendo a la puerta de su tienda. Luego, mientras las mujeres ordeñaban las camellas o los muchachos recogían las cabras, paseaba despacio hasta el pretil del pozo, a comprobar la altura del agua, y se negaba a admitir que todo aquello había acabado y nunca regresaría junto a su pozo y sus palmeras o junto a su familia y su ganado, por el mero hecho de que el invisible espíritu maligno amaba su compañía. «¡Vete! — le suplicó una vez más—. Estoy cansado de llevarte conmigo y de matar sin saber por qué lo hago». Pero sabía que, aunque el «gri-gri» quisiera marcharse, las almas en pena de Mubarrak, el capitán y los soldados, nunca se lo permitirían. Cada fin de semana, Anuhar-el-Mojkri abandonaba su cómodo y fresco despacho del Palacio del Gobierno, montaba en el viejo «Simca», que había dejado, cargado de agua y vituallas, en una callejuela próxima, y se alejaba, traqueteando, hacia los cercanos contrafuertes de la montaña que dominaba El-Akab, y en cuya cumbre se alzaban las ruinas de una inaccesible fortaleza que sirvió de refugio a los habitantes del oasis en época de guerras y algaradas. Ya nada quedaba por explorar entre los muros de la irreconocible alcazaba, muchas de cuyas piedras habían sido utilizadas por los franceses para levantar los edificios públicos de El-Akab, pero Anuhar-el-Mojkri había descubierto que en las cuevas y paredes rocosas de las estrechas gargantas que se abrían a espaldas de las ruinas, existían, si se las buscaba con cuidado y se las libraba del polvo de milenios, infinidad de pinturas rupestres que hablaban del más remoto pasado del Sáhara y sus habitantes. Elefantes, jirafas, antílopes y leopardos; escenas de caza, de amor y de la vida diaria de antiquísimos pobladores de aquellas tierras, iban surgiendo bajo sus expertos dedos, que limpiaban la piedra con infinito cuidado, guiándose a menudo tan sólo por una especie de instinto de arqueólogo nato que le hacía buscar la posible figura allí donde, por lógica, él la hubiera grabado. Aquél era su gran secreto, y aquél su orgullo, y en su minúsculo apartamento de soltero se amontonaban cientos de hermosas fotografías en color que había ido obteniendo a lo largo de más de dos años de meticuloso trabajo; fotografías que algún día ilustrarían un grueso volumen con el que Anuhar-el-Mojkri sorprendería al mundo por su hallazgo de los «Frescos de El Akab». Y allí, en alguna parte, aún no sabía dónde, pero presentía que se encontraba cerca, tropezaría al fin con lo que venía buscando desde siempre; una réplica de «Los Marcianos de Tassili», aquellas inmensas figuras de más de dos metros de altura que evocaban fielmente la actitud y la vestimenta de astronautas que hubieran visitado, en la noche de los tiempos, las regiones que ahora eran desérticas pero que, por aquel entonces, debieron ser fértiles y ricas en toda clase de animales exóticos. Demostrar que, allí, tan lejos de Tassili, también estuvieron los habitantes de otro planeta, constituía, sin género de dudas, la culminación de todas las ambiciones del secretario del gobernador de la provincia, que hubiera sacrificado con gusto su prometedora carrera política, a cambio de uno de aquellos dibujos, por rústico que fuera. Y en el pesado mediodía, cuando el sol caía a plomo sobre su estrafalario sombrero de paja, y la lisa pared de roca viva del fondo de una diminuta oquedad protegida de los vientos y las lluvias, le hacía concebir fundadas esperanzas en un nuevo y, tal vez, revelador hallazgo, un extraño nervio sismo, como una premonición, se apoderó de todo su cuerpo, y advirtió que las manos le temblaban al ir descubriendo la incisión de un profundo trazo que prometía una alta figura de contornos imprecisos. Secó el sudor que le corría por la frente empañándole las lentes, perfiló con tiza blanca la línea ya claramente visible, bebió un corto trago de agua, y dio un respingo, aterrorizado cuando una voz conocida, profunda y amenazadora, inquirió a sus espaldas: — ¿Dónde está mi familia…? Dio media vuelta como impelido por un resorte y tuvo que apoyarse en la pared para no caer de la impresión al distinguir, a menos de tres metros de distancia, la negra boca del arma y la erguida silueta del targuí que se había convertido en su pesadilla. — ¿Tú…? — fue todo lo que supo decir. — Sí. Yo… — fue la seca respuesta—. ¿Dónde está mi familia? — ¿Tu familia? — se sorprendió—.¿Qué tengo que ver yo con tu familia?¿Qué ha ocurrido? — Se la llevaron los soldados. Anuhar-el-Mojkri advirtió que las piernas le fallaban, tomó asiento sobre una roca y se despojó del sombrero, enjugándose el sudor de la cara con la palma de la mano: — ¿Los soldados? — repitió incrédulo—. ¡No es posible…! No, no es posible… Yo lo hubiera sabido… — Se limpió las gafas con un pañuelo que sacó, tembloroso, del bolsillo trasero de su pantalón, y miró a Gacel de frente con sus ojillos miopes—. — ¡Escucha…! — añadió, y su tono sonaba absolutamente sincero—. El ministro mencionó la posibilidad de apoderarse de tu familia y canjearla por Abdul-el-Kebir, pero el general se opuso y no se volvió a hablar del asunto… ¡Te lo juro! — ¿Qué ministro? ¿Dónde vive? — El ministro del Interior… Madani. Alí Madani. Vive en la capital… Pero dudo que tenga a tu familia. — Si no la tiene él, la tienen los soldados. — No… — rechazó la idea con la mano, absolutamente convencido—. Los soldados no, desde luego… El general es amigo mío. Comemos juntos dos veces por semana… No es hombre que haga eso, y, de hacerlo, me lo hubiera consultado… — Pues mi familia no está. Mi esclavo vio cómo se la llevaban los soldados y cinco de ellos aún me esperan en el «guelta» de las montañas del Huaila. — No serán soldados… — repitió una vez más machaconamente. — Anuhar-el-Mojkri—. Serán policías. — Policías del ministro. — agitó la cabeza y añadió despectivo—: Le creo capaz de hacerlo. Es un hijo de puta. — Se ajustó de nuevo los lentes, ahora perfectamente limpios, y observó a Gacel con un nuevo interés—: ¿De verdad atravesaste la «tierra vacía» de Tikdabra? — quiso saber. Ante la muda respuesta, soltó un corto resoplido que tal vez quería expresar su incredulidad o su admiración. — ¡Fantástico! — exclamó—. Realmente fantástico… ¿Sabías que Abdul-el-Kebir está en París? Los franceses le apoyan, y es muy posible que tú, un targuí analfabeto, cambies el curso de la historia de nuestro país… — No me interesa cambiar nada… — replicó alargando la mano y tomando la cantimplora de la que bebió alzando apenas el velo—. Lo único que quiero es que me devuelvan a mi familia y me dejen en paz. — Eso es lo que pretendemos todos: vivir en paz. Tú con tu familia y yo con mis grabados. Pero dudo que nos lo permitan. Gacel señaló con un ademán de la cabeza los dibujos, marcados con tiza, que se distinguían por las paredes vecinas. — ¿Qué es eso? — quiso saber. — La historia de tus antepasados. O la historia de los hombres que habitaron estas tierras antes de que los tuareg se adueñaran del desierto. — ¿Por qué lo haces? ¿Por qué pierdes tu tiempo en esto, en lugar de estar tranquilamente a la sombra, en El-Akab? El secretario del gobernador de la provincia se encogió de hombros. — Tal vez sea porque me siento desilusionado de la política — señaló—. ¿Recuerdas a Hassán-ben-Koufra? Lo destituyeron, se fue a Suiza donde había acumulado una pequeña fortuna, y a los dos días le atropelló un camión de refrescos. ¡Es ridículo…! En unos meses pasó de «Virrey del Desierto», a llorar con las patas quebradas en una clínica cubierta de nieve. — ¿Su esposa está con él? — Sí. — En ese caso nada tiene importancia… — señaló el targuí—. Se amaban. Yo los espié varios días y lo sé. Anuhar-el-Mojkri asintió convencido. — Era un auténtico hijo de puta, un politicastro sin escrúpulos y un ladrón, traidor y ladino… Pero tenía algo bueno: su amor por Tamar… Nada más que por eso merecía que se le perdonara la vida. Gacel Sayah sonrió levemente, aunque el otro no pudiera advertirlo, paseó la mirada por los dibujos de las paredes, y se puso de pie recuperando su arma: — Tal vez sea por tu amor a la historia de mis antepasados, por lo que te perdono ahora la vida — comentó—. Pero procura no moverte de aquí, ni intentar denunciarme. Si te veo por El-Akab, antes del lunes, te volaré la cabeza. El otro había recuperado su tiza, sus cepillos y sus trapos y se disponía a reanudar su trabajo. — ¡Descuida! — replicó—. No pensaba hacerlo. Luego, cuando ya el targuí se alejaba, le gritó: — ¡Y confío en que encuentres a tu familia! Era un autobús desvencijado. El más cochambroso, renqueante y sucio vehículo de transporte público que hubiese intentado correr jamás sobre carretera alguna, aunque en verdad aquél no intentaba en modo alguno correr, sino que se limitaba a avanzar asmáticamente a una máxima de cincuenta kilómetros por hora a través de llanuras de matojos, contrafuertes rocosos e infinitos pedregales. Aproximadamente cada dos horas, se veía obligado a detenerse por culpa de un reventón o porque las ruedas se atascaban en una trampa de arena, y entonces, conductor y cobrador obligaban a descender a los pasajeros, cabras, perros y cestas de gallinas incluidas, incitándoles a empujar o señalándoles que se sentaran a esperar al borde del camino mientras cambiaban la rueda. También, cada cuatro horas, se hacía necesario rellenar el depósito del combustible por el primitivo procedimiento de empalmar una goma a un bidón firmemente amarrado al techo, y en las cuestas, cuando encaraban una pendiente pronunciada, los hombres estaban obligados a realizar a pie el recorrido. Así durante dos días y dos noches, apretujados como dátiles en una bolsa de piel de conejo, sudorosos y asfixiados por el bochorno irresistible, incapaces de predecir cuánto faltaba para concluir con semejante suplicio, o si llegarían alguna vez a distinguir los confines del monótono desierto. En cada parada Gacel experimentaba el impulso de abandonar el mugriento vehículo y continuar a pie su camino por largo que éste fuese, pero en cada parada comprendía que tardaría meses en alcanzar por sus propios medios la capital, y cada día, cada hora que perdiese, podía resultar esencial para Laila y sus hijos. Continuó por tanto, sufriendo lo indecible por el encierro, él que amaba la soledad y la libertad por encima de todo, soportando a comerciantes parlanchines, mujeres histéricas, chiquillos ruidosos y gallinas pestilentes, incapaz como lograra hacerlo en la «tierra vacía», de convertirse en piedra, aislarse de cuanto le rodeaba, conseguir que su espíritu abandonara momentáneamente su cuerpo. Allí cada bache, cada bamboleo, cada reventón o cada eructo de un vecino le devolvía a la realidad, y ni aun en lo más oscuro de la noche conseguía descabezar un corto sueño que le permitiera reponer fuerzas o regresar, imaginariamente, junto a los suyos. Por último, en el turbio amanecer del tercer día, cuando un viento insistente y pegajoso que arrojaba al rostro nubes de polvo gris y asfixiante, impedía distinguir los contornos de los objetos a más de cincuenta metros, atravesaron un conjunto de casuchas de adobe, un barranco seco, y una plazuela maloliente y fueron a detenerse en el centro mismo de lo que había sido un viejo zoco a la sazón abandonado. — ¡Fin del trayecto! — gritó el cobrador mientras se apeaba estirando brazos y piernas y observándolo todo a su alrededor como si le costara trabajo admitir que una vez más había coronado con éxito la insensata odisea de bajar hasta El-Akab y regresar con vida—. ¡Alabado sea Dios! Gacel descendió en último lugar, contempló las derruidas paredes del zoco que amenazaban con derrumbarse sobre su cabeza en cuanto el viento arreciara, y se aproximó, desconcertado, al conductor. — ¿Esto es la capital…? — quiso saber. — ¡Oh, no! — fue la divertida respuesta—. Pero hasta aquí llegamos nosotros. Si pretendiéramos meter este trasto en la carretera general, nos encerrarían por locos. — ¿Y qué tengo que hacer para llegar a la capital? — Puedes coger otro autobús, pero te recomiendo el tren, es más rápido. — ¿Qué es el tren? Al otro no pareció sorprenderle la pregunta, ya que no se trataba, desde luego, del primer beduino que transportaba en sus casi veinte años de dar tumbos por el desierto. — Será mejor que vayas a verlo tú mismo… — fue la respuesta—. Sigue por esa calle y a tres manzanas, cuando veas un edificio marrón, allí es… — ¿A tres qué…? — Tres manzanas, tres cuadras… — Hizo un amplio ademán con la mano—. Bueno, supongo que donde vives no existe nada de eso… Sigue adelante hasta que veas el edificio. No hay otro. Gacel hizo un gesto de asentimiento, tomó su fusil, la espada y la bolsa de cuero en que había guardado municiones, algo de comida y todas sus pertenencias, y echó a andar en la dirección que le habían indicado, pero el cobrador le gritó desde el techo del autobús. — ¡Eh…! ¡Aquí no puedes pasearte con esas armas…! Si te ven, te vas a meter en un lío… ¿Tienes licencia? — ¿Qué? — Permiso de armas… — Le rechazó con la mano—. ¡No! Ya veo que no la tienes… ¡Esconde eso o acabarás en la cárcel! Gacel permaneció muy quieto en el centro del zoco, desconcertado y sin saber qué actitud adoptar, hasta que uno de los pasajeros que se alejaba en dirección opuesta con una maleta al hombro, otra en la mano y un rollo de alfombras bajo el brazo, le dio una idea. Corrió hacia él. — Te compro las alfombras — dijo mostrando una moneda de oro. El otro ni respondió siquiera. Tomó la moneda, levantó el brazo dejando que se apoderara de su carga, y continuó su camino, apresurando el paso, temeroso de que aquel estúpido targuí cambiara de idea. Pero Gacel no cambió de idea. Desenrolló las alfombras, envolvió en ellas sus armas, se las colocó a su vez bajo el brazo y se encaminó a la estación. Desde lo alto, del autobús el cobrador movió repetidamente la cabeza de un lado a otro, divertido. El tren era aún más sucio, incómodo y ruidoso que el propio autobús, y aunque tuviera la ventaja de que no se le reventaban las ruedas, tenía el inconveniente de llenar de humo y carbonilla a los pasajeros y detenerse con desesperante regularidad en todas las ciudades, pueblos, villorrios y simples caseríos del camino. Cuando lo vio aparecer en la estación brillante, rugiendo y despidiendo chorros de vapor como un monstruo más propio de las historias del negro Suílem que de la realidad, Gacel experimentó una incontrolable sensación de pánico y tuvo que echar mano a todo su valor de guerrero y toda su serenidad de «inmouchar» del glorioso «Pueblo del Velo», para dejarse arrastrar por la marea de pasajeros y trepar, atropelladamente, a uno de los destartalados vagones de duros bancos de madera y ventanas sin cristales. Intentó comportarse como vio que los demás lo hacían, dejó sus alfombras y su bolsa de cuero en el portaequipajes, y se sentó en el rincón más apartado, tratando de hacerse a la idea de que aquello no era, en realidad, más que una especie de gran autobús que marchaba sobre barras de acero, evitando las pistas polvorientas. Pero cuando escuchó el silbato, y la locomotora se puso en movimiento con un brusco tirón, entre bufidos, entrechocar de hierros y gritos del maquinista, el corazón le dio un nuevo vuelco y tuvo que aferrarse con fuerza al asiento para no lanzarse de cabeza al andén. Y en los descensos, a casi cien kilómetros por hora, con el aire y el humo penetrando libremente por la ventana, viendo pasar a su lado, vertiginosamente, postes de luz, árboles y casas, Gacel creyó morir de la impresión y mordió con fuerza el borde de su velo para no romper a gritar pidiendo que detuvieran la máquina infernal. Luego, a media tarde, aparecieron ante sus ojos las montañas, y creyó estar soñando, pues nunca imaginó que pudieran existir moles semejantes, que se alzaban como una barrera impenetrable, escarpadas, altivas y con las cumbres tapizadas de blanco. Se volvió a una gorda que se sentaba tras él y que pasaba la mayor parte de su tiempo amamantando a dos niños idénticos, e inquirió: — ¿Qué es aquello? — Nieve — replicó la mujer dándose aires de superioridad y profunda experiencia—. Y abrígate, porque pronto empezará a hacer frío. Y en efecto hizo un frío como el targuí no había conocido jamás, porque un aire gélido que arrastraba a veces microscópicos copos de nieve se apoderó poco a poco del vagón, obligando a los sufridos viajeros a envolverse, tiritando, en todo cuanto encontraban a mano. Cuando, ya casi oscureciendo, se detuvieron en una minúscula estación de montaña, y el revisor anunció que disponían de diez minutos para comprar la cena, Gacel no pudo evitar la tentación, saltó a tierra, y corrió hasta las afueras del andén a tocar la blanca nieve con sus propias manos. Le asombró su consistencia. más que el frío fue el tacto, aquella indescriptible blandura levemente crujiente que se deshacía entre sus dedos, ni como arena, ni como agua, ni como piedra, distinta a todo cuanto hubiera palpado hasta ese instante, lo que le impresionó, desconcertándole, y era tanta su sorpresa, que tardó en advertir que sus pies, casi desnudos en el interior de las ligerísimas sandalias, se estaban congelando. Regresó muy despacio, pensativo, casi horrorizado por su descubrimiento, compró a una vendedora una pesada y gruesa manta, a otra una honda escudilla de caliente «cuscus» y regresó a su asiento, a comer en silencio contemplando la noche que caía, el paisaje nevado que desaparecía tragado por las sombras, y la pintarrajeada pared de madera del vagón, en la que aburridos pasajeros habían matado largas horas de viaje grabando a cuchillo toda clase de inscripciones. Allí, en la estación, de pie sobre la nieve, Gacel Sayah había descubierto, de improviso, que la predicción de la vieja Khaltoum llevaba camino de cumplirse. El desierto, el amado desierto en que había nacido, quedaba atrás, al pie de aquellas altas montañas cubiertas ahora de verdes praderas y gruesos árboles y él se encaminaba, ciego, e ignorante, hacia lejanas tierras desconocidas y hostiles, en las que pretendía enfrentarse a los dueños del mundo, con la única ayuda de una vieja espada y un triste fusil. Le despertó un chirriar de frenos, una brusca sacudida, y voces de ultratumba, voces somnolientas, devueltas por el eco de lo que parecía una inmensa cueva vacía. Asomó el rostro por la ventanilla y le maravilló la altura de la cúpula de hierro y cristal, que parecía mayor aún iluminada apenas por mortecinas bombillas y polvorientos anuncios luminosos. Los pasajeros que habían permanecido fieles al largo viaje descendían ya con sus ajadas maletas de cartón, y se alejaban con paso cansino, maldiciendo el horario absurdo de aquel tren matusalénico que llegaba siempre a su destino con más de seis horas de retraso. Bajó el último, cargando con sus alfombras, su bolsa de cuero y la pesada manta, y encaminó sus pasos tras los que desaparecían más allá de una gran puerta de cristal opaco, impresionado por la grandiosidad de la alta estación por la que volaban bandadas de murciélagos, y en, la que no se escuchaba ya más que el resoplar de la locomotora que parecía respirar profundamente recuperando el aliento después de un fatigoso esfuerzo. Cruzó luego la gran sala de espera, de sucios mármoles y largos bancos en los que dormían familias enteras aferradas a tristes equipajes, y franqueó por último la puerta de salida, deteniéndose en lo alto de la ancha escalinata a contemplar la amplia plaza y los macizos edificios que la circundaban. Le anonadó el muro de ventanas, puertas y balcones que cerraban casi herméticamente el recinto, y sacudió la cabeza incrédulo ante la diversidad de hediondos olores absolutamente desconocidos que le asaltaron como mendigos hambrientos que aguardaban ansiosos su llegada. No era olor a sudor humano, a excrementos o a bestia muerta y putrefacta. No era tampoco el olor del agua corrompida, en viejos pozos, o de macho cabrío en celo. Era más suave, menos notorio, pero igualmente desagradable y profundo para su olfato de hombre de los espacios libres; olor a gente hacinada, miles de comidas diferentes guisadas las unas junto a las otras, cubos de basura desparramados por las aceras por famélicos perros callejeros, y cloacas que dejaban escapar su hedor a través de las alcantarillas, como si toda la ciudad estuviera — y de hecho lo estaba edificada sobre un profundo mar de heces. Y el aire era denso. Quieto y denso en la noche caliente. Húmedo, salado, quieto y denso. Aire con sabor a azufre y plomo, a gasolina mal quemada; a aceite mil veces refrito. Permaneció muy quieto, dudando entre adentrarse en la ciudad dormida o retroceder y buscar también refugio en uno de aquellos largos bancos a la espera de la luz del día, pero un hombre de gastado uniforme y roja gorra abandonó la estación, cruzó a su lado, y cuando ya se encontraba en el último peldaño, se volvió a mirarle. — ¿Te ocurre algo? — quiso saber, y ante la muda negativa hizo un gesto de comprensión—. Entiendo… — señaló—. Es la primera vez que vienes a la ciudad… ¿Tienes donde dormir? — No. — Conozco un sitio cerca de casa… Tal vez te acepten… — Advirtió que no se decidía a moverse, e hizo un amplio gesto con el brazo, animándole a que le siguiera—. ¡Vamos! — señaló—. No tengas miedo… No soy marica ni pienso robarte. Le agradó el rostro del hombre, cansado, marcado por las arrugas de una vida difícil, casi amarillento por las horas de trabajo nocturno y con los ojos ribeteados de rojo y un bigote lacio, sucio de nicotina. — Ven… — insistió—. Sé lo que es sentirse solo en una ciudad como ésta. Yo llegué de la cábila hace quince años con menos equipaje que tú y un queso bajo el brazo… — rió burlándose de sí mismo—. Y ahora ya me ves… Tengo hasta uniforme, una gorra y un silbato… Gacel se había colocado a su altura y atravesaron la plaza en dirección a la ancha avenida que se abría al otro lado, y por la que, de tanto en tanto, cruzaba un solitario automóvil. Casi en el centro mismo, el hombre se volvió y le observó con atención. — ¿Realmente eres targuí? — quiso saber. — Sí. — ¿Y es verdad que no enseñas el rostro más que a la familia y a los íntimos? — Sí. — Pues aquí vas a tener problemas… — sentenció—. La Policía no acepta que andes por ahí con la cara tapada… Les gusta tenernos controlados… Todos con nuestro carnet de identidad, nuestra foto y nuestras huellas dactilares. — Hizo una pausa—. Imagino que nunca has tenido un carnet de identidad… ¿O sí? — ¿Qué es un carnet de identidad? — ¿Lo ves…? — Habían reiniciado la marcha, y el hombre andaba sin prisas, como si no tuviera demasiado interés por llegar a su destino y le agradara el paseo nocturno y la charla. — Dichoso tú… — continuó—. Dichoso, si has podido vivir sin él todo este tiempo. Pero dime, ¿qué diablos se te ha perdido a ti en la ciudad? — ¿Conoces al ministro? — inquirió de improviso. — ¿Ministro? ¿Qué ministro? — Alí Madani. — ¡No! — fue la rápida respuesta—. Por suerte para mí, no conozco a Alí Madani… Y espero no tener que conocerle nunca. — ¿Sabes dónde puedo encontrarle…? — En el Ministerio, supongo. — ¿Y dónde está el Ministerio? — Bajando por esta avenida, todo recto. Cuando se llega al paseo marítimo, a la derecha. Un edificio gris de toldos blancos. — Sonrió divertido—. Pero te aconsejo que no te acerques por allí. Dicen que por las noches se escuchan los gritos de los presos que torturan en los sótanos. Aunque hay quien asegura que se trata de los lamentos de las almas de todos cuantos han asesinado allí abajo. Al amanecer sacan los cadáveres por la puerta trasera en un furgón de repartos. — ¿Por qué los matan? — Política… — replicó con gesto de hastío—. En esta maldita ciudad todo es política. En especial desde que Abdul-el-Kebir anda suelto. ¡Se va a armar una…! — exclamó, y luego indicó con la mano una callejuela lateral hacia la que se encaminó cruzando la calzada principal—. ¡Ven! — señaló—. Es por aquí. Pero Gacel negó con la cabeza, y señaló hacia la parte baja de la avenida. — No… — dijo—. Voy al Ministerio. — ¿Al Ministerio? — se asombró el otro—. ¿A estas horas? ¿Para qué? — Tengo que ver al ministro. — Pero él no vive ahí. Sólo trabaja. De día. — Le esperaré. — ¿Sin dormir? El ferroviario fue a decir algo, pero de pronto observó detenidamente a Gacel, reparó en el largo bulto del rollo de alfombras, que apretaba contra su cuerpo, advirtió la decisión en sus oscuros ojos, más allá de la rendija que marcaban el turbante y el velo, y se sintió repentinamente incómodo sin saber exactamente a qué atribuirlo. — ¡Es tarde! — dijo de pronto, asaltado por una súbita ansiedad—. Es muy tarde y mañana tengo que trabajar. Cruzó la calle a toda prisa, aun a riesgo de que un pesado camión de basura lo atropellase y desapareció en las sombras de la calleja tras volver repetidamente el rostro para comprobar que el targuí no le seguía. Este ni se inmutó siquiera. Aguardó a que el camión y su pestilencia se perdieran de vista, y continuó solo por la ancha avenida pobremente iluminada, con su alta figura y sus ropajes al viento, absurdo y anacrónico frente a aquel paisaje de pesados edificios, oscuras ventanas y cerrados portones, dueño absoluto de la ciudad dormida que tan sólo un perro vagabundo parecía pretender disputarle más tarde pasó un coche amarillo, y luego una mujer le chistó desde el quicio de un portal. Se aproximó respetuoso y le desconcertó su escote y la rajada falda que enseña una pierna, pero más se desconcertó ella cuando la luz de un farol le permitió distinguirlo con absoluta claridad. — ¿Qué quieres? — inquirió con cierta timidez. — No, nada… — se disculpó la prostituta—. Te confundí con un amigo. — ¡Buenas noches! — ¡Buenas noches! Continuó su camino y dos calles más abajo un sordo rumor que iba ganando en intensidad a medida que avanzaba llamó su atención, ya que se trataba de un ruido monótono y constante que no alcanzaba a reconocer, pero que recordaba el rítmico golpear de una gigantesca piedra contra un suelo de tierra apisonada. Cruzó un amplio paseo en el que parecía concluir la ciudad, y cuando atravesó la línea de altas farolas que se elevaban al borde mismo de la arena, pudo distinguir a su luz la ancha playa, al fondo de la cual reventaban con furia enormes olas que alzaban a la noche blancos penachos de espuma. Se detuvo estupefacto. De la negrura nacía de pronto una monstruosa masa de agua como nunca pudiera imaginar que existiera en este mundo, se rizaba en su cresta, ganaba altura, y se precipitaba contra el suelo provocando el sordo estruendo y retirándose con un susurro para reiniciar el ataque con renovados bríos. ¡El mar! Comprendió que allí estaba el portentoso mar del que tanto hablaba Suílem y al que se referían con respeto los más aventurados viajeros que pasaron alguna noche en su «jaima», y cuando una larga ola, más osada, avanzó impetuosa por la arena a punto casi de empapar sus sandalias y lamer el borde de su «gandurah», fue tal el espanto que se apoderó de su ánimo, que no supo siquiera dar un salto atrás para escapar corriendo. El mar del que nacieron un día sus antepasados «garamantes»; el mar que bañaba las costas senegalesas y al que iba a morir el gran río que delimitaba el desierto por el Sur; el mar donde concluían las arenas y todo universo conocido, más allá del cual tan sólo habitaban los franceses. El mar que jamás soñó conocer algún día, tan lejano para él como la más lejana de las estrellas de la última galaxia, frontera infranqueable que el propio Creador había impuesto a los «Hijos del Viento», eternos vagabundos de todas las tierras y todos los arenales. Había llegado al término de su camino y lo sabía. Aquel mar era el confín del universo y el estruendo de su furia la voz de Alá que le llamaba advirtiendo que había ido más allá de sus fuerzas y más allá de lo que El permitía a los «imohag» de la llanura, y se aproximaba el momento de rendir cuentas por la magnitud de su insolencia. «Morirás lejos de tu mundo», había predicho la vieja Khaltoum, y no acertaba a imaginar nada más ajeno a su mundo que la rugiente barrera de espuma blanca que se alzaba furiosa ante sus ojos, al otro lado de la cual tan sólo alcanzaba a distinguir la profundidad de la noche. Tomó asiento en la arena seca fuera del alcance del oleaje y permaneció allí, muy quieto, recordando su vida y pensando en su esposa, sus hijos y su paraíso perdido, dejando que las horas siguieran su camino a la espera de la primera claridad del alba, una luz glauca e imprecisa que comenzó a extenderse por el cielo para permitirle admirar la inmensidad de la extensión de agua que se abría ante él. Si imaginó que la nieve, la ciudad y las olas habían agotado para siempre su capacidad de asombro, el espectáculo que el amanecer descubrió ante sus ojos le sacó nuevamente de su error, ya que el gris plomizo y metálico de un mar encrespado y amenazador tuvieron la virtud de hipnotizarle, sumiéndole en un profundo trance que le mantuvo inmóvil y absorto, como una estatua inanimada. Luego, el primer rayo de sol descompuso el gris en un azul luminoso y un verde opaco, con lo que el blanco de la espuma pareció ganar intensidad, contrastando con el negro amenazante de una nube de tormenta que se aproximaba por poniente, y fue un estallido de formas y luces como no hubiera concebido jamás por mucho que se lo propusiera, y hubiera permanecido allí clavado durante horas, si un insistente rumor de vehículos, a sus espaldas, no le hubiera sacado de su abstracción. La ciudad despertaba. Lo que en la noche no eran más que altos muros de cerradas ventanas y confusas manchas oscuras de vegetación, con el día se transformaba en un derroche de color, donde el rojo violento de los autobuses contrastaba con el blanco de las fachadas, el amarillo de los taxis, el verde de los copudos árboles y la mezcolanza anárquica de los chillones carteles que cubrían por miles las paredes. Y la gente. Podría creerse que todos los habitantes de la Tierra se habían dado cita aquella mañana en el ancho paseo marítimo, entrando y saliendo de altos edificios, tropezando y evitándose, yendo y viniendo en una especie de danza del absurdo en la que de pronto todos se detenían al borde de una acera, para lanzarse luego de improviso, al unísono, sobre la amplia calzada en la que autobuses, taxis y cientos de vehículos de distintas formas se habían detenido bruscamente, como si los frenara una mano invisible y poderosa. Luego, al cabo de un rato de observarlos, Gacel llegó a la conclusión de que esa mano pertenecía a un hombre regordete y apopléjico que se agitaba continuamente alzando y bajando los brazos, como si la estupidez y la locura se hubieran apoderado de él, haciendo sonar un largo silbato con tanta insistencia y furia, que los transeúntes se detenían como si su sonido proviniese de la misma boca del Altísimo. Era un hombre importante aquél, no cabía duda, pese a su rostro enrojecido y las manchas de sudor de su uniforme, pues hasta los más pesados camiones se detenían cuando alzaba la mano y tan sólo cuando él concedía de nuevo su permiso, se atrevían a reanudar la marcha. Y justamente a sus espaldas, alto, macizo y recargado, protegido por una gruesa verja y un pequeño jardín de mustios árboles, se alzaba el edificio gris de toldos blancos que el ferroviario le indicara. Allí vivía, o por lo menos allí trabajaba, el ministro del Interior, Alí Madani; el hombre que se había apoderado de su mujer y de sus hijos. Tomó una decisión, recogió sus pertenencias, cruzó la calle con gesto decidido y se aproximó al gordo apopléjico, que le dirigió una larga mirada de asombro sin dejar por ello de agitar las manos y hacer sonar su silbato. Se detuvo frente a él: — ¿Vive ahí el ministro Madani? — inquirió con voz grave y profunda que impresionó al guardia tanto o más que su extraña apariencia, sus vestidos y su rostro cubierto hasta los ojos por un velo. — ¿Cómo dices? — Que si vive o trabaja ahí el ministro Madani… — Sí. Ahí tiene su despacho, y dentro de cinco minutos, a las ocho en punto, llegará. ¡Y ahora vete! Gacel asintió en silencio, cruzó de nuevo la calle seguido por el desconcierto del guardia que había perdido, momentáneamente, su ritmo de trabajo, y se detuvo al borde de la playa, aguardando. Exactamente cinco minutos después se escuchó el aullar de una sirena, hicieron su aparición dos motoristas a los que seguía un largo y pesado automóvil negro, y toda la circulación de la avenida se interrumpió en el acto, para que la comitiva avanzase sin obstáculos y penetrara, majestuosa, en el pequeño jardín del edificio gris. Desde lejos, Gacel pudo distinguir la alta silueta de un hombre elegante y altivo que descendía entre inclinaciones ceremoniosas de porteros y funcionarios, y subía, sin prisas, los cinco peldaños de mármol de la amplia entrada, a cuyos costados dos soldados armados de metralletas montaban guardia. En cuanto Madani desapareció, Gacel cruzó de nuevo la calle ante el manifiesto nerviosismo del guardia, que no había cesado de observarle de reojo: — ¿Era ése el ministro? — quiso saber. — Sí. Ese era… ¡Y te he dicho que te vayas! ¡Déjame en paz! — ¡No! — el tono del targuí era seco, decidido y amenazante—. Quiero que le digas algo de mi parte: si pasado mañana, no ha dejado en libertad a mi familia, aquí mismo, en el punto en que te encuentras, mataré al Presidente. El gordo le miró absolutamente asombrado. Tardó en reaccionar y al fin balbuceó estúpidamente: — ¿Qué has dicho? ¿Que matarás al Presidente…? — Exacto — asintió, y señaló con el dedo hacia el interior del edificio—. — ¡Díselo así! Yo, Gacel Sayah, que liberé a Abdul-el-Kebir y he matado ya a dieciocho soldados, mataré al Presidente, si no me devuelven a mi familia. ¡Recuérdalo! ¡Pasado mañana! Dio media vuelta y se alejó abriéndose paso entre los autobuses y camiones que se habían detenido, y que hacían sonar insistentemente sus bocinas porque el encargado de dirigir el tráfico parecía haberse convertido en estatua de sal contemplando con ojos de vaca muerta el punto por el que un beduino de alta estatura desaparecía tragado por la multitud. Durante los diez minutos que siguieron, el guardia se esforzó por recuperar el control de sus nervios y reorganizar a duras penas la fluidez de la circulación, tratando de convencerse a sí mismo de que nada de lo ocurrido tenía sentido, y se trataba de una estúpida broma o una simple alucinación producida por el exceso de trabajo. Pero había algo en la seguridad de las palabras de aquel loco que le mantenía inquieto, al igual que le inquietaba el hecho de que hubiera mencionado a Abdul-el-Kebir y su libertad, cuando era público ya que el ex presidente había conseguido escapar y se encontraba en París, desde donde lanzaba constantes llamamientos para la reorganización de sus partidarios. Media hora después, incapaz de concentrar la atención en su trabajo y consciente de que estaba a punto de provocar un colapso circulatorio o un grave accidente, abandonó su puesto, cruzó el paseo y el pequeño jardín del Ministerio y penetró, casi temblando, en la amplia recepción de altas columnatas de mármol blanco. — Quiero hablar con el jefe de Seguridad — pidió al primer bedel que se cruzó en su camino. A los quince minutos, el propio ministro Alí Madani le observaba atentamente con gesto preocupado y el entrecejo cómicamente fruncido desde el otro lado de una bellísima y casi etérea mesa de caoba lacada. — ¿Alto, delgado y con el rostro cubierto por un velo? — repitió queriendo cerciorarse de que el otro no se equivocaba—. ¿Está seguro? — Completamente, Excelencia… Un targuí auténtico, de esos que únicamente se ven ya en las postales. Hace unos años aún pululaban por la casba y el zoco, pero desde que se les prohibió usar el velo no había vuelto a ver ninguno… — Es él, no cabe duda… — admitió el ministro que había encendido un largo cigarrillo turco emboquillado y parecía absorto en sus propias ideas—. Repítame, lo más exactamente posible, lo que le dijo — pidió luego. — Que si no le devuelven pasado mañana a su familia, dejándola libre, en la esquina, matará al Presidente… — Está loco… — Eso es lo que me dije yo, Excelencia… Pero a veces esos locos son peligrosos… Alí Madani se volvió al coronel Turki, que cumplía la función de director general de Seguridad del Estado, y al que podía considerar como su auténtica mano derecha, y cruzó con él una mirada de profundo desconcierto. — ¿A qué demonios de familia se refiere…? — inquirió—. Que yo sepa, ni siquiera hemos tocado a su familia. — Tal vez no se trate del mismo individuo… — ¡Vamos, Turki…! No hay muchos tuareg en este mundo que puedan saber lo de Abdul-el-Kebir y la muerte de esos soldados. Tiene que ser él. — Se volvió al guardia e hizo un gesto con la mano pidiéndole que se retirase—. Puede marcharse… — señaló—. Pero ni una palabra de esto a nadie. — ¡Descuide, Excelencia…! — contestó nervioso—. En cuestiones de secretos del servicio, soy una tumba. — Más le vale — fue la seca respuesta—. Si cumple lo que dice, le propondré para un ascenso. En caso contrario, me encargaré de usted personalmente. ¿Está claro? — Desde luego, Excelencia. Desde luego. Cuando hubo abandonado la estancia, el ministro Madani se puso en pie, se aproximó al amplio ventanal y apartó los visillos deteniéndose a contemplar largamente el mar sobre el que descargaba a lo lejos una negra nube provocando un hermoso efecto de luces y sombras. — De modo que ha llegado hasta aquí… — comentó en voz alta, para que el otro le oyera, pero hablando en realidad para sí mismo—. Ese maldito targuí no se da por contento con el millón de problemas que nos ha causado, y ha sido capaz de presentarse ante nuestra propia puerta, a provocarnos… ¡Es inaudito! ¡Ridículo e inaudito! — Me gustaría conocerle. — ¡Rayos! Y a mí — exclamó convencido—. Un tipo con tales cojones no se encuentra a menudo… — Aplastó el cigarrillo contra el cristal de la ventana—. ¿Pero qué diablos busca…? — inquirió súbitamente malhumorado—. — ¿Qué historia es ésa de su familia? — No tengo ni la menor idea, Excelencia. — Ponte al habla con El-Akab — ordenó—. Averigua qué ha pasado con la familia de ese loco. ¡Mierda! — masculló al tiempo que arrojaba la colilla al aire y observaba cómo iba a caer sobre su propio auto, aparcado en un extremo del jardín—. ¡Como si no tuviera bastante con Abdul…! — le miró de frente—. ¿Qué diablos hace tu gente en París? — No pueden hacer nada, Excelencia — se disculpó el coronel—. Los franceses lo tienen perfectamente protegido. Ni siquiera hemos podido averiguar dónde lo esconden. El ministro acudió de nuevo a su mesa y alzó un puñado de documentos mostrándoselos acusadoramente. — ¡Mira esto! — dijo—. ¡Informes de generales que desertan, de gente que cruza la frontera para unirse a Abdul, de reuniones secretas en las guarniciones del interior…! Lo que me falta es un targuí loco intentando cazar al Presidente… ¡Búscalo! — ordenó—. Ya conoces la descripción: un tipo alto, vestido de fantasma, con un velo que le tapa la cara y que no deja ver más que los ojos. No creo que haya muchos así en la ciudad. Encontró lo que buscaba bajo el aspecto de un viejo templo «rumi»: una de aquellas curiosas iglesias que los franceses habían desparramado por todo el territorio nacional aun a sabiendas de que jamás conseguirían convertir a un solo mahometano al cristianismo. Alzada en lo que estuvo a punto de ser un arrabal elegante de la capital, urbanización de superlujo al borde mismo de la playa y unos altos acantilados, había sido de las primeras en sufrir los efectos de la revolución, y alcanzada por las llamas una medianoche oscura, ardió hasta el amanecer sin que vecinos ni bomberos se atrevieran a acudir a sofocar el fuego, sabedores de que en las tinieblas de los bosques vecinos se apostaban los francotiradores nacionalistas decididos a abatir, a la luz de las llamas, a quien cometiera la imprudencia de aproximarse. Se había convertido por tanto con el tiempo en un esqueleto renegrido y polvoriento, refugio de ratas y lagartos que incluso los vagabundos evitaban supersticiosamente desde que uno de ellos apareció muerto, de forma harto misteriosa, la noche en que se cumplía casualmente el décimo aniversario de su destrucción. La gran nave central había perdido la techumbre, y el húmedo viento que llegaba del mar la convertían en un lugar desapacible, pero al fondo, tras lo que debió constituir en su época el altar mayor, se abría una puerta que daba a pequeñas estancias abrigadas, dos de las cuales aún conservaban, casi intactos, la mayoría de los cristales de sus ventanas. Era un lugar solitario y tranquilo, lo que Gacel necesitaba tras los días más agitados de su existencia, confuso y mareado como se sentía después de recorrer la ciudad aturdido por la multitud, el tráfico y el escándalo insufrible de un mundo cuya principal preocupación parecía ser la de tratar de romper los tímpanos de quienes, como el targuí, estaban acostumbrados desde siempre a la paz y el silencio. Agotado, extendió la manta en un rincón y se durmió abrazado a sus armas, asaltado por monstruosas pesadillas en las que trenes, autobuses y multitudes vociferantes parecían querer abalanzarse constantemente sobre él, aplastándole y convirtiéndole en una masa informe y sanguinolenta. Le despertó el amanecer, temblando de frío pero sudando a chorros a causa de sus sueños, y en un principio sintió como si el aire le faltara y una mano gigante pugnara por asfixiarle, porque, por primera vez en su ya larga vida, había dormido bajo un techo de cemento y entre cuatro paredes. Se asomó al exterior. A cien metros de distancia el mar estaba azul y en calma, muy distinto al monstruo espumoso y embravecido del día anterior y al que un sol brillante y fuerte confería reflejos plateados. Con parsimonia, casi ceremoniosamente, abrió el paquete que contenía cuanto había adquirido en las tiendas de la casba, y lo extendió sobre la manta. Colocó un pequeño espejo en el quicio de la ventana y se afeitó en seco, como venía haciéndolo desde que tenía uso de razón con la ayuda de su afiladísima gumía, y luego tomó unas tijeras y se recortó el encrespado cabello negro y áspero hasta tal punto de que casi no se reconoció a sí mismo cuando se contempló de nuevo largamente. Por último fue al mar y se bañó a conciencia con ayuda de una olorosa pastilla de jabón, sorprendiéndose por el sabor amargo del agua, por la sal que dejaba sobre su piel, y por la escasa espuma que conseguía al lavarse. De regreso a su refugio se enfundó en unos ceñidos pantalones azules y una blanca camisa y se sintió ridículo. Contempló con pena sus «gandurahs», su turbante y su velo, y a punto estuvo de volver a ponérselos, pero comprendió que no debía hacerlo, porque tenía plena conciencia de que incluso en la casba había llamado la atención con sus ropas de siempre. Había amenazado al hombre más poderoso del país, y a aquellas alturas la Policía y el Ejército andarían a la búsqueda de un targuí cubierto con un «lithan» que tan sólo dejaba ver sus ojos. Debía aprovechar por lo tanto la ventaja que le daba el hecho de que nadie conociese, ni aun remotamente, su verdadero aspecto, y le constaba que, con la nueva apariencia, que acababa de adoptar, ni siquiera la mismísima Laila sería capaz de reconocerle. Le repugnaba la idea de que extraños pudieran ver su rostro y se sentía tan avergonzado como si tuviera que salir desnudo a la calle y pasearse de ese modo por entre la multitud porque un día, muchos años atrás, cuando dejó de ser un niño, su madre le proporcionó su primera «gandurah» y más tarde, cuando se convirtió en hombre y en guerrero, fue el «lithan» el que proclamó que se había hecho por completo acreedor al respeto ajeno. Despojarle de ambas prendas, era como devolverle a la infancia, a los tiempos en que podía mostrar sus vergüenzas al mundo sin que nadie se escandalizara por ello. Caminó por la estancia, y salió después a la amplia nave descubierta tratando de habituarse a sus nuevas ropas a base de largos paseos, pero el pantalón le apretaba y le impedía también acuclillarse para permanecer así durante horas en una posición en la que se sentía cómodo, y la camisa le rozaba causándole una desazón y un picor que no sabía si atribuir a la tela o a la sal del mar. Por último, se desnudó de nuevo y se envolvió en la manta, dejando pasar así, acurrucado e inmerso en sus pensamientos, sin comer ni beber, el resto del día. Cerró los ojos en cuanto la oscuridad se apoderó de la estancia, y volvió a abrirlos con la primera claridad. Se vistió venciendo su repugnancia ante las nuevas ropas, y cuando la ciudad comenzaba a despertar, se encontraba ya frente al gris edificio del Ministerio. Nadie reparó en su aspecto, ni le miró como si anduviera desnudo, pero pronto advirtió la presencia de policías armados de metralletas que parecían ocupar puntos estratégicos, mientras el gordo del uniforme sudado continuaba en su puesto agitando los brazos, aunque se le notaba más nervioso que de costumbre, lanzando furtivas miradas a su alrededor. «Me busca… — se dijo—. Pero jamás me reconocerá con estas ropas…» más tarde, a las ocho en punto, con precisión cronométrica, la comitiva del ministro hizo su aparición en el extremo del paseo, y Gacel observó cómo Alí Madani ascendía rápidamente por la escalinata, para adentrarse de inmediato en el edificio, sin detenerse en esta ocasión a saludar a nadie. Tomó asiento en uno de los bancos del bulevar, como un desocupado más de los muchos que pululaban por la ciudad, confiando en que, de un momento a otro, Laila y sus hijos aparecieran saliendo por aquella misma puerta, pero, en lo más profundo de su fuero interno, y aunque trataba por todos los medios de acallarla, una odiosa voz le gritaba que estaba perdiendo el tiempo. Al mediodía Madani salió nuevamente acompañado de su estruendo de motoristas para no regresar más, y al caer la tarde, cuando no le cupo duda ya de que no tenían intención de devolverle a su familia, Gacel abandonó el banco y se alejó sin rumbo, consciente de que, por más que lo intentara, ninguna posibilidad tenía de encontrar allí, en la confusión de la gran ciudad, a los seres que amaba. Su amenaza al Presidente no había servido de nada, y se preguntó — sin encontrar respuesta para qué necesitaban retener a los suyos, si ya Abdul-el-Kebir estaba libre. No podía tratarse más que de una venganza estúpida y cobarde, porque ni siquiera encontrarían placer en causar daño a seres indefensos, que ningún mal habían hecho. — Tal vez no me han creído — razonó—. Tal vez imaginan que un pobre targuí ignorante no podrá nunca aproximarse al Presidente. Y tal vez tenían razón, porque en el transcurso de aquellos días, Gacel había tomado conciencia de su pequeñez frente al complejo mundo de una capital en la que de nada le valían sus conocimientos, su experiencia o su decisión. Un bosque de edificios bañados por un inmenso mar salado, en muchas de cuyas esquinas se alzaban fuentes de las que manaba más agua dulce en un día de la que un beduino consumía en toda su vida, y elevada sobre un pétreo suelo que únicamente servía de madriguera a miles de ratas, se convertía, por lógica, en un lugar en el que el más astuto, valiente, noble e inteligente «imohag» del bendito pueblo del Kel-Talgimus, se sentía tan impotente para la lucha como el más humilde de los esclavos «aklis». — ¿Podría indicarme cómo puedo llegar al Palacio del Presidente…? Tuvo que preguntarlo cinco veces y escuchar luego con suma atención otras tantas respuestas, porque el dédalo de calles, todas idénticas entre sí, se le antojaba indescifrable, pero, insistiendo, desembocó, casi al filo de la noche, frente al amplio parque, rodeado de altas verjas que circundaban, por los cuatro costados, el más lujoso edificio que hubiera visto nunca. Una Guardia de Honor de rojas casacas y vistosos cascos emplumados desfilaba obedeciendo automáticamente las voces de mando, y cuando al fin se retiró, fue para dejar en las esquinas altivos centinelas que más parecían estatuas, que seres de carne y hueso. Estudió con detenimiento el grandioso parque, y su vista recayó en un apretado grupo de erguidas palmeras, que se elevaban, dominándolo todo a menos de doscientos metros de la entrada principal. A menudo, allá, en su ya lejano desierto, Gacel había permanecido encaramado durante días en la copa de una de aquellas palmeras, durmiendo atado a los gruesos tallos de las hojas, al acecho de una manada de ónix, cuyo finísimo olfato les prevenía siempre, en cualquier otra circunstancia, de la presencia de un ser humano. Recorrió con la vista la distancia de la verja al palmeral, y calculó que si durante la noche lograba trepar sin ser visto a una de sus copas, tenía muchas posibilidades de alcanzar de un disparo al Presidente en el momento en que tratara de entrar o salir de Palacio. Sería tan sólo ya cuestión de paciencia, y paciencia era algo que siempre le sobraba a un targuí. En cuanto sonó el teléfono supo de quién se trataba, pues era aquélla una línea directa que únicamente el Presidente utilizaba. — ¿Sí, señor? — El general Al Humaid, Alí… — La voz luchaba por mantener la calma, pero se la advertía claramente alterada—. Acaba de llamarme rogándome, «respetuosamente», que convoque elecciones a la mayor brevedad para evitar derramamiento de sangre. — ¡Al Humaid! — Alí Madani comprobó que su voz se alteraba igualmente, y que igualmente trataba, sin éxito, de fingir una calma que no sentía—. Pero si Al Humaid se lo debe todo a usted… Era un oscuro comandante que jamás… — ¡Lo sé, Alí, lo sé…! — le interrumpió la voz impaciente—. Pero ahora está ahí, de gobernador militar de una plaza clave y con nuestra mayor fuerza de tanques a sus órdenes… — ¡Destitúyalo! — Eso precipitaría las cosas… Si él se alza, la provincia le sigue. Y una provincia en rebeldía es todo lo que necesitan los franceses para apresurarse a reconocer a un «Gobierno Provisional». Esos cabileños de las montañas nunca nos han querido, Alí. Tú lo sabes mejor que yo. — ¡Pero no puede aceptar sus imposiciones…! — le hizo notar—. El país no está preparado para unas elecciones… — Lo sé… — fue la respuesta—. Por eso te he llamado… ¿Qué hay de Abdul? — Creo que lo hemos localizado… Lo tienen en un pequeño «ch1teau» en el bosque de Saint-Germain, en la zona de Maison-Laffitte… — Conozco el lugar. Una vez estuvimos tres días escondidos en ese bosque, preparando un atentado.?Cuál es tu plan¿ — El coronel Turki salió anoche para París, vía Ginebra. A estas horas debe estar poniéndose en contacto con su gente. Espero su llamada de un momento a otro. — Que actúe cuanto antes. — No quiero que lo haga hasta que esté completamente seguro del resultado — fue la respuesta—. Si fallamos, los franceses no nos darán una segunda oportunidad. — De acuerdo… Tenme al corriente. Colgó. El ministro del Interior Alí Madani lo hizo a su vez, y permaneció un largo rato quieto en su sillón, ensimismado, meditando en lo que podía ocurrir si el coronel Turki no alcanzaba el éxito en su intentona y Abdul-el-Kebir continuaba soliviantando a la nación. El general Al Humaid era el primero, pero, conociéndolo como lo conocía, dudaba que hubiera tenido el valor de tomar la iniciativa y dirigirse al Presidente si no abrigaba el convencimiento de que otras guarniciones se le unirían de inmediato. Repasando nombres, calculaba que al menos siete provincias, lo que significaba una tercera parte de las Fuerzas Armadas, se inclinarían desde el primer momento del lado de Abdul-el-Kebir. De ahí, a la guerra civil declarada, no había más que un paso, en especial, si los franceses se empeñaban en que esa guerra civil estallase. Aún no les habían perdonado la humillación de veinte años antes, y aún soñaban con volver a poner las manos sobre unas riquezas que durante un siglo consideraron propias. Encendió uno de sus hermosos cigarrillos turcos bellamente emboquillados, se puso en pie, y se aproximó a la ventana desde donde contempló el mar tranquilo, la playa vacía en aquella época del año y el ancho paseo marítimo, preguntándose si habría llegado el momento de abandonar definitivamente aquel despacho que tanto amaba. Había recorrido un largo camino para llegar hasta él; un camino que pasaba por el encarcelamiento de un hombre al que, en el fondo, admiraba, y el total sometimiento a otro al que, también en el fondo, despreciaba. Difícil camino, en verdad, pero que había dado como fruto que la mayor fuerza y poder del país se concentrara a la larga en sus manos, y nadie — nadie exceptuando quizás a aquel maldito targuí fuera capaz de dar un solo paso sin que él lo consintiera. Pero ahora advertía que ese poder comenzaba a desmoronarse y se le escurría entre los dedos como barro reseco por el sol que se desmigaja en polvo, y cuanto más apretaba el puño en su afán por conservarlo, más rápidamente se deshacía. Se negaba a aceptar que el monolítico estado que habían levantado con tanto sudor y tanta sangre ajena, hubiera resultado en definitiva tan frágil, y que el simple eco de un nombre: Abdul-el-Kebir, bastara para resquebrajarlo hasta sus cimientos, pero los acontecimientos se empeñaban en demostrarle que era cierto y tal vez había llegado la hora de enfrentarse a la verdad y aceptar la derrota. Regresó a la mesa, levantó el teléfono y marcó el número de su casa aguardando a que el criado avisase a su esposa, y cuando ésta se puso al aparato, su voz sonó extrañamente ronca, casi avergonzada: — Prepara las maletas, querida — pidió—. Quiero que te vayas unos días a Túnez con los niños… Te avisaré cuándo debes volver. — ¿Tan mal están las cosas…? — Aún no lo sé — admitió—. Todo depende de lo que Turki consiga en París. Colgó y meditó largamente con la vista fija en el gran retrato del Presidente que dominaba la pared del fondo. Si Turki fracasaba o decidía pasarse al enemigo, podía darse todo por perdido. Siempre había tenido una fe absoluta en su eficacia y fidelidad, pero le asaltaba la angustia de si tal fe en el coronel estaba, en verdad, plenamente justificada. Pasó la mayor parte del día recorriendo una y otra vez el camino entre el Palacio Presidencial y la casba, pues a esta última ya había logrado acostumbrarse, y se sentía capaz de ir y venir de ella a su refugio sin desorientarse, pero no conseguía habituarse a las calles de la ciudad moderna, rectas e idénticas entre sí, calles que tan sólo se diferenciaban por los comercios o por unos letreros que no se sentía capaz de interpretar. Adquirió más tarde en un mercadillo abundante cantidad de dátiles, higos y almendras, pues ignoraba el tiempo que tendría que mantenerse oculto en lo alto de la palmera, y consiguió también una ancha cantimplora que llenó a rebosar en la fuente más próxima. Por último, regresó a la iglesia en ruinas, comprobó una vez más el estado de sus armas, y aguardó paciente, recostado contra la pared, procurando no pensar más que en el camino que tenía que recorrer para llegar a Palacio. No había nadie en la casba en tinieblas cuando la atravesó en silencio, espantando a los gatos, y un reloj desgranó lentamente tres sonoras campanadas cuando desembocó en la primera de las calles asfaltadas. Alzó el rostro hacia la esfera luminosa que le observó como el gran ojo de un cíclope, y la negrura de la noche no le permitió distinguir siquiera los contornos de la torre, por lo que la esfera se le antojó una gran luna llena flotando apenas sobre el horizonte. Las avenidas aparecían solitarias, sin la presencia de autobuses trasnochadores ni camiones de basura, y le inquietó la calma, anormal, pese a lo avanzado de la hora. Luego, esa calma se rompió súbitamente por la aparición de un negro automóvil de la Policía que cruzó a lo lejos haciendo girar en lo alto una luz intermitente, y en la distancia, calculó que por el lado de la playa, aulló una sirena. Apresuró el paso, cada vez más inquieto, pero tuvo que aplastarse contra el quicio de un portal cuando un nuevo automóvil negro surgió a unos doscientos metros de distancia, se detuvo al borde de la acera y apagó las luces. Aguardó paciente, pero se diría que sus ocupantes habían decidido escoger aquel punto, la estratégica confluencia de dos calles, para montar guardia tal vez toda la noche, y tras meditarlo unos minutos, optó por introducirse por la más próxima de las bocacalles, buscando rodear el obstáculo y salir más tarde a sus espaldas. Pronto comprendió, sin embargo, que al verse obligado a abandonar el camino que con tanto esfuerzo había memorizado, se encontraba perdido. Todas las calles se le antojaban idénticas, y, en la semipenumbra de tristes farolas también idénticas entre sí, no descubrió rastro alguno de cada uno de aquellos minúsculos detalles en los que se había ido fijando durante el día. Comenzó a angustiarse, porque cuanto más avanzaba, más perdido se sentía, y no había allí viento que le sirviese para encararse a él, ni estrellas que pudieran marcarle el rumbo. Un coche policial cruzó atronando la noche con su sirena, y se arrojó bajo un banco, para tomar luego asiento en él y concentrarse en un vano intento de ordenar sus pensamientos y ser capaz de discernir hacia qué lado de aquella ciudad gigantesca, pestilente y monstruosa, se encontraba el Palacio Presidencial, y hacia qué lado la casba y los lugares que le resultaban hasta cierto punto familiares. Por último, comprendió que había perdido la partida, y resultaba más prudente emprender el regreso e intentarlo de nuevo al día siguiente. Volvió sobre sus pasos, pero tan complejo era el problema a la ida como a la vuelta, y continuó perdido largo rato, hasta que llegó hasta sus oídos el retumbar del mar, alcanzó el ancho paseo marítimo, y desembocó, al fin, frente al conocido Ministerio del Interior. Respiró tranquilo. Desde allí sabía llegar a su escondite, pero cuando apresuró el paso y estaba a punto de penetrar en la sinuosa callejuela que ascendía hacia el barrio indígena, los faros de un coche aparcado junto a la acera se encendieron, deslumbrándole, y una voz autoritaria gritó: — ¡Eh, tú…! ¡Ven aquí! Su primer impulso fue salir corriendo, calle arriba, pero se contuvo y se aproximó a la ventanilla delantera buscando escapar al haz de luz que le hería en los ojos. Tres hombres de uniforme le observaron, severos, desde la penumbra interior. — ¿Qué haces en la calle a estas horas? — inquirió el que le había llamado, y que se sentaba junto al conductor—. ¿No te has enterado de que hay toque de queda? — ¿Toque de qué…? — repitió estúpidamente. — Toque de queda, idiota. Lo han dicho por la Radio y la Televisión. ¿De dónde diablos sales? Gacel señaló vagamente a sus espaldas. — Del puerto… — ¿Y adónde vas? Hizo un gesto con la barbilla hacia la calleja. — A casa… — Está bien… A ver: la documentación. — No tengo. — El individuo que se sentaba en el asiento trasero abrió la puerta y salió al exterior llevando en la mano, al parecer sin ánimo de utilizarla, una corta metralleta, y se aproximó al targuí con paso lento y aire displicente. — Vamos a ver… ¿Cómo es eso de que no tienes documentación? Todo el mundo tiene documentación. Era un hombre fuerte, de grandes mostachos y alta estatura, con aspecto de sentirse seguro de sí mismo, pero de improviso se dobló en dos soltando un aullido de dolor, a causa del tremendo culatazo que Gacel le había propinado en la boca del estómago con la culata de su fusil. Casi al instante, el targuí lanzó las alfombras sobre el parabrisas del auto y echó a correr doblando la esquina e internándose en la calleja. Segundos después una sirena atronó la noche alarmando al vecindario, y cuando el fugitivo se encontraba ya a mitad de la calle, uno de los policías hizo su aparición en la esquina y sin apuntar siquiera disparó una corta ráfaga. El impacto de la bala lanzó a Gacel hacia delante, de bruces contra los anchos escalones de la callejuela, pero se revolvió como un gato, disparó a su vez, y alcanzó en el pecho al policía tumbándole de espaldas. Cargó de nuevo el arma, se protegió en una esquina, y aguardó respirando fatigosamente aunque no sentía dolor alguno, pese a que la bala le había atravesado limpiamente, y la pechera de la camisa comenzaba a teñirse de sangre. Una cabeza asomó en la esquina, dispararon sin apuntar y las balas se perdieron en la noche o rebotaron contra los edificios haciendo saltar los cristales de algunas ventanas. Comenzó a ascender lentamente protegido por el muro lo que le faltaba de la escalera, y un solo disparo le bastó para hacer comprender a sus perseguidores que se enfrentaban a un tirador privilegiado y no resultaba prudente correr el riesgo de que les volara la cabeza. Cuando, pocos segundos después, el targuí desapareció en las tinieblas y en el dédalo de callejones y recovecos de la casba, los dos policías que quedaban en pie se consultaron un instante con la mirada, alzaron al herido depositándolo en el asiento trasero, y se alejaron en la noche, rumbo a un hospital. Ambos sabían que se necesitaba un ejército para tratar de localizar a un fugitivo en el tenebroso e intrincado mundillo del barrio indígena. La negra Khalhoum había acertado una vez más en sus predicciones, se iba a morir allí, en un sucio rincón de destruidos restos de un templo «rumi», en el corazón de una ciudad superpoblada, escuchando el retumbar del mar, lo más lejos que imaginar cupiese de la abierta soledad de un desierto por cuyas silenciosas llanuras corría el viento libremente. Trató de taponar la herida en sus dos limpios agujeros, de entrada y salida, se vendó fuertemente el pecho con ayuda del largo turbante, y se arrebujó en la manta, temblando de frío y fiebre, recostándose contra un rincón para quedar sumido en una inquieta duermevela, sin más compañía que el dolor, los recuerdos y el «gri-gri» de la muerte. No cabía ya el recurso de convertirse en piedra o intentar que la sangre se espesase hasta el punto de impedir que continuara empapando el mugriento turbante y no dependía tampoco de su fuerza de voluntad o su entereza de espíritu, puesto que su voluntad se había quebrantado bajo el impulso de una pesada bala, y su espíritu no era el mismo desde que había perdido toda esperanza de recuperar a su familia. «…Ved cómo las luchas y las guerras a nada conducen, porque los muertos de un bando con los muertos del otro se pagan…» Siempre las enseñanzas del viejo Suílem; siempre el regreso a la misma historia, porque la realidad era que podían cambiar los siglos e incluso los paisajes, pero los hombres continuaban siendo los mismos, y se convertían al fin en los únicos protagonistas de la misma tragedia mil veces repetida por más que variase el tiempo o el espacio. Una guerra empezó porque un camello aplastó a una oveja de otra tribu. Otra guerra semejante empezó porque alguien no respetó una antigua tradición. Podía tratarse del enfrentamiento de dos familias de fuerzas equilibradas, o, como en su caso, de un hombre contra un ejército. El resultado era el mismo: el «gri-gri» de la muerte se apoderaba de una nueva víctima y la iba empujando, lentamente, al abismo. Y allí estaba ahora, al borde de ese abismo, resignado a caer a él, aunque triste porque quienes descubrieran algún día su cadáver advertirían que la bala le había entrado por la espalda, cuando él, Gacel Sayah, siempre había sabido dar la cara al enemigo. Se preguntó si con sus acciones habría ganado el paraíso prometido, o, si por el contrario, se vería condenado a vagar eternamente por las «tierras vacías» y sintió una profunda pena por su alma que tal vez acabaría por reunirse con las de los componentes de «La Gran Caravana». Soñó luego con ella, y vio a los camellos momificados y a los esqueletos envueltos en jirones reiniciar la marcha por la silenciosa llanura, para cruzar más tarde la estación y adentrarse en la ciudad dormida, y negó con la cabeza, golpeándose contra los muros, porque tuvo la certeza de que venían a por él y pronto penetrarían en la gran nave vacía, para acampar allí pacientemente, a la espera de que se decidiera a acompañarles. No quería regresar con ellos al desierto; no quería vagar por los siglos de los siglos a través de la «tierra vacía» de Tikdabra y les susurró quedamente, porque no tenía fuerzas para gritar, que se marchasen sin él. Por último durmió tres largos días. Al despertar, la manta aparecía empapada en sudor y sangre, pero ésta había dejado de manar, y el vendaje se había convertido en una dura costra, pegada a su piel. Trató de moverse, pero el dolor resultó tan insoportable que tuvo que permanecer durante horas completamente estático antes de atreverse e iniciar siquiera el gesto de tocarse la herida. más tarde consiguió arrastrarse penosamente hasta la cantimplora, bebió hasta saciarse y se durmió de nuevo. Cuánto tiempo permaneció entre la vida y la muerte, entre la lucidez y la inconsciencia o entre el sueño y la realidad, nadie, y él menos aún, sabría decirlo. Días, tal vez semanas, pero cuando al fin despertó una mañana y advirtió que respiraba plenamente sin sentir dolor, y que todo se le aparecía como sabía que en verdad era, tuvo la impresión de que la mitad de su vida había transcurrido entre aquellas cuatro paredes, y hacía ya años — o siglos que había llegado a la ciudad. Comió con apetito nueces, dátiles y almendras, y consumió los últimos restos de agua. Se puso luego en pie, penosamente, y apoyándose en la pared logró dar unos pasos aunque se mareó y tuvo que recostarse de nuevo, pero buscó a su alrededor, llamó en voz alta, y tuvo la seguridad de que el «gri-gri» de la muerte no dormía ya junto a su lecho. «Tal vez la negra Khaltoum se equivocó — se dijo feliz de su descubrimiento—. Tal vez en sus sueños me vio herido y derrotado, pero no alcanzó a imaginar que fuera capaz de vencer a la muerte». A la noche siguiente logró alcanzar, a medias caminando, y a medias arrastrándose, la cercana fuente en la que se lavó a duras penas, y consiguió desprenderse los vendajes que parecían haber formado un solo cuerpo con su piel. Cuatro días más tarde, cualquiera que hubiera osado aventurarse en el interior de la vieja iglesia calcinada, se habría horrorizado ante la presencia de un alto fantasma esquelético y vacilante, que arrastraba los pies por la nave vacía venciendo a la fatiga y los vómitos, empeñado, con una fuerza de voluntad sobrehumana, en conseguir recuperar el equilibrio y volver a la vida. Gacel Sayah sabía que cada uno de aquellos pasos le alejaba un poco más de la muerte, y le acercaba un poco más al desierto que amaba. Aún dejó pasar otra larga semana recuperando fuerzas, hasta que no le quedó ya nada que comer, y comprendió que había llegado el momento de abandonar para siempre su refugio. Lavó su ropa en la fuente, se lavó él también casi por completo aprovechando las tinieblas y la soledad del barrio, y a la mañana siguiente, cuando el sol estaba alto, guardó en su bolsa de cuero el pesado revólver que había pertenecido al capitán Kaleb el-Fasi y abandonando con pena su espada, su fusil y sus ya destrozadas «gandurahs», emprendió, despacio, el camino de regreso. Se detuvo en la casba, donde comió hasta hartarse, bebió un té hirviente, fuerte y dulce, que hizo circular con fuerza la sangre por sus venas, y se compró una camisa nueva, de un color azul eléctrico, que le hizo sentirse feliz por un momento. Ya reconfortado reanudó la marcha para detenerse brevemente en la escalinata en que había sido herido, y observar la marca que dejaran las balas en las viejas paredes. Desembocó de nuevo en la ancha avenida, le sorprendió el gentío que se arremolinaba en una y otra acera, y cuando quiso atravesar la calzada en dirección a la estación, un policía de uniforme se lo impidió: — No puedes cruzar — dijo—. Espera. — ¿Por qué? — Va a pasar el Presidente. No necesitaba verlo para adivinar que el «gri-gri» de la muerte le acompañaba una vez más. De dónde había salido, o dónde se había ocultado aquel tiempo, no podía saberlo, pero allí estaba, aferrado a su camisa nueva y riéndose por lo bajo de que, en algún momento hubiera podido abrigar la estúpida esperanza de ser libre. Había olvidado al Presidente. Había olvidado su juramento de matarle si no le devolvía a su familia, pero ahora, cuando el edificio de la estación aparecía ya ante sus ojos y cien metros le separaban de él y del regreso a su desierto y su mundo, el destino parecía querer burlarse de sus buenas intenciones, el «gri-gri» de la muerte le gastaba una trágica broma, y el hombre que era el origen y el fin de todos sus males y desgracias, se cruzaba en su camino. «¡Insh.Alah…!» Si era ésa su voluntad y debía cumplir su promesa y matarle, lo mataría, porque él, Gacel Sayah, por más que fuera noble e «imohag» del bendito pueblo del Kel-Talgimus, nada podía hacer contra la voluntad del cielo. Si éste había dispuesto que aquel día, a aquella hora, su enemigo se interpusiera una vez más entre él y la vida que había elegido, debía ser porque el Altísimo había decidido que ese enemigo debía ser destruido y era él, Gacel Sayah, el instrumento elegido para aniquilarle. «¡Insh.Alah…!» Dos motoristas pasaron haciendo sonar su sirena, y casi al instante, en la parte alta de la avenida, las gentes comenzaron a gritar y aplaudir. Ausente de cuanto no fuera su misión, el targuí introdujo la mano en el bolso de cuero y buscó la culata de su arma. Nuevos motoristas, ahora en pelotón, hicieron su aparición en la curva y diez metros más atrás avanzó, muy despacio, un gran coche negro, cerrado, que ocultaba casi por completo a otro descubierto en cuya parte trasera un hombre saludaba alzando los brazos. Los policías contenían a la multitud que vociferaba y aplaudía, y desde las ventanas de los edificios mujeres y niños arrojaban flores y papelillos de colores. Apretó con fuerza el arma y esperó. El reloj de la estación dejó escapar dos campanadas como si le invitara una vez más a olvidarlo todo, pero su eco se perdió entre el aullar de las sirenas, los gritos y los aplausos. El targuí sintió deseos de llorar, los ojos se le nublaron, maldijo en voz alta al «gri-gri» de la muerte, y el policía que abría los brazos ante él se volvió a mirarle, sorprendido por una frase cuyo significado no había comprendido. El pelotón de motocicletas cruzó acallándolo todo con el estruendo de sus máquinas, llegó luego el gran auto negro, y en ese instante, Gacel arrojó a un lado el gran bolso de cuero, apartó de un brusco empujón al policía y dio un salto colocándose, en dos zancadas, a tres metros del coche descubierto con el revólver amartillado y listo para disparar. El hombre que respondía a los vítores y aclamaciones con los brazos en alto le descubrió casi al instante, el terror se dibujó en su rostro y adelantó las manos abriendo las palmas para protegerse mientras dejaba escapar un grito de espanto. Gacel disparó por tres veces, comprendió que la segunda bala le había atravesado el corazón, le miró a la cara para comprobar por su expresión que lo había matado, y fue como si un rayo divino le fulminara, paralizándole de asombro. Sonó una ráfaga de metralleta, y Gacel Sayah, «inmouchar» más conocido por el sobrenombre de «el Cazador», cayó de espaldas, muerto, con el cuerpo destrozado y el desconcierto pintado en el rostro. El auto aceleró su marcha bruscamente, y las sirenas aullaron abriendo paso a la búsqueda de un hospital, en un vano intento por salvar la vida al Presidente Abdul-el-Kebir en el glorioso día de su triunfal regreso al poder. Fin del volumen IV y de la obra :::::::::::::::::::::::::::::::::